PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

viajeros a bosnia

Hace unos años conocí en Madrid a una pareja singular. Se llamaban Ángel y Paloma. Tenían los dos una edad imprecisa, en torno a los treinta y cinco. Me los presentó un amigo quien me dijo que estaban preparando un viaje a Bosnia. Por entonces estaba en guerra la antigua Yugoslavia, tras haberse fragmentado en diferentes estados, enemigos entre sí, a la muerte del dictador Tito. Serbia, Croacia y Bosnia-Herzegovina se habían enzarzado en un conflicto que parecía no tener fin. Se cometieron muchas atrocidades por parte de todos los contendientes, aunque la información recibida en el resto de Europa situaba a Bosnia como la principal víctima de aquella maraña de intereses.
Ángel y Paloma eran amigos. Cuando me los presentó Alberto me parecieron unas personas muy especiales. Ángel era alto, de pelo moreno ensortijado y mirada soñadora. Paloma, tal vez algo más joven que él, era una mujer delicada, alegre y simpática además de guapa. Alberto dirigía una empresa que tenía conciencia solidaria y estaba dispuesto a financiar la aventura de los dos viajeros hasta un país masacrado por la guerra. No estaban seguros de que les permitieran cruzar la frontera de la antigua Yugoslavia, pero su intención era pasear por España, Andorra, Francia, Mónaco e Italia su protesta por el conflicto que asolaba Bosnia-Herzegovina. El viaje iba a ser a pie, por supuesto. Llevarían un rótulo sobre sus espaldas y una pancarta levantada al viento con la consigna PAZ PARA BOSNIA.
Habían estudiado el itinerario al detalle, diseñando cada etapa, señalando las paradas y estableciendo una red de contactos que les permitiera disponer de apoyo a lo largo del camino. Cuando Alberto me presentó a sus amigos y les dijo que yo vivía en Zaragoza, abrieron unos ojos muy grandes. “Mira por dónde necesitábamos un contacto en Zaragoza y ya lo tenemos”, dijo Ángel. En sus palabras había algo extraño. También en su mirada, que me pareció lejana como si recogiera un panorama más amplio del que abarcaba el despacho de Alberto donde nos encontrábamos. Paloma no dijo nada, hizo un gesto amable y sonrió. Tuve la sensación de que los dos sabían anticipadamente que yo vivía en Zaragoza y de que contaban con mi apoyo antes de que mi amigo nos presentara. Ahora, al cabo de casi diez años, estoy cada vez más seguro de que Ángel y Paloma sabían más de lo que decían pero respetaban la manera que tenemos de comunicarnos las personas normales.
En el plan de viaje que se habían trazado figuraba La Muela como fin de una etapa y principio de la siguiente. La anterior era La Almunia de Doña Godina. Zaragoza sería la siguiente y Zuera la subsiguiente. Pararían después en Almudévar y Huesca, para seguir camino hacia Angüés, Barbastro y Graus. Antes de La Almunia se habrían detenido en Calatayud, donde planeaban hacer un alto de veinticuatro horas para prepararse a la dura etapa montañosa en la que tendrían que afrontar la travesía de la sierra de Vicort con la subida a los puertos de Cabero y El Frasno. Cada tramo del camino que proyectaban tenía una longitud oscilante entre los veinticinco y los treinta y cinco kilómetros. Habían programado descansar un día completo tras completar diez de viaje, haciendo por tanto la primera parada larga en Calatayud. La siguiente sería en Benabarre y las restantes fuera ya del territorio de Aragón.
Me hicieron algunas preguntas sobre las rutas y las gentes de esta tierra, pero al responderlas volví a tener la sensación de que ya la conocían bien, a pesar de que me aseguraron que nunca habían viajado por Aragón. “Os habéis perdido algo muy bueno”, les dije entre bromas y veras. “Menos mal que sois jóvenes y vais a ponerle remedio pronto”, añadí. Luego conversamos un rato sobre las formas de viajar y estuvimos de acuerdo en que hacerlo a pie era más fatigoso, pero permitía un conocimiento del terreno, de la gente y de uno mismo muy superior al que proporciona cualquier otra forma de desplazarse por este planeta. Volvió a llamarme la atención la forma que tuvo Ángel de decir esto último. “Claro, hay que tener tiempo para eso”, me disculpé yo, consciente de que sólo los privilegiados disponen del necesario para llevar una vida verdaderamente humana y no tan agitada como la que soportamos la mayoría de la gente en esta época. Ellos lo tenían. Cuando llegaran a Bosnia, dijeron, habían hecho planes para recorrer el Camino de Santiago a pie, saliendo de París. No me atreví a preguntarles si de Bosnia a París iban a ir del mismo modo, pero lo que me pareció claro es que disponían de todo el tiempo del mundo.
El encargo que recibí como colaborador de aquel viaje de denuncia fue preparar el alojamiento de la pareja en La Muela, Zaragoza y Zuera. Debía buscar una fonda, pensión u hotel sencillo para que al finalizar cada etapa pudieran asearse, cenar y descansar. Me comprometí a hacerlo y concretamos fechas. Tardarían trece jornadas en llegar a La Muela desde Madrid, incluido el día de descanso en Calatayud. Su plan era salir de la capital en cuanto se avistara la primavera, para cuyo inicio oficial faltaba un mes escaso. Calcularon que su arribada a Calatayud sería a últimos de marzo y que estarían en La Muela, Zaragoza y Zuera en los primeros días de abril. Aunque faltaba algún tiempo, me movilicé en cuanto regresé de Madrid. Llamé por teléfono a la fonda que existía en la plaza de Vicente Tena de La Muela para preguntar si dispondrían de una habitación en los primeros días de abril. Me respondieron amablemente que sí, pero que les avisara antes para concretar la fecha. En Zaragoza y Zuera hice también las gestiones oportunas.
Aún no había transcurrido un mes desde nuestro encuentro en Madrid cuando me llamó Alberto diciendo que la pareja había emprendido el rumbo. Los encontró muy animados y decididos el día de la partida. Llevaban varias camisetas serigrafiadas con la consigna PAZ PARA BOSNIA y una pancarta enrollable que desplegarían siempre que hiciera buen tiempo. A pesar de resultarles más incómodo, habían decidido caminar por el borde de la autovía hacia Zaragoza, considerando que su protesta por la guerra sería más evidente al cruzarse con mayor número de vehículos que por una carretera secundaria. Le pregunté a mi amigo cómo había resultado el inicio de la aventura y me sorprendí al saber que sólo él y otros dos miembros de la empresa habían acudido a la Puerta del Sol, donde se halla el emblemático kilómetro cero de todas las rutas radiales de España, a despedir a la pareja. A mis nuevas preguntas respondió Alberto diciéndome que lo ignoraba casi todo de ellos, pero que le causaron muy buena impresión cuando los conoció. Nunca habían hablado de sus respectivas familias, ni de sus amigos, ni de si estaban casados o tenían hijos. En una de las entrevistas que tuvieron antes de la partida les oyó hablar de “los niños”, pero fue una referencia vaga y no quiso investigar. Alberto es un hombre muy discreto, una excelente persona absolutamente respetuosa con la vida de los demás. Su empresa había decidido sumarse a la protesta por la vergonzosa guerra de los Balcanes y lo hacía con la más exquisita consideración hacia quienes se ponían en ruta para contribuir a la denuncia.
Llegó el día previsto para la llegada de los peregrinos a La Muela. Yo había ya avisado de la fecha concreta en la fonda, pero llamé de nuevo para decir que prepararan cena para seis personas, puesto que subiría al pueblo con dos amigos y mi mujer a fin de recibir a los caminantes. Llegamos hacia las siete de la tarde y pudimos contemplar la serena puesta del sol en un horizonte moteado de nubes algodonosas. Avistamos a los viajeros cuando faltaban unos minutos para las ocho y ya las sombras del crepúsculo comenzaban a revolotear por los acampos de Costa y Moncasi. Llegaban agotados pero felices. Era una etapa vencida, el final estaba más cerca. “¿El final?” fue la pregunta de un exhausto Ángel como respuesta a los ánimos que tratábamos de darle en vista del lamentable estado de sus pies. Paloma era experta en tratar llagas y escoceduras, aunque no conseguimos saber si era médico, enfermera o trabajaba de alguna manera en los ambientes sanitarios. Realmente no conocíamos nada de los caminantes ni Alberto, ni yo, ni, por supuesto, mis acompañantes en La Muela. Tampoco creo que en el pueblo averiguara alguien algo. Aunque quién sabe.
Cuando llegamos a la fonda, todo fueron atenciones. Lo primero que hicieron los peregrinos fue ducharse. Luego Paloma curó las heridas de Ángel durante un buen rato. Esto sí que fue sorprendente. Cuando recibimos a los viajeros a la entrada del pueblo, el hombre se había descalzado y pudimos ver casi en carne viva sus pies. Al terminar el tratamiento de Paloma, cuando nos disponíamos a cenar, me dijo con tono misterioso: “Esta mujer es un hada, mira”. En ese momento se quitó las babuchas que llevaba puestas y me enseñó su pie derecho, al tiempo que me hacía un gesto de silencio. Me quedé perplejo. Mi mujer y los amigos que nos habían acompañado conversaban con Paloma. Estuve a punto de llamar su atención sobre el prodigio, pero el gesto de Ángel me disuadió. No había ni rastro de las llagas que todos habíamos visto. Ya me había acostumbrado a las extrañas circunstancias que rodeaban a la pareja, de modo que guardé el dato en el cajón de los secretos, porque así entendí que me lo pedía el peregrino.
Cenamos con ellos y dejamos pagada su cuenta hasta el desayuno de la mañana siguiente. Qué menos podíamos hacer para solidarizarnos con aquella pareja que estaba dedicando más de un mes de sus vidas a denunciar una de las mayores vergüenzas, no humanas sino inhumanas, que estaba contemplando el final del siglo veinte. Nos despedimos y quedamos para vernos al atardecer de la siguiente etapa, ya en Zaragoza. Así fue. El rito volvió a repetirse. Los esperamos a la hora calculada en el alto Carabinas, ya que había concertado su alojamiento en la residencia juvenil que allí existe. No hubo muestra de llagas ni revelación del misterio que conseguía hacerlas desaparecer en media hora dejando los pies nuevos y fragantes, pero no me cabe duda de que así fue y de que así ocurría tras cada jornada de marcha. Volvimos a cenar con ellos, como hicimos en La Muela, dejamos todo arreglado y nos despedimos. Al día siguiente nosotros trabajábamos y ellos emprenderían la etapa de Zuera, en la que ya no estaríamos presentes, aunque sí amigos de allí a quienes yo había avisado rogándoles que los acompañaran.
No volví a saber de la pareja, salvo que pasaron por Huesca, Barbastro y Benabarre, e indudablemente por los puntos intermedios. A través de Alberto me enteré de que habían llegado a Andorra y pasaban a Francia. En el país vecino era otra empresa solidaria la que patrocinaba su expedición y perdimos definitivamente el contacto. Nunca más he vuelto a saber de los peregrinos. Sí de Alberto, una de las personas más amables y eficaces que he conocido, que ya no vive en Madrid sino en Asturias, su tierra. Antes de que se fuera de la capital, en un nuevo viaje que debí hacer para resolver asuntos, pasé a visitarlo como hacía siempre que me daba tiempo. Hablamos de los peregrinos. Le conté lo que había visto y contrastamos nuestras impresiones al respecto. Coincidimos en que eran seres extraños, gente distinta, algo especial. Yo le manifesté mis sospechas de que se tratara de . . . Alberto me miró sin sorpresa y me confesó que él lo había pensado desde que los conoció. Añadió que no lo había comentado con su gente ni con otras personas, salvo ahora conmigo. “Total, chico, nadie me iba a creer y si se llegan a enterar los cazachismes hubieran dado al traste con la aventura”, me dijo. “Fue una idea muy bonita. Además, como recordarás”, siguió diciendo, “tres meses después de salir ellos desde aquí, acabó por fin la vergonzosa guerra de Bosnia”. Y añadió: “Fíjate en el detalle. Se hacían llamar Ángel y Paloma, dos nombres muy etéreos, o muy aéreos, no lo sé bien pero hay algo raro, ¿no te parece?”. “Sí”, le respondí yo, “varias veces lo he pensado. Tal vez hayan estado en Madrid y hayan pasado por Calatayud, La Muela, Zaragoza y otros puntos de Aragón unos . . .”. No supe ni quise acabar la frase. Alberto y yo nos miramos en silencio. Luego alzamos a la vez los hombros con la sensación de habernos topado con las barreras del enigma.