Sucedió en un año maldito, 1941. La vida en este planeta se vio salvajemente alterada para siempre, para todos los seres humanos, en forma demasiado sombría y terrible para ser prevista. Empezamos a metamorfosearnos —a cambiar de apariencia e intenciones—, hasta convertirnos en bestias de un género distinto del que había poblado la Tierra hasta entonces.
Mirar al espejo no revelará la faz de la criatura. Parecemos aproximadamente los mismos, pero es solo porque no brilla la luna llena. Probad a miraros en los espejos de la televisión, la publicidad, los reportajes de prensa, las estadísticas de crímenes; o contemplad desde vuestra ventana el color del cielo, las basuras amontonadas en la calle, los letreros pintados en las paredes. Todo empezó en realidad en 1941.
En ese año, poderosas influencias se habían introducido en nuestra sociedad. Fuimos a la guerra que acumulaba el mayor volumen de fuerzas y de brutalidad desde que en 1237 los mongoles se lanzaron a la conquista de la mayor parte del mundo civilizado. 1941 fue el año del solapado ataque a Pearl Harbor, de la entrada plena de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, de la proclamación, el día de mi octavo cumpleaños —27 de mayo—, por parte del presidente Roosevelt, del estado de emergencia en toda la nación. Fue el año en que el género humano vertió sobre la conflagración el fuselol de las bombas incendiarias, y cuatro años más tarde había de añadir a las llamas la potencia del átomo desintegrado.
También el mundo de la literatura fantástica cambió para siempre en ese año. Pero nadie pareció darse cuenta.
En 1941 el cine estaba en la cima de su poder hipnótico sobre el público americano. Empezábamos a salir de la Depresión, pero millones de personas seguían en la calle, vendiendo lapiceros o trabajando por lo que llamaban «sueldos de chino»; y la radio, las revistas de historietas y el cine eran las únicas diversiones baratas. A pesar del falso valor que intentaban transmitir las canciones de Shirley Temple y de la afirmación, mil veces repetida a lo largo de las evoluciones de las coristas de Busby Berkeley, de que We’re in the money (Nos llueve el dinero), invertir un centavo en un programa doble un sábado por la tarde era una proeza para muchos americanos.
Pero ¡qué emoción sentía cada uno de nosotros al penetrar en uno de aquellos maravillosos palacios de la fantasía! El de 1941 resultó el mejor año de cine de entre todos los inmediatamente anteriores y posteriores a él. En aquellos doce meses, antes de que el mundo se sumergiera en lóbrega oscuridad, veamos una lista parcial de las más de cuatrocientas películas producidas por Hollywood:
El halcón maltés
Ciudadano Kane
Dumbo
El sargento York
Major Barbara
Qué verde era mi valle
Las tres noches de Eva
El difunto protesta
The Stars Look Down
Sospecha
La loba
Juan Nadie
Bola de fuego
Leonard Maltin adjudica cuatro estrellas a siete de estas películas, y tres y media a las seis restantes. ¡Qué lista! Se trata de filmes tan influyentes que incluso ahora, en opinión de los críticos, por lo menos tres de ellos siguen encontrando un lugar entre los diez filmes más importantes de todos los tiempos. Pero hubo uno más que pasó inadvertido y, sin embargo, a largo plazo había de alterar el mundo de la literatura fantástica de forma tan rotunda y positiva como dolorosa y negativamente había de alterar Hitler el mundo. ¿Se trataba de la versión del clásico de Robert Louis Stevenson El doctor Jekyll y mister Hyde, con guion de John Lee Mahin y dirigida por Victor Fleming, que incluía en su reparto a Spencer Tracy, Ingrid Bergman, Lana Turner y sir C. Aubrey Smith, película en la que MGM, los estudios de mayor prestigio a la sazón, invirtió cientos de miles de dólares? La verdad es que no.
Se trataba de una película menor, de clase «B», prevista solo como relleno para un programa doble. La produjeron unos estudios a los que difícilmente podría considerarse como líderes de mercado. El presupuesto era francamente escaso y, a pesar de que el reparto incluía a excelentes actores como Claude Rains, Ralph Bellamy, Warren William y Bela Lugosi (en un papel episódico), no se trataba en modo alguno de un gran filme, ni tampoco de un filme por el que la Universal apostara fuerte. Tan solo pretendía aparecer y desaparecer sin demasiado ruido, recaudar unos cuantos billetes y llenar un hueco en una sesión sabatina después de un western de Charles Starrett, de la serie Durango Kid.
Han pasado cincuenta años desde que aquellos rollos de celuloide-basura, pensados para usar y tirar, se proyectaron en las pantallas de los cines de América, como se deja caer un bebé no deseado, envuelto en papel de periódico, en un contenedor de basuras. Y si se consulta una lista exhaustiva de los Oscares (como la de Academy Awards: The Ungar Reference Index), se descubre que el filme en cuestión no fue nominado en ninguna de las categorías.
Y sin embargo, cincuenta años después, a pesar de la plétora de películas de aquel período que circulan en videocasete, que se incluyen en la programación de las cadenas de televisión locales, y que se pasan una y otra vez por cable —incluso en canales especializados, como el de los Clásicos Americanos del Cine— o se proyectan en alguno de los cada vez menos numerosos locales de barrio, en las escuelas de cine o en los programas de las filmotecas, no es probable conseguir ver Bombardero en picado, Aloma de los mares del Sur, El hijo de Montecristo o bien Noches de Las Vegas…, todas las cuales merecieron alguna nominación para el Oscar de una u otra categoría.
Y en cambio, apuesto cualquier cosa a que en algún lugar de nuestros grandes Estados Aburridos, ahora, esta misma noche, mañana, un público extasiado está contemplando a Lon Chaney, hijo, en El hombre lobo. Un filme producido como relleno hace cincuenta años, con un guion exquisitamente compuesto por Curt Siodmak, dirigido por George Waggner con una escenografía tétrica, traslado al género del horror de los sórdidos ambientes del cine negro; un filme que acuñó para siempre las palabras eternas de madame Maria Ouspenskaya:
«Incluso el hombre puro de corazón
que reza sus oraciones de rodillas
puede convertirse en lobo si la maldición le señala
y con luz pura la Luna llena brilla».
Antes de que se proyectaran los setenta y un minutos de El hombre lobo ante generaciones de adolescentes que sentían escalofríos en la espina dorsal y el cabello erizado al ver la trágica metamorfosis de Lawrence Talbot en una fiera bestial sedienta de sangre, el mito del hombre lobo apenas había sido considerado un alimento adecuado para la fantasía cinematográfica. Es cierto que hubo una película muda de 1913, El hombre lobo, dos o tres cintas francesas sobre el tema de la licantropía, y el excelente El lobo humano de Henry Hull en 1935, pero eso era todo. La película de relleno de la que nadie pensó que duraría más de dos semanas en pantalla, no solo ha sobrevivido sino que ha modelado la literatura de ficción a su propia imagen durante medio siglo. Sobre el mito del licántropo, El hombre lobo ha creado todo un género.
Deliberadamente evitaré repetir la letanía del tema del hombre lobo en la literatura clásica: El jefe de los lobos de Dumas, padre, en 1857, El lobo blanco de las montañas del Harz del Capitán Marryat en 1839, o incluso la primera introducción conocida del arquetipo del hombre lobo en la literatura inglesa de ficción: el romance (en el sentido inglés del término) de María de Francia Lay of the Bisclavaret. Tampoco me extenderé en un repaso a la imaginería del hombre lobo en la literatura fenomenológica… aunque no causará ningún perjuicio releer las Notas sobre un caso de neurosis obsesiva (1909), de Freud, en la que el padre del psicoanálisis moderno refiere el caso de un joven ruso acomodado cuyo historial clínico es citado comúnmente como «el caso del hombre lobo».
A quienes deseen una documentación irrefutable acerca de la longevidad, la fecundidad y la legitimidad del tema del hombre lobo en la literatura, les recomiendo tres excelentes ensayos: Images of the Werewolf y The Werewolf Theme in Weird Fiction, ambos de Brian J. Frost, los dos exhaustivos y sobrecogedoramente lúcidos, y los dos accesibles al gran público en la antología de Frost Book of the Werewolf (Sphere Books Ltd.), aparecida en rústica en 1973, que ha sido objeto desde esa fecha de numerosas reediciones; y un ensayo fechado en 1978 de Bill Pronzini, que forma parte de su antología Werewolf!
Me limitaré a seguir la opinión de Sabine Baring-Gould, Guy Endore (que era un perfecto caballero, a quien tuve el privilegio de conocer personalmente) y Montague Summers, para sugerir que la historia del hombre convertido en lobo nunca llegó a desarrollar toda la fuerza inigualable de su plena potencialidad hasta que Lon Chaney, hijo, encarnó el papel de Lawrence Talbot en la película de Curt Siodmak, y…
… Y hablando de la perfección al asumir un papel: ¿saben qué suceso extraordinario ocurrió al nacer Lon Chaney, hijo?
Creighton Tull Chaney nació muerto el 10 de febrero de 1906. Su padre lo tomó en brazos, salió a la noche gélida de Oklahoma, rompió el hielo de la superficie del lago Belle Isle con un mazo y sumergió al bebé en las aguas heladas, devolviéndolo así a la vida. Aquel hombre nació para representar su papel.
Chaney hijo estaba comprensiblemente orgulloso de su actuación como hombre lobo. A pesar de que recibió incontables alabanzas por sus papeles en Solo ante el peligro y The Defiant Ones, y de que siempre será recordado como el Lenny que acompaña a George (Burgess Meredith) en La fuerza bruta (Of Mice and Men) —la película basada en la obra de John Steinbeck—. Chaney siempre se enorgulleció de su buena interpretación del personaje de Lawrence Talbot. Siempre afirmó que, igual que otros habían compuesto los modelos de la Momia, Frankenstein o Drácula, él había creado la imagen del hombre lobo para siempre, para todos los actores que vinieran detrás de él.
Y es ese filme de 1941, debo añadir, el que ha proporcionado el tema del libro que ahora tiene en sus manos. A pesar de cuantas espectaculares historias de hombres lobo se publicaron antes de que se apagaran las luces de la sala y aparecieran por primera vez en la pantalla los títulos de crédito (yo siempre he sospechado que cuando Jack Williamson se sentó a escribir Darker than you think para la revista Unknown en 1939, cuando el relato se publicó a finales de 1940, y cuando fue ampliado y reescrito para ser publicado como libro en 1948 se bajó el telón de la influencia no fílmica en el tema del hombre lobo), con posterioridad nadie puede percibir esa imagen desligada del rostro atormentado de Lawrence Talbot.
Ese filme, aparecido en un tortuoso momento de la historia de la humanidad, justo antes de que nos sumergiéramos en la existencia bestial cuyos resultados podemos ver hoy a nuestro alrededor, fue absorbido por completo por el mundo de la literatura de ficción. El hombre lobo se ha convertido hasta tal punto en un icono que casi nadie se da cuenta (y nadie lo ha observado en letra impresa) de que el único elemento previamente existente de la tradición aceptada del hombre lobo que ahora utilizan todas las sagas licantrópicas depredadoras del filme es el asunto de la luna llena.
El pentagrama, verlo en la palma de la mano de la próxima víctima, la plata utilizada para darle muerte, el personaje mitad hombre mitad bestia…, todo eso fue acuñado por Siodmak.
De modo que resulta apropiado —en el más o menos cincuenta aniversario de la primera metamorfosis de Lawrence Talbot en la criatura salvaje, carnicera, horripilante, que el mundo entero identifica hoy con el Hombre Lobo— que este libro rinda homenaje a una «insignificante película de relleno» que ha hecho florecer con tanta prodigalidad su semilla de diversión.
Porque este libro nació en una noche helada de 1906, a orillas de un lago de Oklahoma, donde el hijo de un futuro gran actor fue sumergido en las aguas de la posteridad. Lon Chaney, hijo, se metamorfoseó para nosotros en 1941; y, desde entonces, todos hemos cambiado.
Queda en pie una pregunta: ¿quiénes de entre nosotros son los monstruos reales?