PAÍS RELATO

Autores

henry kuttner

la voz de la langosta

Ladeando el cigarro en un ángulo conveniente, Terencio Lao-t’sé Macduff aplicó un ojo cauteloso al orificio del telón y escrutó la concurrencia.
—Qué brete —murmuró entrecortadamente—. ¿O no? Tengo la inexplicable sensación de que por la columna vertebral se me arrastran lentamente ratones húmedos. Lástima no haber podido persuadir a esa chica de Vega Menor para que hiciera la presentación. En fin. Allá voy.
Irguió la silueta corpulenta mientras el telón se alzaba con lentitud.
—Buenas noches a todos —saludó jovialmente—. Me alegro de ver a tantos ávidos buscadores de conocimiento de todas partes de la Galaxia reunidos esta noche aquí, en el mundo más verde de Aldebarán…
Ruidos sofocados cundieron entre la audiencia, mezclándose con el aroma almizclado de los aldebaranos y los perfumes de muchas otras razas y especies. Pues era Tiempo de Lotería en Aldebarán Tau y la famosa celebración basada en el recuento de las semillas del primer fruto de sphyghi de la estación había atraído, como de costumbre, a adoradores de la fortuna de toda la Galaxia. Incluso había un terráqueo, un pelirrojo desmelenado y ceñudo, sentado en primera fila y mirando agresivamente a Macduff.
Evitando esos ojos perturbadores, Macduff prosiguió con cierto apresuramiento.
—Damas, caballeros y aldebaranos, os ofrezco mi Elixir Rejuvenecedor Hormonal Radioisotópico Multiuso, el invalorable hallazgo que os dará el dorado tesoro de la juventud por una suma que está al alcance de cualquier…
Un proyectil ambiguo silbó junto a la cabeza de Macduff. Su oído entrenado captó palabras en una docena de lenguas interestelares diferentes, y comprendió que ninguna de ellas denotaba aprobación.
—¡El hombre es un cretino! ¡No hay duda alguna! —vociferaba el terráqueo pelirrojo. Macduff, esquivando mecánicamente una fruta demasiado madura, lo miró pensativo.
«Oh, oh», estaba pensando Macduff. «Me pregunto cómo ha descubierto que esos naipes están marcados para luz negra».
Alzó los brazos dramáticamente para pedir silencio, retrocedió un paso y pateó el mecanismo de la puerta trampa. Instantáneamente desapareció. La concurrencia soltó un poderoso aullido de furia frustrada. Macduff oyó los pies trepidar encima mientras se escurría velozmente entre bambalinas viejas.
—Esta noche habrá derramamiento de clorofila —caviló mientras corría—. Ése es el problema de estos aldebaranos. En el fondo siguen siendo vegetales. No tienen sentido ético, sólo tropismos.
Tropezó con una caja medio vacía de progesterona, una hormona necesaria cuando un zopenco, o cliente, descendía de aves o mamíferos.
—No pueden ser las hormonas —reflexionó pateando cajas para abrirse paso—. Tiene que haber sido el radioisótopo. Escribiré una carta terminante a esa firma de Chicago. Unos truhanes, por supuesto. ¡Tres meses, ya lo creo! Caramba, si no hace quince días que vendí la primera botella, y apenas terminaba de pagar los gastos…
Esto era serio. Esta noche había tenido la primera oportunidad de llenarse los bolsillos con las ganancias netas del Elixir Rejuvenecedor Hormonal Radioisotópico Multiuso. Los funcionarios aldebaranos demostraban una codicia que uno normalmente no asociaba con una ascendencia vegetal. ¿Cómo conseguiría el dinero necesario para asegurarse un billete al espacio si la celeridad se hacía aconsejable?
—Problemas, problemas —murmuró Macduff mientras corría por un pasillo, salía por la entrada y con previsión derribaba una pila de cajas para bloquear la puerta. Oyó chillidos de furia a sus espaldas—. Suena como Babel —declaró sin detenerse—. Ése es el inconveniente de los viajes galácticos. Demasiadas razas susceptibles. —Siguiendo un curso planeado previamente dobló sucesivas esquinas mientras farfullaba comentarios marginales, pues Macduff generalmente iba rodeado por un aura de observaciones confidenciales sotto voce, dirigidas a sí mismo y normalmente de naturaleza aprobatoria.
Al rato, comprobando que había puesto una distancia prudente entre él y la justicia, aminoró la marcha, se detuvo ante una desvencijada casa de empeños y pagó unas pocas monedas de su exiguo capital. A cambio le dieron una maleta pequeña y destartalada que contenía todo lo necesario para una despedida urgente. Es decir, todo menos el factor de veras imprescindible: el billete.
Si hubiera previsto la rapacidad y la corrupción de los aldebaranos, quizá habría traído más fondos para gastos. Pero quería que su llegara coincidiera con el gran festival del sphyghi y el tiempo apremiaba. No obstante, se las arreglaría. El capitán Masterson, del Sutter, le debía un favor y el Sutter debía partir a primera hora del día siguiente.
—Quizá pueda llegar a un acuerdo —rumiaba Macduff mientras caminaba—. Veamos. Artículo Uno. Está Ao —era la muchacha de Vega Menor cuyos notables poderes semihipnóticos podían transformarla en un mascarón excelente, dicho en sentido figurado—. Pedir prestado el dinero para el billete no solucionaría el Artículo Uno. Si logro comunicarme con Ao, tendré que tratar con su tutor, el Artículo Dos.
El Artículo Dos representaba a un nativo algoliano llamado Ess Pu. Macduff había hecho lo imposible para mantenerse al tanto del paradero de Ess Pu y así sabía que el algoliano sin duda seguía jugando la misma partida de dados que había iniciado dos días atrás en el molino de sueños Linterna Ultravioleta, no lejos del centro de la ciudad. Su rival probablemente sería todavía el alcalde de la Ciudad de Aldebarán.
—Más aún —reflexionó Macduff—, tanto Ess Pu como Ao tienen billetes para el Sutter. Muy bien. La respuesta es obvia. Todo lo que tengo que hacer es participar en esa partida de dados, ganarme a Ao y los dos billetes y sacudirme de los pies el polvo de este planeta inferior.
Hamacando la maleta con elegancia, se internó por callejones ocultos, consciente de un tumulto distante y creciente, hasta que llegó a la puerta del molino de sueños Linterna Ultravioleta, una arcada baja y ancha cerrada con cortinas de cuero. En el umbral se detuvo para mirar atrás, asombrado por el disturbio que se había desatado.
Inmersos sentimientos de culpa, más su natural vanidad, le hicieron preguntarse si él mismo no sería la causa de ese escándalo. Sin embargo, como sólo una vez se había granjeado la hostilidad de los habitantes de un planeta entero, llegó a la vaga conclusión de que habría estallado un incendio.
Así que apartó las cortinas y entró en la Linterna Ultravioleta, mirando atentamente para cerciorarse de que no estaba Angus Ramsay. Como el lector adivinará, Ramsay era el caballero pelirrojo al que oímos por última vez cuando difamaba a Macduff en el teatro.
—Y fue él, al fin y al cabo, quien insistió en comprar una botella del Elixir —murmuró Macduff—. Bien, aquí no está. Pero Ess Pu sí está. Le he dado todas las oportunidades de venderme a Ao. Ahora, que sufra las consecuencias.
Alzando los hombros angostos (pues no se puede negar que la figura de Macduff recordaba un poco la de una botella) se abrió paso entre los parroquianos hasta el fondo del salón, donde Ess Pu estaba inclinado ante el tapete verde con su compañero, el alcalde de la ciudad.
Al observador no cosmopolita le habría parecido que una langosta de mar jugaba a los dados psicoquinéticos con un hombre-planta local. Pero Macduff era un cosmopolita en el sentido literal de la palabra. Y desde su primer encuentro con Ess Pu, una semana atrás, había reconocido en él un oponente digno y formidable.
Todos los algolianos son peligrosos. Son célebres por sus riñas, su irritabilidad y su escala invertida de tonos afectivos.
—Es extraordinario —musitó Macduff, mirando pensativamente a Ess Pu—. Sólo se sienten bien cuando odian a alguno. Las sensaciones de dolor y placer están invertidas. Para los algolianos el furor, el odio y la crueldad favorecen la supervivencia. Un estado de cosas lamentable.
Ess Pu estampó un codo escamoso en la mesa y agitó el cubilete en la cara del atemorizado rival. Como todo el mundo está familiarizado con los hombre-planta de Aldebarán gracias a sus populares videofilms, es innecesario describir al alcalde.
Macduff se sentó en una silla cercana y abrió la maleta sobre el regazo, rebuscando entre los diversos objetos que contenía, entre ellos un mazo de cartas de tarot, algunas baratijas de plutonio sin ningún valor y varias botellas de muestra con hormonas e isótopos.
También había una pequeña cápsula de polvo letiano, esa droga desagradable que afecta al mecanismo de retroalimentación psicoquinética. Así como una lesión en el cerebelo dificulta las determinaciones, el polvo letiano dificulta la psicoquinesis. Macduff juzgó que podría serle provechosa. Con esto en mente, observó la partida.
El algoliano paseaba los ojos sobre la mesa. Las membranas rugosas de alrededor de la boca se le ponían de un azul pálido. Los dados giraban locamente. Cayeron: siete. Las membranas de Ess Pu se pusieron verdes. Uno de los dados tembló, vaciló, rodó. El algoliano cerró las pinzas con satisfacción, el alcalde se retorció las manos y Macduff, soltando gritos de admiración, se agachó para palmear el hombro combado de Ess Pu mientras vaciaba diestramente la cápsula abierta en la bebida del algoliano.
—Muchacho —dijo Macduff, extasiado—, he viajado de un extremo a otro de la galaxia y nunca antes…
—¡Tchah! —dijo hurañamente Ess Pu, apoderándose de las ganancias. Añadió que no le vendería a Ao, aunque pudiera—. ¡Así que fuera de aquí! —terminó, chasqueando desdeñosamente una pinza en la cara de Macduff.
—¿Por qué no puedes vender a Ao? —preguntó Macduff—. Aunque vender, desde luego, no es el verbo apropiado. Lo que quiero decir…
Entendió que el algoliano le decía que ahora Ao pertenecía al alcalde. Macduff volvió los ojos sorprendidos hacia este personaje, que evadió la mirada furtivamente.
—No reconocí a su señoría —dijo—. Tantas especies no humanoides son difíciles de diferenciar. ¿Pero dices que se la has vendido al alcalde, Ess Pu? Según lo que recuerdo, el Control de Vega Menor sólo entrega sus súbditos a tutores adecuados…
—Lo que se ha transferido es la tutoría —se apresuró a decir el alcalde, al verse en un aprieto.
—Lárgate —rezongó Ess Pu—. Ao no te serviría de nada a ti. Ella es un objet d’art.
—Tu francés es excelente para una langosta —dijo Macduff con tacto y delicadeza—. En cuanto a los servicios de esa adorable criatura, mis investigaciones científicas pronto incluirán el pronóstico de reacciones temperamentales en grupos grandes. Como todos sabemos, los veganos menores tienen la curiosa habilidad de embriagar a la gente. Con una muchacha como Ao en el escenario, podría estar perfectamente seguro de mi audiencia…
Una videopantalla se encendió con un berrido violento. Todos se volvieron hacia ella. Las pantallas suplementarias infrarrojas y ultravioletas con visiones especializadas, para uso de clientes, zumbaron al reproducir extra-visión el rostro de ojos saltones de un anunciador.
—… la Organización Pro-Pureza de los Ciudadanos acaba de convocar a una reunión masiva…
El alcalde trató de levantarse, con aire atemorizado, y luego se arrepintió. Parecía tener algún peso de conciencia.
Ess Pu, sin rodeos, le decía a Macduff que se fuera, para lo cual a veces ampliaba su sugerencia con palabras insultantes.
—Bah —dijo audazmente Macduff, sabedor de su mayor agilidad sobre el algoliano—. Muérete.
Las membranas vocales de Ess Pu se pusieron escarlata. Antes que pudiera hablar, Macduff se apresuró a ofrecerle la compra del billete de Ao, una oferta que no se proponía hacer ni estaba en condiciones de cumplir.
—¡No tengo el billete de Ao! —rugió Ess Pu—. ¡Todavía lo tiene ella! Ahora lárgate antes que… —se atragantó de furia, tosió y bebió un trago. Ignorando a Macduff arrojó un seis y empujó una pila de fichas al centro de la mesa. El alcalde, nervioso y reticente, miró la videopantalla y cubrió la apuesta. En ese momento un chillido estremeció las pantallas…
—… turbas marchando sobre la Administración. El populacho indignado exige la deposición de los actuales funcionarios, por corrupción. Este caldero político llegó ayer a su punto de ebullición con la presencia de un presunto estafador llamado Macduff…
El alcalde de Aldebarán se incorporó de un salto y trató de correr. Ess Pu le sujetó el faldón de la chaqueta con una pinza. La pantalla siguió berreando. Proporcionaba una descripción demasiado precisa el estafador del Elixir Radioisotópico, y sólo la espesa humareda salvó a Macduff de ser reconocido inmediatamente. Titubeó, pues la razón le decía que algo interesante sucedería en la mesa de juego, mientras el instinto le apremiaba a huir.
—¡Tengo que llegar a casa! —gimió el alcalde—. Asuntos vitales…
—¿Apuestas a Ao? —preguntó el crustáceo, blandiendo significativamente las pinzas—. Sí, ¿verdad? ¿Eh? ¡Dígalo, pues!
—Sí —gritó el aturdido alcalde—. Oh, sí, sí, sí. ¡Cualquier cosa!
—Mi jugada es seis —dijo Ess Pu, agitando el cubilete. Las membranas se le motearon extrañamente. Batía imperturbablemente los pedúnculos oculares. Macduff, recordando el polvo letiano, decidió escabullirse.
El algoliano soltó un chillido de furia y asombro cuando los dados desobedientes sumaron siete. Se atenaceó la garganta, levantó la copa y la examinó con suspicacia. El truco estaba descubierto.
Rugidos de furia reverberaron de una pared a otra del molino de sueños mientras Macduff se escurría entre las cortinas y corría calle abajo en la oscuridad fresca y almizclada de la noche aldebarana.
—No obstante, sigo necesitando el billete —reflexionó—. También necesito a Ao, si es posible. Obviamente, esto me lleva al palacio del alcalde. Siempre que no me despedacen antes —añadió, doblando por otro callejón para eludir a las turbas con antorchas que estaban invadiendo todos los rincones de la ciudad—. Qué ridículo. En momentos como éste agradezco pertenecer a una raza civilizada. No hay sol como el Sol —sintetizó mientras se arrastraba rápidamente bajo una alambrada cuando la turba irrumpía en el callejón.
Tras salir al otro lado y trotar por un sendero, llegó a la puerta trasera de un lujoso palacio de pórfido rosado con tallas de ébano. Golpeó resueltamente el llamador. Hubo un ruido suave y rechinante. Fijó una mirada perentoria en ese Judas que era el espejo unidireccional de la puerta.
—Mensaje del alcalde —anunció de viva voz—. Está en un problema. Me manda para que le lleve inmediatamente a esa muchacha de Vega. Es asunto de vida o muerte. ¡Rápido!
Detrás de la puerta sonó un gemido. Se oyó que unos pies se alejaban. Un momento después la puerta se abrió y apareció el alcalde en persona.
—¡Aquí la tiene! Es suya —gritó el exasperado funcionario—. Llévesela. No la había visto nunca antes. Nunca había visto a Ess Pu. Tampoco a usted. Nunca he visto a nadie. ¡Oh, estos disturbios reformistas! ¡Una sola prueba incriminatoria y estoy perdido! ¡Perdido!
—Confíe en mí —le dijo al infeliz vegetal mientras recibía en los brazos una criatura esbelta y adorable—. Mañana al alba ella partirá de Aldebarán Tau en el Sutter. Más aún, la llevaré a bordo de inmediato.
—Sí, sí, sí —dijo el alcalde, tratando de cerrar la puerta. Macduff la atascó con el pie.
—¿Ella tiene el billete?
—¿Billete? ¿Qué billete? Oh, ése. Sí. En al pulsera. ¡Oh, ahí vienen! ¡Lárguese!
El aterrado alcalde cerró la puerta. Macduff tomó la mano de Ao y se escabulleron entre los arbustos de un parque. Poco después los tortuosos laberintos de la Ciudad de Aldebarán los engulleron a ambos.
En el primer portal conveniente, Macduff se detuvo para mirar a Ao. Valía la pena mirarla. Ella se quedó en el portal sin pensar en nada. No tenía nada en qué pensar. Era demasiado hermosa.
Nadie ha logrado aún describir a los seres de Vega Menor. Probablemente nadie lo logre nunca. Las calculadoras electrónicas se descomponían, y las unidades de memoria mercurial se arruinaron cuando trataron de analizar la elusiva cualidad que derrite a los hombres. Como todos los de su raza, sin embargo, Ao no era muy brillante. Macduff la contemplaba con una codicia puramente platónica.
Pues era la atracción perfecta. Probablemente los cerebros de los veganos menores irradien alguna emanación sutil que actúa hipnóticamente. Macduff sabía que con Ao en el escenario sin duda habría dominado a su feroz audiencia una hora atrás, e impedido el tumulto. Hasta el corazón salvaje de Angus Ramsay se habría aplacado, quizás, ante la presencia mágica de Ao.
Curiosamente, las relaciones masculinas con Ao eran enteramente platónicas, con la natural excepción de las criaturas masculinas e Vega Menor. Fuera de esa especie lenta de entendederas, sin embargo, todos se conformaban con mirar a Ao. Y la visión realmente no era la clave del efecto, pues los criterios de belleza suelen limitarse a la propia especie, y casi todos los organismos vivientes reaccionan de esa manera ante el sutil hechizo de los veganos menores.
—Aquí hay algo turbio, querida —dijo Macduff cuando reanudaron la marcha—. ¿Por qué el alcalde estaba tan ansioso de librarse de ti? Pero es inútil preguntártelo, desde luego. Mejor abordemos el Sutter. Sin duda convenceré al capitán Masterson de que me fíe el precio de otro billete. Si lo hubiera pensado, le habría pedido al alcalde un pequeño préstamo… O uno grande —añadió, recordando la evidente culposidad del funcionario—. No he estado muy brillante.
Ao parecía flotar delicadamente sobre un charco de barro. Ella consideraba cosas más elevadas y dignas.
Ya estaban cerca del puerto espacial, y por lo que vieron y oyeron a lo lejos, Macduff llegó a la conclusión de que la turba había incendiado el palacio del pórfido alcalde.
—Sin embargo es apenas un vegetal —se dijo Macduff—. No obstante, mi tierno corazón no puede menos que… ¡Santo cielo!
Se interrumpió, azorado. Adelante se extendía la pista brumosa del puerto espacial. El Sutter, un ovoide abultado, resplandecía luminosamente. Se oyó el murmullo distante de un trueno sordo, la nave calentando los motores. Una inquieta multitud de pasajeros hormigueaba alrededor de la planchada.
—Bendita sea mi alma, están por despegar —dijo Macduff—. ¡Qué desconsideración! Sin siquiera avisar a los pasajeros… O tal vez hayan dado algún mensaje por vídeo. Sí, supongo que sí. Pero esto puede dificultar las cosas. El capitán Masterson estará en la sala de control con un cartel de «NO MOLESTAR» en la puerta. Los despegues son complicados. ¿Cómo diablos abordar la nave con un solo billete?
Los motores ronroneaban hoscamente. Resplandores brumosos cruzaban las franjas oscuras e iluminadas de la pista como fantasmas. Macduff echó a correr con Ao a la rastra.
—Tengo una idea —murmuró—. El primer paso es meterse en la nave. Después, naturalmente, se pasará revista a los pasajeros, pero el capitán Masterson… hm-m.
Estudió al comisario de a bordo, que controlaba los billetes en el extremo de la planchada, cotejando los nombres en la lista. Aunque los pasajeros parecían nerviosos conservaban el orden, tranquilizados por la voz calma de un oficial que estaba después del comisario.
Macduff irrumpió en esta escena a todo correr, arrastrando a Ao y gritando a voz en cuello.
—¡Ahí vienen! —aulló, internándose en la multitud y volteando a un robusto saturniano—. ¡Una nueva rebelión de los boxers! Cualquiera diría que han aterrizado los xerianos. Todos corretean gritando: «Aldebarán Tau para los aldebaranos».
Remolcando a Ao y blandiendo frenéticamente la maleta, Macduff irrumpió en el centro de un grupo y lo disolvió. Atravesó instantáneamente la fila de la planchada y retrocedió, con chillidos furibundos.
En la escotilla de la nave, el oficial trataba en vano de hacerse oír. Al parecer todavía se apegaba estólidamente al discurso original, que se relacionaba con el hecho de que el capitán había sido herido pero no había motivos para alarmarse…
—¡Demasiado tarde! —aulló Macduff, lanzándose al centro de un creciente núcleo de pánico—. ¿Oís lo que gritan? «¡Matad a los diablos extranjeros!». Escuchad a esos salvajes sedientos de sangre. Demasiado tarde, demasiado tarde —añadió a voz en cuello, arrastrando a Ao entre la multitud—. ¡Cerrad las puestas! ¡Preparad los cañones! ¡Ahí vienen!
Toda noción de orden ya se había perdido. Los pasajeros se habían reducido a una auténtica brigada ligera de especies diferentes, y Macduff, aferrando a Ao y la maleta, los guió por la planchada, entrando en la nave por encima de los cuerpos tumbados del oficial y el comisario. Una vez dentro se apresuró a juntar sus pertenencias y buscó un escondrijo. Bajó por un pasadizo, dobló a un lado y otro, y finalmente se detuvo. Estaban solos, él y Ao, en un vasto corredor. A lo lejos se oían maldiciones airadas.
—Algo útil, la confusión —murmuró Macduff—. El único modo de subir a bordo. ¿Qué decía ese idiota sobre las heridas del capitán? Nada serio, espero. Tengo que pedirle un préstamo. Aquí está tu camarote, querida. Ah, sí. Camarote R, eso es. Mejor que nos ocultemos hasta salir al espacio. ¿Oyes esa sirena? Eso significa que despegamos, lo cual es útil pues demora la revista de pasajeros. ¡Redes espaciales, Ao!
Abrió la puerta del camarote R y empujó a Ao hacia una telaraña de malla de alambre que colgaba como una hamaca.
—Métete allí y quédate hasta que yo vuelva —ordenó—. Tengo que encontrar otra hamaca de amortiguación.
La delicada red atrajo a Ao como las rompientes atraen a las sirenas. Instantáneamente se hundió en ella, la cara angélica mirando soñadoramente desde el capullo de colores suaves. Miraba más allá de Macduff, sin pensar en nada.
—Muy bien —se dijo Macduff; salió, cerró la puerta y cruzó hasta el camarote X, que afortunadamente estaba sin llave y vacío, con una red preparada—. Ahora…
—¡Tú! —dijo una voz demasiado familiar.
Macduff se volvió rápidamente en el umbral. Enfrente, mirándole desde la puerta contigua a la de Ao, estaba el malhumorado crustáceo.
—Qué sorpresa —dijo cordialmente Macduff—. Mi viejo amigo Ess Pu. Justo mi algoliano…
No le dejó terminar. Con un berrido en el que se entendían vagamente las palabras «polvo letiano», Ess Pu se abalanzó con ojos centelleantes. Macduff se apresuró a cerrar la puerta y meterle llave. Se oyó un ruido y luego alguien se puso a raspar frenéticamente el panel.
—Ultrajante violación de la intimidad de un hombre —murmuró Macduff.
Los ruidos en la puerta se intensificaron. Fueron ahogados por el aviso ultrasónico, sónico y resonante de un despegue inmediato.
El golpeteo cesó. El chasquido de las pinzas se alejó en el pasillo. Macduff se zambulló en la red. Envolviéndose en el suave capullo deseó ansiosamente que el torpe algoliano no llegara a tiempo a su hamaca y la aceleración le rompiera todos los huesos de alrededor del cuerpo. Luego los reactores arrancaron, el Sutter se elevó del suelo turbulento de Aldebarán Tau, y Macduff se encontró realmente en apuros.
Quizá ya sea momento de tratar con cierto detalle un asunto en el que Macduff estaba involucrado, aunque sin saberlo. Ha habido crípticas alusiones a elementos aparentemente desligados como las semillas de sphyghi y los xerianos.
En las perfumerías más lujosas, en los mundos más sofisticados, se pueden ver redomas diminutas con onzas de un fluido color paja que lleva la famosa etiqueta de «Sphyghi Número ∞». Este perfume de los perfumes, que lleva el mismo precio, ya se venda en un simple frasco de vidrio o en un recipiente de platino con gemas incrustadas, es tan costoso que Casandra, Alegría de Patou y Melée Marciana parecen baratos en comparación.
El sphyghi es originario de Aldebarán Tau. Las semillas han sido custodiadas tan celosamente que ni siquiera el mayor rival comercial de Aldebarán, Xeria, ha logrado nunca apoderarse de una sola semilla por ningún medio, aun honesto.
Durante mucho tiempo se supo que los xerianos habrían dado las almas, o el alma colectiva, a cambio de una semilla. A causa de la semejanza de los xerianos con las termitas, siempre se ha dudado de si los individuos xerianos poseen una mente propia y actúan por libre albedrío, o si todos son regidos por un cerebro central común y el determinismo.
El problema de los sphyghi es que el ciclo de crecimiento tiene que ser continuo. Después que el fruto es arrancado de la planta, las semillas se vuelven estériles en treinta horas.
Un buen despegue, pensó Macduff al bajarse de la hamaca. Sería demasiado esperar que Ess Pu haya sufrido al menos una fractura simple en el caparazón, supuso.
Abrió la puerta, esperó que la de enfrente también se abriera para mostrarle la mole vigilante del algoliano y brincó dentro del camarote con la agilidad de una gacela asustada.
—Atrapado como una rata —murmuró, dando vueltas por la cabina—. ¿Dónde está ese intercom? ¡Lamentable! Ah, aquí está. Comuníqueme de inmediato con el capitán. Mi nombre es Macduff, Terencio Lao-t’sé Macduff. ¿Capitán Masterson? Permítame felicitarle por el despegue. Magnífico trabajo. Supe que usted ha sufrido un accidente, aunque confío en que no haya sido serio.
El intercom jadeó roncamente, respiró y dijo:
—Macduff.
—¿Una lesión en la garganta? —aventuró Macduff—. Pero yendo al grano, capitán: lleva usted un maniático homicida a bordo del Sutter. Esa langosta algoliana se ha vuelto loca de remate y acecha ante la puerta de mi camarote, el X, lista para matarme si yo salgo. Haga el favor de enviarme unos guardias armados.
El intercom emitió sonidos ambiguos que Macduff juzgó de asentimiento.
—Gracias, capitán —dijo alegremente—. Queda sólo un pequeño problema. He tenido que abordar el Sutter a último momento, estimando innecesario adquirir el billete. El tiempo apremiaba. Además, he tomado bajo mi protección a una muchacha vegana menor para salvarla de las cobardes maquinaciones de Ess Pu, y quizá sea aconsejable evitar que esa langosta se entere de que la muchacha está en el camarote R —inhaló profundamente y se recostó confidencialmente contra el intercom—. Han sucedido hechos terribles, capitán Masterson… Una turba sedienta de sangre me persiguió, Ess Pu trató de estafarme en una partida de dados, he recibido amenazas violentas de Angus Ramsay…
—¿Ramsay?
—Tal vez usted le conozca por ese nombre, aunque probablemente es un alias. El hombre fue deshonrosamente exonerado por el Servicio Espacial por contrabandear opio, creo…
Estaban golpeando la puerta. Macduff calló para escuchar.
—Qué rapidez, capitán. ¿Ésos son sus guardias?
Hubo un gruñido afirmativo y un clic.
—Au revoir —dijo alegremente Macduff, y abrió la puerta. Afuera había dos tripulantes uniformados, esperando. Enfrente la puerta de Ess Pu estaba entornada y el algoliano estaba allí, respirando pesadamente.
—¿Estáis armados? Preparaos para un posible ataque traicionero de ese crustáceo asesino que tenéis detrás…
—Camarote X —dijo uno de los hombres—. ¿Su nombre es Macduff? El capitán quiere verle.
—Naturalmente —dijo Macduff, sacando un cigarro y saliendo airosamente al pasillo, aunque cerciorándose de que uno de los tripulantes se interpusiera entre él y Ess Pu.
Cortando desdeñosamente la punta del cigarro, se paró en seco, agitando las fosas nasales.
—Vamos —dijo uno de los hombres.
Macduff no se movió. A espaldas del algoliano una fragancia tenue flotaba como un murmullo del paraíso.
Macduff terminó pronto de encender el cigarro. Soltando gruesas bocanadas de humo, se apresuró a tomar la delantera en el pasillo.
—Adelante, señores —dijo a los tripulantes—. A ver al capitán. Hay asuntos muy urgentes.
—Qué bien —dijo un tripulante, deslizándose delante de él mientras el otro se le ponía detrás. Macduff dejó que le escoltaran a la sala de oficiales, donde se vio reflejado en un mamparo lustroso, y soltó una bocanada aprobatoria.
—Imponente —murmuró—. No soy un gigante, desde luego. Pero sin duda soy imponente a mi manera. Esa ligera redondez en la cintura sólo indica que vivo sin privaciones. ¡Ah, capitán Masterson! Muy bien, guardias, podéis dejarnos solos. Eso es. Cerrad la puerta al salir. Bien, capitán…
El hombre detrás del escritorio levantó los ojos lentamente. Como todos los lectores habrán podido advertir, salvo los más estúpidos, era Angus Ramsay.
—¿Conque contrabando de opio? —dijo Angus Ramsay, mostrándole los dientes al aterrado Macduff—. ¿Conque exonerado deshonrosamente? Rufián mentiroso, ¿qué haré contigo?
—¡Motín! —exclamó Macduff—. ¿Qué ha hecho usted? ¿Amotinar a la tripulación y apoderarse del Sutter? Le advierto, este crimen no quedará impune. ¿Dónde está el capitán Masterson?
—El capitán Masterson —dijo Ramsay reprimiendo la ira con un violento esfuerzo que le deformó la voz— está en un hospital de Aldebarán Tau. Al parecer, el pobre hombre se cruzó con una de esas turbas salvajes. El resultado es que yo soy el capitán del Sutter. No me ofrezcas cigarros, maldito canalla. Sólo me interesa una cosa: no tienes billete.
—Sin duda usted me ha comprendido mal —dijo Macduff—. Claro que tenía billete. Se lo entregué al subir al comisario de a bordo. Estos intercoms son muy poco confiables…
—Igual que tu maldito Elixir de la Inmortalidad —replicó el capitán Ramsay—. Igual que ciertas partidas de póker, especialmente cuando los naipes están marcados para ser leídos con luz negra. —Cerró significativamente las manazas.
—No se atreva a tocarme —protestó tímidamente Macduff—. Tengo los derechos de un ciudadano.
—Oh, sí —convino Ramsay—. Pero no los derechos de un pasajero de esta nave. Por lo tanto, pequeño villano, llegarás hasta el próximo puerto, Xeria, y allí te patearé fuera del Sutter con equipaje y todo.
—Compraré un billete —ofreció Macduff—. En este momento estoy en una situación difícil, y…
—Si te pesco en compañía de otros pasajeros o participando en juegos de azar, te meto entre rejas —dijo con firmeza el capitán Ramsay—. ¡Luz negra, vaya! ¿Contrabando de opio, no? ¡Ajá!
Macduff exigió ser juzgado por sus pares, y Ramsay se echó a reír burlonamente.
—Si te hubiera agarrado en Aldebarán Tau —dijo—, me habría complacido muchísimo patear tu fofo cadáver por medio planeta. Ahora me complacerá mucho más saber que trabajas duro por la Cuadrilla Radiactiva. A bordo de esta nave serás honesto aunque revientes. Y si tienes en mente a esa muchacha vegana ya me cercioraré de todos los detalles y no podrás birlarle el billete de ningún modo.
—¡No puedes separar así a un tutor y su protegida! ¡Es inhumanoide! —gritó Macduff.
—Largo de aquí —rugió Ramsay, levantándose—. A trabajar, tal vez por primera vez en tu vida parásita.
—Espere —dijo Macduff—. Si no me escucha se arrepentirá. A bordo de esta nave se está cometiendo un delito.
—Sí —dijo Ramsay—. Y lo estás cometiendo tú, polizón. ¡Largo! —Habló por un intercom, la puerta se abrió y dos tripulantes se plantaron en la entrada.
—¡No, no! —chilló Macduff, viendo que el aterrador abismo del trabajo pesado se abría inexorablemente ante él—. ¡Se trata de Ess Pu! ¡El algoliano! Él…
—Si lo has estafado a él como me estafaste a mí… —empezó el capitán Ramsay.
—¡Es un contrabandista! —chillaba Macduff, forcejeando entre los brazos de los tripulantes que se lo llevaban a la rastra—. ¡Ha robado sphyghi de Aldebarán Tau! ¡Le aseguro que lo he olido! ¡Lleva contrabando, capitán!
—Un momento —ordenó el capitán—. Soltadlo. ¿Es esto un truco?
—Lo he olido —insistió Macduff—. Usted sabe cómo huele el sphyghi. Es inconfundible. Debe tener plantas en el camarote.
—¿Las plantas? —reflexionó Ramsay—. Quién sabe. Bien, muchachos. Traed a Ess Pu a mi camarote. —Se desplomó de nuevo en la silla mientras estudiaba a Macduff, que se frotaba angustiosamente las manos.
—No diga más, capitán. No necesita disculparse por su erróneo sentido del deber. Tras delatar a ese canalla algoliano, lo presionaré poco a poco hasta que confiese todo. Naturalmente será encarcelado, con lo cual el camarote quedará vacío. Confío en que usted, con su sentido de la justicia…
—Basta —dijo el capitán Ramsay—. Cállate la boca. —Clavó los ojos en la puerta, que al rato se abrió para dejar entrar a Ess Pu.
El algoliano avanzó torpemente hasta que de pronto vio a Macduff. De inmediato las membranas de la boca le cambiaron de color. Alzó amenazadoramente una pinza.
—¡Calma, hombre! ¡Calma! —advirtió Ramsay.
—Por cierto —lo secundó Macduff—. Recuerda dónde estás, Ess Pu. Lo sabemos todo. Los embustes no te llevarán a ninguna parte. Paso a paso el capitán Ramsay y yo hemos descubierto tu complot. Estás a sueldo de los xerianos. Como espía contratado. Y has robado semillas de sphyghi de Aldebarán Tau y esas semillas están ahora en tu camarote, acusándote en silencio.
Ramsay miró pensativamente al algoliano.
—¿Bien? —preguntó.
—Espere —dijo Macduff—. Cuando Ess Pu comprenda que todo se ha descubierto, verá que el silencio es inútil. Permítame continuar —como obviamente era imposible frenar a Macduff, el capitán Ramsay soltó un gruñido y recogió el Manual de Reglamentos del escritorio. Se puso a estudiar dubitativamente el grueso volumen. Ess Pu arqueó las pinzas—. Un plan endeble desde el comienzo —continuó Macduff—. Aun a mí, un mero visitante de Aldebarán Tau, se me ha revelado de inmediato la corrupción urdida. ¿Es necesario buscar muy lejos la respuesta? Creo que no. Pues ahora mismo vamos directamente encaminados a Xeria, un mundo que durante años ha intentado frenéticamente y por todos los medios destruir el monopolio de sphyghi. Muy bien —encañonó al algoliano con un cigarro acusador—. Con dinero xeriano, Ess Pu, tú has venido a Aldebarán Tau, sobornaste a los funcionarios más altos, te adueñaste de algunas semillas de sphyghi y eludiste el registro aduanero. Le tapaste la boca al alcalde sobornándolo con Ao. No hace falta que respondas todavía —se apresuró a añadir Macduff, que no tenía intenciones de malograr su triunfo.
Ess Pu emitió un gorgoteo gutural.
—Polvo letiano —dijo, recordando algo—. ¡Ahj! —De pronto se movió hacia adelante.
Macduff se apresuró a esconderse detrás de Ramsay.
—Llame a sus hombres —sugirió—. Se está descontrolando. Desármelo.
—No podemos desarmar a un algoliano sin desmembrarlo —dijo distraídamente el capitán Ramsay, levantando la vista del Manual de Reglamentos—. Ah… Ess Pu, supongo que usted no negará los cargos.
—¿Cómo podría negarlos? —preguntó Macduff—. El muy tonto plantó las semillas en el camarote sin siquiera echar un neutralizador de olores. No merece piedad, el idiota…
—¿Bien? —preguntó Ramsay, con un tono curiosamente dubitativo.
Ess Pu sacudió los hombros angostos, aplastó enfáticamente la cola contra el suelo y abrió las pinzas en lo que tal vez equivalía a una sonrisa.
¿Sphyghi? —preguntó—. Claro. ¿Y con eso…?
—Condenado por sus propios labios —sentenció Macduff—. No hace falta hablar más. Encarcélelo, capitán. Compartiremos la recompensa, si hay alguna.
—No —dijo el capitán Ramsay, guardando resueltamente el Manual—. Acabas de meter la pata otra vez, Macduff. Sin duda no eres experto en derecho interestelar. Ahora estamos más allá de la jurisdicción de Aldebarán Tau, según la cháchara de los leguleyos. Pero el sentido es claro. Evitar el contrabando de ese sphyghi era asunto de los aldebaranos, y si ellos han fracasado, no me corresponde a mí entrometerme ahora. De hecho, no puedo. Va contra los Reglamentos.
—Así es —dijo complacido Ess Pu.
—¿Condona usted el contrabando, capitán Ramsay? —jadeó Macduff.
—Estoy cubierto —dijo el algoliano, gesticulando groseramente ante Macduff.
—Sí —dijo Ramsay—, tiene razón. El Reglamento lo pone bien claro. En lo que a mí respecta, da lo mismo que Ess Pu tenga en el camarote sphyghi o narcisos… O un buen guiso escocés —añadió pensativamente.
Ess Pu roncó y se volvió hacia la puerta. Macduff apoyó una mano implorante en el brazo del capitán.
—Pero él me ha amenazado. Mi vida no está segura con ese algoliano cerca. Mírele las pinzas.
—Sí —dijo Ramsay de mala gana—. ¿Conoce el castigo por asesinato, Ess Pu? Muy bien. Le ordeno no asesinar a este delincuente, aunque sin duda se lo merezca. Debo atenerme al Reglamento, así que no quiero pescarlo atacando a Macduff cerca de mí ni de ningún otro oficial. ¿Entiende?
Ess Pu pareció entender. Rió roncamente, amenazó a Macduff con la pinza y se marchó, contoneándose pesadamente. Delante de la entrada estaban los dos tripulantes.
—Oíd —ordenó el capitán Ramsay—. Tengo un trabajo para vosotros. Llevad a este polizón a la Cuadrilla Radiactiva y entregadlo al jefe.
—¡No, no! —chilló Macduff, retrocediendo—. ¡No os atreváis a tocarme! ¡Soltadme! ¡Ultraje! ¡No bajaré por esa rampa! ¡Soltadme! Capitán Ramsay, exijo… ¡Capitán Ramsay!
Los días habían transcurrido, arbitrariamente, desde luego, a bordo del Sutter.
Ao yacía acurrucada en la hamaca, sumida en reflexiones vagas y mirando al vacío. En lo alto de la pared se oyó un bufido, un forcejeo y un gruñido. Tras la rejilla del conducto de ventilación apareció la cara de Macduff.
—Ah, mi pequeña amiga —dijo amablemente—. Allí estás. Ahora me obligan a arrastrarme por los tubos de ventilación de la nave como un fagocito. Fijo, como todos los demás —observó, tanteando el enrejado con cautela—. Sin embargo, presumo que te tratan bien, querida mía.
Miró codiciosamente la bandeja del desayuno, que yacía tapada en una mesa. Ao reparó en él con su aire soñador.
—Acabo de enviar un cable —anunció Macduff desde la pared—. He vendido algunas reliquias que traía casualmente conmigo, y así pude juntar dinero suficiente para enviar un cable como periodista. Por fortuna todavía conservo mi tarjeta de periodista.
La vasta colección de credenciales de Macduff bien podía incluir un carnet de la Sociedad del Caldero de los Duendes, por citar el ejemplo menos probable.
—Además, acabo de correr un gran riesgo, querida mía. Un gran riesgo… Hoy en el salón principal serán anunciadas las condiciones de la rifa de a bordo; una lotería, como tú sabrás. Debo estar presente, aun a riesgo de ser encarcelado por el capitán Ramsay y maltratado por Ess Pu. No será fácil. Puedo decir que he sufrido todas las indignaciones imaginables, querida mía, salvo tal vez… ¡Ultrajante! —añadió cuando sintió un tirón de la cuerda que tenía atada en el tobillo, que lo arrastró hacia arriba por el conducto.
Sus gritos distantes se debilitaron. Anunció con voz cada vez más apagada que tenía en el bolsillo un frasco de ácido 2,4,5-triclorofenoxiacético y que la ruptura del vidrio atentaría contra la seguridad. Con esas palabras se hundió en la inaudibilidad. Como Ao en realidad no había notado su presencia, ni se inmutó.
—Ah, bien —filosofó Macduff mientras corría por un pasillo seguido a poca distancia por la puntera amenazante del Inspector Atmosférico—. La justicia es ciega. Así me agradecen trabajar más de la cuenta. Pero ahora mi horario ha terminado y quedo en libertad para ejecutar mis planes.
Cinco minutos después, tras eludir al inspector y alisarse las ropas algo desaliñadas, enfiló con entusiasmo hacia el salón.
—Tengo un punto a favor —reflexionó—. Aparentemente Ess Pu no sabe que Ao está a bordo. La última vez que me persiguió comentó amargamente que por mi culpa había tenido que dejarla en Aldebarán Tau. Lamentablemente, se podría afirmar que ése es el único punto a mi favor. Ahora debo mezclarme con los pasajeros en el salón principal, y pasar inadvertido para Ess Pu, el capitán Ramsay y los demás oficiales. Ojalá fuera ceriano… En fin.
Mientras Macduff avanzaba sigilosamente hacia el salón, evocaba con gran nitidez su reciente paso de la riqueza a la pobreza. Su meteórico descenso a trabajos cada vez peores había sido poco menos que fenomenal.
—¿Pondrías a un cinemátomo a cavar fosas? —había preguntado—. ¿Pesaríais elefantes en un torquímetro?
Le decían: ¡basta de cháchara y a tomar la pala! Instantáneamente se puso a elaborar la aplicación más eficiente de la ley de las palancas. Hubo cierta demora por la ampliación de los decimales para incluir entre los factores la influencia de la baja radiactividad en las ondas alfa cerebrales.
—De lo contrario, podría ocurrir cualquier cosa —explicó con un ademán.
Estalló una detonación.
Luego se solicitó que Macduff fuera trasladado de la Cuadrilla Radiactiva a otra sección. Pero, tal como él se esforzó por explicar, sus referencias no incluían conocimientos específicos sobre compactamiento de desechos para carburante, lubricación de los mecanismos de ajuste hemostático simbiótico instalados para comodidad de los pasajeros ni análisis de los índices de refracción de los termostáticos bimetálicos protegidos por líquidos. Lo demostró empíricamente.
De modo que se solicitó que lo trasladaran a Hidropónica, donde ocurrió el incidente del rastreador de carbono radiactivo. Dijo que no había sido el carbono, sino el gamexano, y que en verdad tampoco había sido el gamexano, sino que él había olvidado suplementar el insecticida con meso-inositol.
Pero cuando diez metros cuadrados de plantas de ruibarbo empezaron a exhalar monóxido de carbono a causa de las bruscas alteraciones en la herencia provocadas por el gamexano, Macduff fue enviado sin demora a las cocinas, donde introdujo una hormona de crecimiento en la sopa con resultados casi catastróficos.
En ese momento era un anónimo integrante del personal de Control Atmosférico, donde hacía las tareas que nadie más quería hacer. Cada vez era más consciente del aroma a sphyghi que impregnaba la nave. Nada podía ocultar esa fragancia inconfundible que se filtraba por ósmosis en las membranas, cosquilleaba en la superficie de las capas moleculares y muy probablemente montaba a caballo de cuantos tambaleantes. Mientras Macduff avanzaba cautelosamente hacia el salón, advirtió que la palabra sphyghi estaba en labios de todos, tal como él había previsto.
Se detuvo prudentemente en el umbral del salón, que corría como un cinturón (o corbata) alrededor de toda la nave, de modo que en ambas direcciones el suelo parecía combarse abruptamente, hasta que uno andaba sobre él. Entonces parecía una jaula de ardilla, y se adaptaba automáticamente a la propia velocidad.
Esto sí era lujo. El alma sibarítica de Macduff suspiró por los tentadores gabinetes de smörgasbord, ti-pali y Gustators. Como un palacio de hielo, un sofisticado bar ambulante traqueteaba lentamente sobre un monorriel. Una orquesta tocaba Días estrellados y noches soleadas, una elección más que oportuna a bordo de una nave espacial, y la incitante fragancia de sphyghi se difundía por todas partes.
Macduff permaneció unos minutos cerca de la puerta, observando a la multitud con discreta dignidad. Esperaba la aparición del capitán Ramsay. Pronto se levantó una oleada de murmullos y un grupo de pasajeros bajó las curvas del salón. El capitán había llegado. Macduff se confundió con la multitud y desapareció con la celeridad del Snark cuando es Bujum.
Ramsay estaba en el fondo de un anfiteatro cóncavo dividido en secciones, mirando a la concurrencia con una sonrisa poco habitual en su cara curtida. No había rastros de Macduff, aunque un murmullo reprimido de comentarios sotto voce se oía ocasionalmente atrás de un lepidóptero plutoniano de caderas gruesas.
—Como probablemente sabréis —dijo el capitán—, estamos aquí para hablar sobre el sorteo. Quizás algunos de vosotros no hayáis viajado antes por el espacio, así que el primer oficial os explicará el procedimiento. Adelante, señor French.
El señor French, un joven solemne, entró en escena. Se aclaró la garganta, titubeó y miró en torno mientras una breve salva de aplausos le saludaba desde detrás el lepidóptero plutoniano. Después de agradecer, y ya en franco plan de maestro de ceremonias, dijo:
—Eh… hm. Quizá muchos estaréis familiarizados con la antigua lotería, en que los pasajeros adivinaban la hora de llegada a puerto. En el espacio, desde luego, los aparatos de retroalimentación compensatoria, los efectores y sustractores, controlan la nave con tanta exactitud que sabemos que el Sutter arribará a Xeria exactamente a la hora prevista, o sea…
—Vamos hombre, al grano —dijo desde la audiencia una voz no identificada. Se observó al capitán Ramsay mirar de hito en hito al plutoniano.
—Eh… Enseguida —dijo el señor French—. ¿Alguna sugerencia?
—Adivinar la fecha de una moneda —dijo ansiosamente una voz, que fue ahogada por un coro de exclamaciones que mencionaban la palabra sphyghi.
—¿Sphyghi? —preguntó el capitán Ramsay con candor hipócrita—. ¿La planta perfumada, queréis decir?
Estallaron risotadas. Un calistano con aspecto de ratón pidió la palabra.
—Capitán Ramsay —dijo—. ¿Por qué no organizamos una lotería de semillas de sphyghi, como se hace en Aldebarán Tau? Creo que consiste en apostar cuántas semillas hay en el primer fruto de la cosecha. El número siempre varía; a veces hay cientos y a veces miles, y no hay manera de contarlos hasta abrir el fruto. Si pudiera persuadir a Ess Pu, tal vez…
—Permitidme —dijo el capitán—, consultaré con Ess Pu.
Consultó con el crustáceo, que miraba ceñudamente alrededor. Al principio se resistió, pero luego, a cambio de una participación en las ganancias, le convencieron de que colaborara. Sólo el hechizo del sphyghi y la incomparable oportunidad de jactarse de esa lotería por el resto de sus días permitió a los pasajeros tolerar esa irrefrenable codicia. Pero llegaron a un acuerdo.
—Pasarán camareros entre vosotros —dijo el capitán Ramsay—. Escribid el número de semillas y vuestro nombre en estas tiras de papel, y echadlas en una caja que se destinará a ese propósito. Sí, sí, Ess Pu. Si insiste, también se le permitirá apostar.
El algoliano insistió. No se perdía una. Tras muchos titubeos escribió un número, trazó furiosamente el ideograma fonético de su nombre, y ya se había vuelto para marcharse cuando algo más sutil que la fragancia del sphyghi empezó a impregnar el salón. Las cabezas se volvieron. Las voces se apagaron. Ess Pu miraba a su alrededor. Sorprendido, clavó los ojos en la puerta. Su aullido de furia reverberó varios segundos en el cielo raso.
Ao, de pie en el umbral, no le prestaba atención. Los ojos adorables escrutaban la lejanía mientras su encanto se dispersaba en círculos concéntricos. Ya estaba agudizando el tono afectivo de todos los organismos del salón, y Ess Pu no era la excepción. Sin embargo, como ya se ha comentado, cuando un algoliano se siente bien, su furor no conoce límites. A Ao no le importaba.
—¡Mía! —farfulló Ess Pu, volviéndose al capitán—. La muchacha… ¡Mía!
—Quíteme las pinzas de la cara, hombre —dijo el capitán Ramsay con dignidad—. Si me acompaña a un rincón tranquilo, quizá podamos hablar como caballeros. Bien, ¿qué le pasa?
Ess Pu exigió a Ao. Extrajo un certificado que parecía afirmar que él había viajado a Aldebarán Tau con Ao, como tutor de la muchacha. Ramsay se palpó la mandíbula dubitativamente. Entretanto hubo forcejeos entre los pasajeros que se apretujaban para entregar los papelitos plegados a los camareros. La figura jadeante y rotunda de Macduff irrumpió de la multitud justo a tiempo para arrebatar a Ao de las pinzas posesivas de Ess Pu.
—¡Atrás, langosta! —ordenó con voz amenazante—. Si le pones una pinza encima, tendrás que vértelas conmigo. —Y arrastró a la muchacha hasta que quedaron cubiertos por el capitán.
—Me parecía —dijo Ramsay, conteniendo a Ess Pu con un gesto de advertencia—. ¿No recuerdas, Macduff, que te prohibí expresamente tratar con los pasajeros?
—Es un caso de fuerza mayor —dijo Macduff—. Ao está bajo mi tutela, no la de esa langosta criminal.
—¿Puedes probarlo? —preguntó Ramsay—. El certificado que…
Macduff arrancó el certificado de las pinzas de Ess Pu, lo leyó a toda prisa, lo arrugó enérgicamente y lo tiró al suelo.
—¡Pamplinas! —dijo con desdén, sacando un cablegrama con un gesto acusatorio—. Lea esto, capitán. Como observará, es un cable del Control Administrativo de Vega Menor. Declara que Ao ha sido deportada ilegalmente de Vega Menor, y que un algoliano es sospechoso de ese delito.
—¿Eh? —dijo Ramsay—. Un momento, Ess Pu.
Pero el algoliano ya se abría paso apresuradamente para salir del salón. Ramsay miró el cablegrama, ceñudo, alzó la frente y llamó a un cefano de cerebro doble, abogado, que formaba parte del pasaje. Hubo un breve diálogo, y luego Ramsay regresó meneando la cabeza.
—No puedo hacer mucho al respecto, Macduff —dijo—. No incumbe a la Oficina Galáctica de Investigaciones, lamentablemente. Lo único que me corresponde es entregar a Ao a su tutor legítimo, y como no tiene ninguno…
—Se equivoca, capitán —interrumpió Macduff—. ¿Busca usted a su tutor legítimo? Aquí le tiene. Lea el resto del cablegrama.
—¿Qué? —exclamó el capitán Ramsay.
—Exacto. Terencio Lao-t’sé Macduff. Eso es lo que dice. El Control Administrativo de Vega Menor aceptó mi oferta de actuar in loco parentis de Ao, pro tem.
—Muy bien —dijo Ramsay a regañadientes—. Ao queda bajo tu custodia. Tendrás que declarárselo a las autoridades xerianas cuando llegues, pues tan seguro como que me llamo Angus Ramsay bajarás de cabeza por la planchada cuando aterricemos en Xeria. Allí podrás vértelas con Ess Pu. Entretanto, no permito que ningún tripulante se mezcle con mis pasajeros. ¡Fuera de aquí!
—Exijo los derechos de un pasajero —dijo Macduff con excitación, retrocediendo un paso o dos—. El precio del billete incluye la lotería y exijo…
—Tú no eres pasajero. Eres un insubordinado, un maldito miembro de…
—¡Ao es pasajera! —chilló Macduff—. Ella tiene derecho a participar, ¿no? Bien, entonces, un papel, por favor, capitán.
Ramsay gruñó para sí mismo, pero al fin llamó al camarero que sostenía la caja con ranura.
—Que Ao llene el papel —insistió tercamente.
—Pamplinas —dijo Macduff—. Ao está bajo mi tutela. Yo escribiré en lugar de ella. Más aún, si por milagro ella ganara el premio, será mi deber administrar el dinero del modo que mejor convenga a sus intereses, lo cual obviamente significa la compra de billetes a Vega Menor para ella y para mí.
—Oh, ¿para qué discutir? —dijo al fin Ramsay—. Si tienes la fortuna de que suceda el milagro, de acuerdo.
Macduff, ocultando lo que escribía, garabateó rápidamente, dobló el papel y lo metió por la ranura. El camarero entregó un lacre especial a Ramsay, que selló la tapa de la caja.
—Capitán Ramsay —dijo Macduff, observándole—, le diré que en lo personal, me siento ligeramente ofendido por la atmósfera del Sutter. Caramba; condonación del contrabando, tácticas de picapleitos, el vicio del juego… Llego a la desagradable conclusión, señor, de que capitanea usted un antro criminal. Vamos, Ao. Busquemos aires más puros.
Ao se lamió el pulgar y pensó en algo muy bonito. Tal vez, el sabor de su pulgar. Nunca nadie habría de saberlo.
Pasó el tiempo, tanto el bergsoniano como el newtoniano. En ambas escalas parecía que el plazo de Macduff se agotaba rápidamente.
—Quien cene con el Diablo, que use una cuchara larga —declaró proverbialmente el capitán Ramsay al primer oficial el día en que el Sutter debía descender en Xeria—. Lo increíble es que Macduff haya evadido tanto tiempo las pinzas de Ess Pu, con todos los intentos que ha hecho para llegar a esas plantas de sphyghi. Lo que me intriga es saber qué espera conseguir husmeando en el camarote del algoliano con contadores de yoduro de sodio y espectroscopios de microonda. De todos modos no podrá alterar lo que ha escrito en el papel de la lotería. Todo está en mi caja fuerte.
—Suponga que encuentra un modo de abrir la caja fuerte —sugirió el oficial.
—Además del mecanismo del tiempo, está conectada a las radiaciones alfa de mi propio cerebro —señaló el capitán—. Es imposible… Ah, y hablando de nuestro amigo, señor French, mire quién viene ahí…
La forma rotunda pero ágil de Macduff corría velozmente por el pasillo perseguida por el algoliano. Macduff respiraba pesadamente. Al ver a los dos oficiales se zambulló detrás de ellos como una codorniz que busca protección. Ess Pu, ciego de furia, entrechocó las pinzas en las mismas narices del capitán.
—¡Contrólese, hombre! —advirtió con severidad el capitán Ramsay; el algoliano soltó un farfulleo inarticulado y sacudió un papel en el aire.
—Hombre, de veras —dijo Macduff con cierta acritud, desde su precario refugio—. No es más que una langosta acromegálica. Hoy día los requisitos son tan amplios que cualquier objeto puede ser calificado como humanoide. Se admite a toda la escoria de la galaxia. Los marcianos abrieron la brecha. Ahora el diluvio. Entiendo la necesidad de cierta amplitud mental, pero arriesgamos la dignidad de los verdaderos humanoides cuando aplicamos la noble denominación de Hombre a una langosta. Caray, la criatura ni siquiera es bípeda. De hecho, hay algo indecente en ese modo de exponer los huesos.
—Cállate, hombre. Sabes que la palabra es sólo una figura del lenguaje. ¿Qué sucede, Ess Pu? ¿Qué es ese papel que me arroja a la cara?
De los balbuceos del algoliano se deducía que Macduff lo había dejado caer mientras huía. Recomendó que el capitán lo leyera con atención.
—Más tarde —dijo Ramsay, metiéndoselo en el bolsillo—. Nuestro descenso en Xeria está previsto para muy pronto, y debo estar en la sala de control. Fuera de aquí, Macduff.
Macduff obedeció con una celeridad sorprendente, al menos hasta perderse de vista. Ess Pu, sin dejar de refunfuñar, le siguió. Sólo entonces Ramsay extrajo el papel del bolsillo. Lo estudió, murmuró y se lo alcanzó al primer oficial. La prolija letra de Macduff cubría un lado del papel, donde se leía:
Problema: Descubrir cuántas semillas hay en el primer fruto maduro de sphyghi. ¿Cómo mirar dentro de una fruta cerrada en la que quizá no se han formado aún todas las semillas? La visión ordinaria es inútil.
Primer día: Intenté introducir un radiodetector en el sphyghi para calcular día a día la radiactividad y elaborar diagramas útiles. Fracasé. Ess Pu ha instalado una trampa cazabobos, señal de baja mentalidad criminal. No hubo daños.
Segundo día: Intenté sobornar a Ess Pu con el Elixir de la Inmortalidad. Ess Pu se ofendió. He olvidado que la adolescencia es despreciable para los algolianos. Las mentes pequeñas valoran desmesuradamente el tamaño.
Tercer día: Traté de enfocar rayos infrarrojos en el sphyghi para recoger radiaciones secundarias en el interferómetro acústico. Fracasé. Experimenté también con la tintura a distancia de las células de sphyghi con ondas de luz. Fracasé.
Cuarto día: Los intentos de introducir cloroformo en la cabina de Ess Pu también fracasaron. Imposible acercarse al fruto lo suficiente para intentar un análisis mediante emisiones iónicas positivas. Empiezo a sospechar que Ess Pu fue responsable de la hospitalización del capitán Masterson en Aldebarán Tau. Probablemente lo atacó por la espalda en un callejón oscuro. Todos los matones son cobardes.
Nota: Tratar de volver a los xerianos contra Ess Pu cuando lleguemos. ¿Cómo?
Allí terminaba el cuasi-diario. El señor French miró inquisitivamente al capitán.
—No sabía que Macduff estuviera utilizando tantos recursos científicos —observó Ramsay—. Pero esto simplemente confirma lo que Ess Pu me contó semanas atrás. Me dijo que Macduff se empecinaba en tratar de llegar al sphyghi. Pero sin éxito. Ahora debemos prepararnos para el aterrizaje, señor French.
Salió apresuradamente, seguido por el primer oficial. El corredor estuvo vacío y silencioso por un tiempo. Luego un intercom habló desde la pared:
—Anuncio general —dijo—. Pasajeros y tripulantes del Sutter, atención, por favor. Prepararse para el aterrizaje. Inmediatamente después, los pasajeros se reunirán en el salón principal para la inspección aduanera xeriana. También se anunciará el resultado de la lotería. La asistencia es obligatoria. Gracias.
Hubo silencio, el ruido de una pesada respiración y finalmente el sonido de otra voz.
—Eso va para ti, Macduff —dijo sombríamente—. ¿Entiendes? Más vale que sí.
Cuatro minutos después el Sutter aterrizó en Xeria.
Arrancado a la fuerza del camarote, Macduff fue arrastrado al salón principal, donde se habían reunido todos los demás. También había un grupo de oficiales xerianos que apenas atinaban a disimular su alegría y registraban sin mucha atención a los pasajeros mientras otros xerianos recorrían rápidamente la nave en busca de contrabando.
Pero era obvio que el contrabando que les interesaba era el sphyghi. En el medio del salón grande se había instalado una mesa y sobre ella estaba el sphyghi, cada planta en su maceta de arcilla. Frutos rechonchos y dorados colgaban de las ramas, y el fulgor rosado de la madurez le encendía las superficies claras. Las plantas exhalaban un olor delicioso. Ess Pu las custodiaba, y ocasionalmente cambiaba palabras con un oficial xeriano que ya había fijado una medalla en el caparazón del algoliano.
—¡Ultrajante! —gritó Macduff, forcejeando—. Sólo necesitaba unos minutos para poder completar un experimento de vital importancia que estaba…
—Cierra la boca, charlatán. Tendré sumo placer en sacarte a patadas del Sutter —le dijo el capitán Ramsay.
—¿Dejándome a merced de esa langosta? ¡Me matará! Apelo a nuestros comunes sentimientos humanoides…
El capitán Ramsay conferenció brevemente con el jefe xeriano, que cabeceaba.
—Perfecto, capitán —dijo con petulancia él o ello—. Según nuestras leyes los deudores trabajan hasta saldar la deuda, la mutilación es evaluada según los resultados y el agresor, obligado a indemnizar debidamente a la víctima. El homicidio, naturalmente, siempre supone la pena capital. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Eso vale también para Ess Pu? —insistió el capitán.
—Desde luego —dijo el xeriano.
—Bien, pues —dijo Ramsay, mirando significativamente a Macduff.
—¿Bien, qué…? Será tan rico que ni siquiera le importará pagar a cambio del privilegio de infligir mutilaciones a mi persona. Las magulladuras se me notan enseguida.
—Pero no te matará —le consoló Ramsay—. Y recibirás una buena lección, Macduff.
—Entonces, al menos, le daré un buen golpe —dijo Macduff, arrebatándole un grueso bastón de caña a un avícola que tenía al lado y asestándole a Ess Pu un sonoro latigazo en el caparazón. El algoliano soltó un berrido de furia y se abalanzó sobre él, mientras Macduff, blandiendo el bastón como un espadachín, retrocedía bailoteando pesadamente y sin dejar de amenazarle.
—Adelante, marisco engreído —le gritó audazmente—. ¡Saldremos de cuentas ahora, como humanoide y langosta que somos!
—¡Adelante, Macduff! —gritó un erudito y entusiasta ganimédeo.
—¡Atrás! —bramó el capitán Ramsay, incitando a sus oficiales al rescate. Pero los xerianos se interpusieron al formar rápidamente una barrera entre los combatientes. Uno de ellos tironeó del bastón y se lo quitó a Macduff.
—Ess Pu: ¿estás herido? Si te ha dañado, tendrá que indemnizarte —dijo el jefe de los xerianos—. La ley es la ley.
Pese a los balbuceos inarticulados de Ess Pu, era obvio que no. Y la jurisprudencia xeriana no tiene en cuenta el orgullo herido. Las termitas son humildes por naturaleza.
—Terminemos de una vez —dijo el capitán Ramsay, irritado por ese desorden en el salón principal—. Aquí sólo desembarcarán tres pasajeros: Ao, Ess Pu y Macduff.
Macduf miró en torno buscando a Ao, la encontró y se escabulló detrás de la espalda indiferente de la muchacha.
—Ah, sí —dijo el jefe xeriano—. Ess Pu ya me ha explicado el asunto de la lotería. La permitiremos. Sin embargo, se deberá respetar ciertas condiciones. Ningún no-xeriano podrá acercarse a esta mesa, y yo mismo me encargaré de contar las semillas.
—De acuerdo —dijo Ramsay, recogiendo la caja de los papeles y retrocediendo—. Usted abrirá el fruto más maduro y contará las semillas, y yo luego abriré esta caja y anunciaré al ganador.
—¡Esperad! —gritó Macduff, pero su voz fue ignorada.
El jefe xeriano recogió un cuchillo de plata de la mesa, lo hundió en el fruto más grandes y maduro y lo cortó limpiamente en dos. Las mitades rodaron sobre la mesa, revelando que el fruto estaba totalmente hueco.
El grito consternado del xeriano reverberó en el salón. El cuchillo de plata centelleó, astillando el fruto en fragmentos. Pero ni una sola semilla asomó de la pulpa cremosa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Macduff—. ¿Ninguna semilla? Un fraude, obviamente. Yo nunca confié en Ess Pu. Ha estado alardeando…
—Silencio —dijo fríamente el xeriano; con una calma forzada clavó el cuchillo de plata una y otra vez, en una atmósfera de tensión creciente.
—¿Ninguna semilla? —preguntó sorprendido el capitán Ramsay después que el xeriano abriera el último fruto. El xeriano no respondió. Jugueteaba con el cuchillo de plata y miraba a Ess Pu.
El algoliano parecía tan perplejo como los demás, pero Macduff declaró en voz alta que con un algoliano nunca se podía tener certeza de algo. El capitán Ramsay quebró audazmente el silencio, adelantándose para recordar a los xerianos que él era un representante de la Oficina Galáctica de Investigaciones.
—No tema —dijo fríamente el xeriano—. No tenemos jurisdicción en la nave que usted comanda, capitán.
Macduff elevó triunfalmente la voz.
—Nunca confié en esa langosta —anunció, adelantándose—. Simplemente tomó vuestro dinero y llegó a un trato para traer sphyghi sin semillas. Obviamente es un criminal. Su apresurada fuga de Aldebarán Tau, más su conocida afición al polvo letiano…
En ese instante, Ess Pu se precipitó sobre Macduff con una furia incontrolable. A último momento la figura rotunda de Macduff salió disparada contra la tronera abierta y el tenue sol xeriano. Ess Pu le perseguía chillando airadamente, las membranas de la boca carmesíes de furia.
A una rápida orden del jefe xeriano, los otros oficiales corrieron tras Macduff. Hubo ruidos distantes y crípticos. Y poco después Macduff apareció, jadeante y solo.
—Criaturas difíciles, los algolianos —dijo, volviéndose hacia el jefe xeriano con aire confidencial—. Veo que los hombres a su mando han detenido… hm, a… Ess Pu.
—Sí —dijo el xeriano—. Afuera está bajo nuestra jurisdicción, por supuesto.
—Eso me ha parecido —murmuró Macduff, volviéndose hacia Ao.
—Un momento —les dijo el capitán Ramsay a los xerianos—. No iréis…
—No somos bárbaros —dijo el xeriano con dignidad—. A Ess Pu le hemos pagado quince millones de créditos universales para que nos hiciera un trabajo, y fracasó. Si no puede devolver los quince millones más los costes de la operación, tendrá que trabajar hasta cubrir la cantidad. La hora-hombre aquí en Xeria —aquí Macduff parpadeó— equivale a un sexagésimo quinto de crédito.
—Esto es muy irregular —dijo el capitán—. Sin embargo, ahora está fuera de mi jurisdicción. Tú, Macduff, no te alegres tanto. Recuerda que también te bajas en Xeria. Te aconsejo que te mantengas alejado de Ess Pu.
—Creo que él estará bastante ocupado —dijo jovialmente Macduff—. Detesto recordar sus deberes a un oficial supuestamente competente, ¿pero no olvida usted nuestra pequeña lotería?
—¿Qué? —Ramsay miró de soslayo los frutos partidos—. La lotería ha quedado cancelada, por supuesto.
—Tonterías —interrumpió Macduff—. Nada de evasiones. Cualquiera sospecharía que usted quiere guardarse el premio.
—Hombre, está loco. ¿Qué premio? La lotería se basa en adivinar la cantidad de semillas de un fruto de sphyghi, y es perfectamente obvio que estos sphyghi no tienen semillas. Muy bien. Si nadie tiene una objeción…
—¡Yo! —gritó Macduff—. En nombre de mi protegida, exijo que cada papel sea registrado y tabulado.
—Sé razonable —le urgió Ramsay—. Si lo único que te interesa es demorar el momento en que te eche del Sutter…
—Hay que atenerse a la legalidad —insistió Macduff.
—Bah, cierra esa maldita boca —rezongó Ramsay, recogiendo la caja sellada y conectándola a un pequeño aparato—. Como gustes. Pero no te librarás, Macduff. Ahora, silencio todos, por favor.
Cerró los ojos y frunció los labios en un murmullo inaudible. La caja se abrió y soltó una cascada de papeles plegados. A un gesto de Ramsay un pasajero se adelantó y se puso a abrir los papeles; leía los nombres y las cantidades consignadas.
—Así ganas quizá quince minutos de demora —le dijo Ramsay a Macduff con voz entrecortada—. Luego te vas con Ess Pu, y permíteme añadir que es totalmente obvio que te hiciste perseguir a propósito por el algoliano.
—Tonterías —dijo vivamente Macduff—. ¿Qué culpa tengo si Ess Pu había concentrado en mí sus ridículas emociones antisociales?
—Sí —dijo Ramsay—, sabes muy bien que la culpa es tuya.
—Varón Kor-ze-Kablum, setecientos cincuenta —dijo la voz del pasajero mientras desplegaba otro papel—. Lorma Secundus, dos mil noventa y nueve. Ao, per…
Hubo una pausa.
—¿Bien? —urgió el capitán Ramsay, agarrando a Macduff del cuello—. Vamos, hombre.
—Terencio Lao-t’sé Macduff… —continuó el pasajero, y se interrumpió otra vez.
—¿Qué pone? ¿Qué número hay? —exigió Ramsay, deteniéndose ante la tronera abierta con un pie listo para arrojar al sorprendente filosófico Macduff por la planchada—. ¡He preguntado algo! ¿Qué número hay escrito en el papel?
—Cero —balbuceó el pasajero.
—¡Exactamente! —declaró Macduff, zafándose del capitán—. Y ahora, capitán Ramsay, le agradeceré que me entregue la mitad del premio, como tutor de Ao…, deduciendo, por supuesto, el precio de nuestros billetes a Vega Menor. En cuanto a la mitad que le corresponde a Ess Pu, envíesela con mis felicitaciones. Quizá sirva para descontarle algunos meses de su sentencia, que, si mis cálculos son correctos, asciende a novecientos cuarenta y seis años xerianos. Un Macduff perdona aun a sus enemigos. Vamos, querida Ao, debo elegir un camarote apropiado.
Así diciendo, Macduff encendió un nuevo cigarro y se alejó airosamente mientras el capitán Ramsay miraba con ojos extraviados y movía los labios como si rezara. El rezo se hizo audible.
—Macduff —llamó Ramsay—. ¡Macduff! ¿Cómo lo has hecho?
—Soy un científico —dijo Macduff, apenas vuelto.
El cabaret de Vega Menor zumbaba festivamente. Un par de comediantes cambiaban réplicas y bromas entre las mesas. Frente a una de las mesas, Ao estaba sentada entre Macduff y el capitán Ramsay.
—Todavía estoy esperando oír cómo lo hiciste, Macduff —dijo Ramsay—. Un trato es un trato, ¿no? Te he firmado la solicitud, ¿verdad?
—No puedo menos que admitir —dijo Macduff— que la firma de usted me ha facilitado la obtención de la tutela de la bendita Ao. ¿Un poco de champaña, Ao?
Pero Ao no respondía. Intercambiaba miradas, menos ausentes que de costumbre, con un joven vegano de una mesa vecina.
—Vamos —insistió Ramsay—. Recuerda que tendré que revisar mi bitácora al final del viaje. Tengo que saber qué ocurrió con los sphyghi. De lo contrario, ¿piensas que me habría molestado en certificar la bondad de tu carácter tortuoso, aun cuando he añadido «según mi conocimiento»? No. Ese cero lo escribiste cuando te veía hacerlo, mucho antes de que el fruto madurara.
—Correcto —admitió Macduff, sorbiendo champaña—. Fue un sencillo problema de distracción. Supongo que no tiene nada de malo contarle cómo lo hice. Considere las circunstancias. Usted iba a abandonarme en Xeria, junto con esa langosta. Obviamente tenía que poner a Ess Pu en igualdad de condiciones, desacreditándolo ante los xerianos. El triunfo de la lotería fue un desenlace imprevisto y secundario. Apenas un golpe de suerte bien merecida, inducida por la aplicación de técnicas científicas.
—¿Te refieres a lo que escribiste en el papel que Ess Pu encontró? ¿Esa jerigonza sobre interferómeros y analizadores iónicos? No puedo creer que hayas encontrado de veras un modo de contar las semillas… Me equivoco, ¿verdad?
—Naturalmente. —Macduff hizo girar la copa y cambió ligeramente de posición—. Ese papel estaba destinado a Ess Pu. Tenía que mantenerle ocupado protegiendo el sphyghi y persiguiéndome, para no darle tiempo a pensar.
—Todavía no entiendo —confesó Ramsay—. Aunque hubieras sabido la respuesta correcta desde un principio, ¿cómo pudiste prever que la lotería se basaría en las semillas de sphyghi?
—Oh, eso fue lo más sencillo. ¿Qué otra cosa podía ser, con la lotería de Aldebarán presente en la memoria de todos y la nave entera hediendo a sphyghi de contrabando? Si nadie más lo hubiera sugerido, estaba dispuesto a proponerlo yo mismo y… ¿Qué es esto? ¡Fuera! ¡Largo de aquí!
Se dirigía a los dos comediantes, que se habían acercado a la mesa de Macduff. El capitán Ramsay alzó los ojos a tiempo para ver cómo iniciaban un nuevo acto.
La técnica risiva del insulto no ha cambiado básicamente a través de las edades, y la expansión galáctica no ha hecho más que ensanchar y ahondar su variedad. La ridiculización, naturalmente, se ha expandido hasta incluir especies además de razas.
Los comediantes, con su incesante parloteo, se pusieron a imitar con bastante habilidad a dos simios que se expulgaban mutuamente. Estallaron risas que no fueron compartidas por la concurrencia descendiente de antepasados simiescos.
—¡Sshu! —dijo el irritado Ramsay, echando la silla hacia atrás—. Impúdicos…
Macduff alzó la palma para calmarle.
—Tranquilo, capitán. Trate de ser objetivo. Un mero problema semántico, al fin y al cabo —rió con tolerancia—. Desdeñe esa actitud provinciana, igual que yo, y goce del histrionismo de estos artistas en el arte abstracto de la impersonificación. Estaba por explicarle por qué tenía que mantener distraído a Ess Pu. Temía que notara con qué rapidez maduraba el sphyghi.
—Bah —dijo Ramsay, volviendo a sentarse cuando los comediantes se alejaban e iniciaban una nueva parodia—. Bien, continúa.
—Distracción —dijo alegremente Macduff—. ¿Alguna vez ha tenido un tripulante más incompetente que yo?
—No —dijo Ramsay—. Jamás en mi…
—En efecto. Me arrojaron como espuma de mar de una tarea a otra hasta que al fin llegué a Control Atmosférico, que era exactamente donde yo quería estar. Arrastrarse por conductos de ventilación tiene sus ventajas. Por ejemplo, fue cosa de un momento vaciar un frasco de ácido 2,4,5-triclorofenoxiacético —pronunció gozosamente las sílabas— en el ventilador de Ess Pu. El ácido debió impregnarlo todo, incluido el sphyghi.
—¿Ácido tricloro… qué? ¿Quieres decir que estropeaste el sphyghi antes de la lotería?
—Ciertamente. Ya le he dicho que la lotería fue un subproducto posterior. Ante todo, mi meta consistía simplemente en crearle un problema con los xerianos a Ess Pu, para salvar mi valiosa persona. Por fortuna, traía conmigo una generosa provisión de hormonas diversas. Las que utilicé, como cualquier niño lo sabe, produce la hibridación. Gracias a una ley biológica, los resultados serán siempre frutos estériles, sin semilla. Pregúntele a cualquier horticultor. Se hace siempre.
—Frutos sin semilla… Hibridación… ¡Claro! Caramba —dijo Ramsay, perplejo—, es increíble.
Por supuesto Macduff estuvo a punto de desechar modestamente el comentario, pero los dos comediantes le llamaron la atención y se volvió hacia ellos con el cigarro en la mano. El más bajo de los dos ahora caminaba briosamente, gesticulando como quien fuma un cigarro y se da aires de importancia. El compañero aulló salvajemente y le golpeó la cabeza.
—¡Dime, hermano! —gritó con aguda voz de falsete—. ¿Quién era ese pingüino con el que te vi anoche?
—No era un pingüino —gorjeó alegremente el otro—. ¡Era un venusino! —Simultáneamente tendió la mano, y las luces cayeron como un dosel sobre la cabeza de Macduff.
—¿Qué? ¡Qué…! ¿Cómo se atreven? —gritó el ultrajado Macduff, recobrando al fin la voz en medio de las carcajadas—. ¡Qué difamación de… de…! ¡Nunca en mi vida me he sentido tan insultado!
El capitán ahogó una risotada. El ofendido Macduff se volvió furiosamente, se puso de pie y tomó la mano de Ao.
—Ignóralos —sugirió Ramsay con voz trémula—, que después de todo, no puedes negar que por especie eres venusino, Macduff. Aunque insistas en que fuiste incubado en Glasgow… Te dieron a luz, quiero decir. Bien, eres escocés de nacimiento y humanoide por clasificación, ¿verdad? Y te pareces tanto a un pingüino como yo a un mono.
Macduff ya marchaba hacia la puerta. Ao le seguía dócilmente, echando miradas angélicas al joven vegano.
—¡Ultrajante! —decía Macduff.
—Vuelve, hombre —le pidió Ramsay, reprimiendo la risa—. Problemas de semántica… Recuerda el arte abstracto.
No fue escuchado. La espalda de Terencio Lao-t’sé Macduff se alejó rígidamente. Tiesa y envarada, la silueta con forma de botella arrastraba a Ao y se perdía irrevocablemente e la noche de Vega Menor mientras murmuraba en voz baja.
Pues Macduff, como ya tendría que ser evidente para el intelecto más pobre, no era todo lo que declaraba ser…
—Ja —continuó el capitán Ramsay para sí mismo, la cara partida en una sonrisa—, qué gran día… ¡Mozo! Un whisky con soda; basta de este maldito champaña. Estoy celebrando algo que merece figurar en el calendario, un fenómeno de la naturaleza. ¿Sabe que ésta es probablemente la primera vez en la vida de Macduff que ese canalla inescrupuloso se retira sin haber estafado a ningún zopenco? ¿Lo sabía… eh? Pero… ¿Qué es eso? ¿La cuenta? ¡Está chiflado! Si fue Macduff el que insistió en invitarme esta noche… Yo… eh, ah… ¡Pero maldito sea!