PAÍS RELATO

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isaac belmar

hoja en blanco

El parpadeo del cursor sobre la hoja en blanco de la pantalla pone nervioso, demanda con urgencia rellenar el vacío de la página y a la vez impide que las palabras fluyan. Estira a la vez que empuja, es cruel. Y también muy típico. Sí señor, muy típico eso de empezar a hablar de la hoja en blanco, truco de cualquier escritor mediocre que no sabe cómo comenzar la obra.
A mí ya no me pasa.
La hoja dejó de ser un desierto temible que atravesar hasta llegar a la siguiente, no me supone esfuerzo desbordar negro sobre blanco y que con mis palabras la gente llene un poco el cubo vacío de sus vidas.
De paso mi bolsillo también se llena, porque soy un escritor primero famoso y ahora rico. Mañana de hecho voy a ver una posible nueva casa que un tipo ha puesto en venta a precio de ganga.
¿Saben qué? Tiene una pista de tenis, ¿no es alucinante?
Pero volviendo al tema. Acabo de recibir una llamada igual a las otras muchas que en los últimos dos meses me dicen que quieren que gane un premio literario, que no sé qué agente está deseando trabajar conmigo y que, otra vez, un productor de cine quiere mi libro para hacer alguna basura que no se parezca en nada.
Hoy en El Corte Inglés grandes anuncios de mis obras saturan la sección de “best-sellers”, su imponencia, y cómo miran intimidando a los demás enanos de las estanterías, es la medida de mi éxito.
Al fin.
No siempre ha sido así. Yo era uno más de esos muertos de hambre que empuñan la ilusión y su arte como una espada ante una incomprensión del tamaño de molinos de viento, la diferencia es que yo me he dado cuenta a tiempo de que la ilusión sólo alimenta al espíritu y no al estómago, la ilusión no reparaba desconchones ni goteras de los pisos por donde iba dejándome caer, errando sin futuro. El aura bohemia y eso del escritor “maldito” no me proporcionaban aventuras, ni mujeres de rodillas ante mi genio, ni inspiración alguna para mis obras.
La miseria es sólo miseria y nada de romanticismo. Barrios de cloaca, mucha hambre y tener inmensa envidia de las aburridas, cotidianas y previsibles vidas de los demás, con su coche enorme, su tele enorme y su hipoteca enorme.
Cuando envidias eso, sabes que has tocado fondo.
Así que un día vendí mi alma al diablo y él me cazó una musa y la encadenó cerquita para que me susurrara al oído el hechizo perfecto que invocar en mis páginas.
Como lo oyen. De todas las opciones posibles para resolver mi problema era obvio que no iba a elegir la más habitual y por supuesto ninguna mediocre, soy escritor, el estilo es rey en mi mundo.
El demonio vino a mí una oscura noche con lluvia pero sin luna, de aceras mojadas en callejones lóbregos, caminando yo con prisa por el último de los barrios a los que mi cuenta bancaria me había condenado. Menudo sumidero de miserias humanas, a ese paso mi siguiente parada iba a ser las entrañas de un puente.
El caso es que con las solapas del abrigo subidas, barrera inútil contra el agua y las sombras de las esquinas, me apresuraba con los ojos clavados en el suelo donde repiqueteaba frenético el abundante chaparrón. Un gorgoteo extraño, un sonido de ahogo, me hizo desviar mi atención del suelo y elevar la vista hacia un callejón cavernoso a mi izquierda. Apenas había luz de una solitaria farola, vieja y podrida como todo el barrio, que no había sido apedreada todavía por algún extraño milagro. En su escaso resplandor, y tras la borrosa cortina de lluvia, distinguí dos bultos oscuros, dos personas, una en el suelo tirada y otra sobre ella que le hundía con ansia una navaja cuya pequeña hoja destellaba tenue, limpiada a medias por la lluvia en el trayecto de cada acometida. El hombre del suelo emitía ese gorgoteo que había llamado mi atención cada vez que la cuchilla se clavaba. No gritaba, sólo parecía ahogarse, atragantarse con la sangre que le manaba y que diluía la lluvia en pequeños ríos oscuros que venían a encharcar mis pies. Me quedé mirando horrorizado, pero sin poder apartar los ojos tan abiertos que pensé que se caerían de tanto asomarse al borde.
Así estuve hasta que el asesino levantó la cabeza de su tarea con saña y me miró. Tenía una barba descuidada por la que resbalaba el agua y el pelo muy largo, empapado y pegado al rostro como culebras negruzcas por entre las cuales emergían sus ojos enormes y clavados en los míos.
La locura bailaba un taconeo en esas pupilas, por algún lado oí la risa del diablo y entonces me extendió su regalo, aunque al principio yo no lo vi porque salí corriendo aterrado, chapoteando cobarde y escuchando sólo el eco de mi carrera y mi jadeo por las estrechas calles siniestras.
No paré hasta que llegué a mi recién estrenado hogar con el corazón saliendo por la boca. Subí los escalones de dos en dos y eché todos los cerrojos que siempre me acompañaban en cada mudanza. Apoyado de espaldas en la puerta intenté recuperar aire y alejar el infarto a rezos.
Alterado y excitado estaba poco después sentado ante la pantalla de mi viejo ordenador, con el cursor parpadeando sobre la hoja en blanco y mi cabello aún mojado, dejando caer alguna gota helada por mi cuello y mi espalda. Rompí el dique de ese cursor tembloroso y empecé a escribir.
Un frenético tecleo en medio de la noche derramó un torrente imparable. Por primera vez mi imaginación tomaba forma en las palabras adecuadas. Todas ellas juntas enlazaban como piezas de un reloj artesano y formaban un relato macabro y fascinante de lo que acababa de vivir. Aquellos ojos, aquel callejón apestoso y el asesinato barriobajero eran el centro y el punto culminante. Fui poniendo carne en el esqueleto, aderezo por aquí y por allá, motivos, giros… Aquel horror inspiraba una prosa que conseguía hilvanar como nunca antes había hecho. Acabé tarde de pulir mi obra, o muy temprano según se mire, apenas unas pocas hojas que conformaban una escena, parte real y parte inspirada.
Merecía continuación. No podía desperdiciar aquello en un breve cuento, los cuentos no venden me dijo mi editor un día, debía hacer una novela, intuía que había empezado a caminar por el sendero correcto. Eran los primeros pasos de algo grande.
Pero necesitaba más.
Al principio dudaba, me sentaba ante el ordenador moviendo nervioso una pierna y mordiéndome las uñas. Intentaba dar continuación con lo que sólo surgía en mi imaginación, pero era mediocre.
Necesitaba más musa.
Así que me armé de valor, del viejo abrigo y de una pequeña libreta. Las calles que tanto aborrecía fueron la fuente de inspiración donde yo acudía a beber su agua negruzca cada noche a partir de aquella. Fui mudo testigo en la sombra de robos, palizas y violaciones. Protegido de ese mal por el mismo diablo que me lo mostraba para que yo fuera su escriba, cada noche recorría silencioso y oscuro los rincones miserables de la ciudad.
Toda esa feria del horror se reflejaba después en mis páginas a altas horas de la madrugada, con la compañía de mucha bebida, más tabaco y cosas a no admitir porque soy un icono ahora.
Compuse mi primera letanía de sombras en apenas tres semanas. Y no queda bien decirlo, pero apenas necesitaba corrección alguna.
No crean que alguien como yo se recreaba en la sangre y la casquería, al contrario, si tengo que resumir una clave sería la sutil narración de los ojos de los personajes, de la parte del alma perversa y deforme que asoma por ellos, horrorizándose y riendo a la vez con lo que hacen.
El diablo me descubrió mi capacidad para narrar las sombras con una virtud desconocida para mí. El río de maldad allí expuesto era hipnótico, me impedía parar de leer con la misma droga retorcida por la que no podía dejar de mirar cómo una noche le cortaron los dedos, uno a uno, a un drogadicto que me sonaba de verlo caminar como un muerto cerca de casa. O como aquella chica era violada salvajemente en las sombras de una esquina particularmente apestosa, con el rostro pegado al suelo, sangrante y deformado por los golpes que le habían propinado contra el propio asfalto para que cediera su resistencia. El momento culminante fue cuando sus ojos inflamados, heridos como su boca desdentada y partida por los golpes, se despegaron del enorme charco oscuro de sangre en el que descansaba su rostro y me miraron con pena, hacia el escondite en el que me agazapaba tras una esquina tomando notas y con el rostro bien tapado por abrigo y gorro. Pedían auxilio silencioso y resignado porque sabían que era inútil. Aquello fue el punto culminante. Aquella mirada que sostuve fascinado de manera infantil iba a ser el colofón perfecto para mi novela. Todo lo que asomaba y destellaba en los ojos, los de aquella chica, los de aquel loco de la primera noche, los del resto de noches, los míos propios, eran la materia perfecta para mi obra. La musa que me cazó el diablo no inspiraba con su belleza las almas sensibles, era fea y desdentada, contaba historias de vieja amargada y resentida y, sobre todo, era humana, muy humana.
Sabía que el poder de su inspiración resonaría fuerte en la gente, sabía que mi obra tendría un hueco en cada persona y sería un éxito sin precedentes. Pura adicción a las emociones negras.
Aquella chica dejó caer su rostro derrotado sobre el suelo mientras su violador seguía de rodillas tras ella, arremetiéndola desesperado y emitiendo gruñidos de cerdo a medio comer. Al final terminó y la abandonó inerte sobre el pavimento, desangrándose desmayada. Me acerqué con sigilo y la observé, cuidadosa y lentamente, con vueltas escrutadoras alrededor, como temiendo despertarla de su inconsciencia. Tomaba notas de todo lo que veía y principalmente de todo lo que sentía y percibía allí. Más allá del olor agrio de aquel rincón y del tipo que se había ido, mi mente se impregnó de lo que se escondía un poco más allá, del desgarro y la violencia presentes como un eco que erizaba el vello de los brazos y la nuca.
Cuando todo estuvo dentro de mí corrí a volcarlo como un torrente en las últimas páginas, iba a llamar a urgencias y eso, pero con lo fugaz que son las cosas geniales tenía que escribir antes de que se me olvidara, así que allí dejé a aquella chica a su suerte, mientras una rata aventurera merodeaba olisqueando la sangre derramada.
Un día miré y ya no pude apartar la vista. Un día lo mostré a mis lectores y ellos tampoco pudieron, tan horrorizados como pegados a las páginas. Yo no soy un escritor de grandes recursos florales, ni siquiera originales historias, pero descubrí mi talento natural para narrar la maldad y hacerla vibrar en cada uno de los corazones que me leen.
Si es un talento del que estar orgulloso no lo sé, pero riega mi cuenta del banco con una fertilidad asombrosa.
A día de hoy esa ópera prima ha vendido ya por un montón de miles y la acaban de reeditar a petición popular, así que miro con sonrisa satisfecha la cola de gente que espera unos metros más allá para que les firme un ejemplar.
Pongo mi mejor cara y comenzamos el baile. Van pasando y me reconozco en cada uno de ellos, tienen el mismo rostro de mirón de esquina, agazapado en la oscuridad sin perder detalle de cómo sufren los demás. Les doy lo que ansían sentir aunque sea desde un sillón de lectura, veo las bocas y me imagino las comisuras resbalando baba en mis páginas. Sonrío amablemente, dedico cuatro palabras ingeniosas (las mismas a casi todos) devuelvo el libro firmado con un gesto ensañado una hora en el espejo de mi (ahora) enorme baño.
En la fila está la anciana apacible vecina de todos, el hombre trajeado y respetable, el ama de casa y madre devota...
De repente alzo la vista y la siguiente en la cola con mi libro entre las manos es una muchacha muy joven, con su belleza adolescente lacerada por una cicatriz que le cruza la cara y un ojo tuerto, que asoma enteramente blanco por detrás de un párpado deformado. Encojo el ceño, por un poco de asco y porque tú me suenas, pienso. Resoplo, claro que me suena y abro bien los ojos. Tú, tú eres la chica del callejón, grito por dentro mientras por fuera me atengo a mi cara de profesional. Noto a mi corazón como un caballo desbocado y me preparo porque veo que el libro va a salir hacia mi cara como una piedra y esto se va a poner muy feo.
Entonces me alarga el ejemplar y e intenta sonreír a medias con una boca cicatrizada y torcida, dentro faltan bastantes dientes.
No me reconoce con su único ojo sano, probablemente ni siquiera recuerde nada de aquella carnicería que le hicieron. El colofón de mi libro quiere que se lo prologue y encima me dice que gracias, que se siente identificada y que espera que sirva para abrir los ojos de la gente sobre lo que sucede. O al menos eso entiendo porque la chica más que hablar sólo puede farfullar un poco.
Más allá el diablo está apoyado hojeando un libro de Harry Potter, me mira y sonríe, diría incluso que me ha guiñado un ojo y luego sigue a lo suyo. Sacudo un poco la cabeza y le pregunto el nombre a mi chica.
Clara se llama.
“Para Clara, mi musa, con todo mi agradecimiento. Eres verdaderamente especial.”