PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

yerbas de verano

Juan Lobo había partido hacia Francia diez años antes. Nadie conocía sus actividades en el reino vecino durante el tiempo que residió allí, pero debieron ser oscuras y maliciosas porque volvió muy extraviado. Lanzaba en privado imprecaciones contra la Santa Madre Iglesia, maldecía tanto de los señores como de los obispos y llegaba incluso a insultar al Romano Pontífice acusándole de hereje. ¿Por qué hemos de soportar tanta tiranía?, repetía con frecuencia a sus allegados, sin levantar en exceso la voz.
No eran muchos los que en el pueblo aplaudían sus bravatas. La gente era entonces mayormente sumisa y temerosa de Dios. Los males del infierno podían ser sólo la conclusión de los problemas terrenales. Bastante difícil era ya sobrevivir cada año, hacer frente a las penurias y salvaguardarse de las pestes y otros maleficios apostados en los recodos de la vida como para enfrentarse a nuevas dificultades derivadas de la rebeldía frente a la autoridad. Y menos frente a la autoridad eclesiástica. No era propio de los buenos cristianos prestar atención a quienes propalaban ideas tan pecaminosas. Tampoco se atrevía nadie a denunciar públicamente a Juan Lobo porque temían sus represalias antes de que el Santo Oficio interviniera contundentemente.
Los días transcurrían con su carga de brasas y cenizas, algunos alegres y los más pesarosos. Se acercaba el tiempo del arriendo trienal que el Ayuntamiento de Calatorao debía firmar con el Cabildo Metropolitano de Santa María la Mayor, de Zaragoza, dueño terrenal de la villa, para el aprovechamiento de los pastos del Monte Blanco cuyo plazo vencía a primeros de mayo de aquel año de 1735. Las condiciones eran las de siempre. Además de los ciento cincuenta sueldos anuales que tenían apalabrados, se mantenía la prerrogativa del Cabildo respecto al arriendo de las yerbas de verano y quedaba prohibido que el Ayuntamiento actuara por su cuenta en estas cuestiones.
Juan Lobo creyó llegado el momento de actuar. Uno a uno fue visitando a los regidores y justicias de la villa, uno a uno fue convenciéndoles del atropello que significaban aquellas condiciones, uno a uno fueron admitiendo que tenía razón y que todos juntos debían hacer algo, manifestar su resistencia ante el poder despótico de aquellos clérigos más atentos al gobierno de sus intereses terrenales que al empeño espiritual del que oficialmente alardeaban. Los ojos fulgurantes y la palabra viva del emigrado habían hecho variar de postura a la mayoría de los munícipes, que se juramentaron para oponer resistencia a las pretensiones de la Señoría.
Llegado el momento convenido para la firma del arriendo, apareció en las casas del Ayuntamiento el representante del Cabildo, don Juan de Armendáriz, con el documento pertinente. Figuraba en él el compromiso adquirido con un ganadero de Hinojosa del Campo para el aprovechamiento de los pastos a partir del 3 de mayo de aquel año, hasta el mismo día de 1738, según lo estipulado en los convenios. Al mismo tiempo, y en virtud de la reserva que al Cabildo competía de las yerbas de verano, comunicaba haber ajustado su goce con Juan Cosse, vecino de Pedrola, por el montante de quince libras jaquesas.
Pedro de Ortubia, que había trabado gran amistad con Juan Lobo y fue el primero de los regidores en apoyarle, tomó la palabra y se negó a respetar aquellas condiciones, reclamando libertad de actuación por parte del Ayuntamiento para arrendar los pastos a quien mejor les conviniese, sin tener que dar cuentas de ello al Cabildo ni a nadie. Los terrenos pastizales del Monte Blanco estarían bajo la jurisdicción de los señores canónigos, pero los dueños naturales eran los vecinos de Calatorao.
La contundencia de su expresión llenó de pasmo al procurador Armendáriz y a sus acompañantes, que se miraron entre sí irritados por lo que acababan de oír. ¿Dueños naturales? ¿Qué significaba aquello? ¿No era Dios Nuestro Señor el dueño natural del universo, pues Él lo había creado, y no eran el rey y la Santa Madre Iglesia, como legítimos representantes suyos en la Tierra, quienes debían administrar todos los bienes? ¿De dónde podía haber nacido aquella idea blasfema? Sí, habían oído que por Europa corrían doctrinas perversas azuzadas por los protestantes y otros enemigos de Roma, ansiosos de suplantar su poder. Sabían que en Francia pululaban consignas contrarias a la sacrosanta religión y que no eran menores las dificultades con que algunas jerarquías se tropezaban para poner freno a tanto desmán. Habían oído hablar de la masonería y de la filosofía liberal que comenzaba a expandirse por el país vecino. Pero allí, en Calatorao, ¿cómo podían haberse desarrollado semejantes infundios? ¿Quién había sembrado de ponzoña el alma limpia de aquellos campesinos siempre tan sumisos? ¿Habría llegado al pueblo algún sujeto afrancesado y pervertido? Debían trasladar el asunto al Cabildo en pleno y dejarlo en manos de la Santa Inquisición para que pusiera coto a tanto desenfreno. Pero de momento incoarían requesta ante los tribunales ordinarios para solventar aquel pleito.
La causa se vio tres meses después. Los ánimos se habían encrespado en Calatorao, donde habían prendido las nuevas ideas merced a la tenacidad de Juan Lobo y de quienes le apoyaban. Querían recuperar legalmente los bienes que por derecho natural les pertenecían. Al arrendatario de las yerbas de verano dispuesto por el cabildo, el ganadero de Pedrola, la amenazaron con una degüella por hora. Si persistía en la utilización de los pastos, acabaría sin rebaño. Juan Casse no quiso arrostrar la ira de los calatorenses y renunció a su privilegio. En su lugar, otros ganados entraron en los cotos del Monte Blanco con la anuencia del Ayuntamiento, recaudando éste directamente el arriendo.
No fue a más la porfía. Volvieron las aguas a su cauce en los años sucesivos, cediendo cada una de las partes una porción de sus derechos. Juan Lobo no se daba por satisfecho con las ventajas conseguidas, pero los vecinos le hicieron comprender que no podían extremar el conflicto. Durante algún tiempo se le vio inquieto y pesaroso. Él creía que las cosas debían cambiar más deprisa. Pocas semanas después de llegar a un acuerdo con el Cabildo Metropolitano, el afrancesado desapareció. Alguien dijo que había partido hacia el sur, pero Pedro de Ortubia, que lo conocía bien, aseguró que había regresado a Francia.
Aún faltaba más de medio siglo para estallara en el país vecino la Revolución, y más de uno para que se abolieran en España los derechos feudales y los señoríos eclesiásticos, pero los habitantes de la villa de Calatorao, que habían apoyado mayoritariamente las reivindicaciones económicas planteadas por los munícipes, se convirtieron de este modo en pioneros de la lucha por la restitución de los bienes de la tierra a sus dueños naturales.