PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

un tesoro escondido

Conocí hace tiempo en Zaragoza a un tipo muy curioso cuyo verdadero nombre era Alipio Ram, aunque se hacía llamar de otro modo. Vivía cerca de la Puerta del Carmen y acostumbraba a pasear por los alrededores al atardecer. Tuvimos por entonces cierta relación, nacida del trabajo, que poco a poco fuimos perdiendo por razones varias. Entre otras, porque cambió de destino y de domicilio. Ya no me encuentro con él por el paseo de Pamplona, ni por la calle de Hernán Cortés, ni en el Café de Levante del que presumía ser cliente preferencial.
Alipio era hombre aficionado a contar anécdotas personales. La que ahora voy a referir le ocurrió hace ocho o nueve años. Me la contó como algo reciente y han pasado casi siete desde que no veo a este antiguo colega. En aquel momento no le di mayor importancia, pero ahora ha vuelto a mi memoria por tratarse de un asunto relacionado con Valdejalón. El suceso que me contó fue el siguiente:
Caminaba un día despreocupadamente por el paseo de Teruel, a primera hora de la tarde, cuando una voz aguardentosa se le colgó en los oídos. Un hombre de edad indefinida y aspecto lamentable estaba a su lado preguntándole si era el dueño de un coche deportivo aparcado allí mismo. Lo que le dijo fue más o menos esto: “Óigame, joven, ¿es usted el propietario de ese For Escó?”. Le sobresaltó el nombre porque por entonces Alipio trabajaba bajo la jurisdicción administrativa de un tal Escó, con el que mantenía una relación laboral muy tensa y del que echaba constantemente pestes beodas. El interpelado reaccionó enseguida al ver que simplemente se trataba de un coche de marca Ford y modelo Escort. Pero daba la casualidad de que su agrio jefecillo tenía también por entonces un modelo deportivo parecido a aquél, también de color rojo, aunque no podría precisar la marca. No obstante se tranquilizó pensando que se trataba de eso, de una simple casualidad. Superado el trance, le pareció aquélla una ocasión propicia para la chanza, por lo que decidió darle cuerda al desconocido. Volviendo hacia él la mirada, tras haber inspeccionado a fondo el vehículo de marras, dice que le dijo: “No es mío, caballero; ¿acaso tengo yo pinta de ser el propietario de un For Escó?”. Había pronunciado la última palabra con tal ímpetu que varios transeúntes se detuvieron presagiando una pelea callejera. Para el indigente, sin embargo, no debía significar nada aquella voz intempestiva ni seguramente conocía al tal Escó, de forma que permaneció impertérrito defraudando a quienes vaticinaban gresca. Lo que dijo el desconocido al cabo de un rato de mirarle en silencio fue sencillamente esto: “No se me moleste usté, joven, ni me insulte, que sólo quería saber si pudiera usté subirme ahorita mismo a La Almunia”.
Aunque el acento no lo delataba, Alipio sospechó al indigente de otras latitudes por lo de “ahorita mismo”. Intrigado, le preguntó: “¿Es usted de ese pueblo acaso?”. “No”, le respondió el hombre, “soy más bien de muy lejos, pero me han dicho recién que suba enseguida para rescatar un tesoro”. Me contaba Alipio que estuvo a punto de estallar, por un lado de indignación y por otro de risa. Sin embargo, se contuvo. Más allá de su desastrada imagen, tenía aquél hombre un toque de distinción que le daba cierto crédito. Además, ¿quién podía descartar la existencia de un verdadero tesoro en La Almunia? ¿No tenía la villa un pasado remoto, que comenzaba al menos en época romana con la mítica Nertóbriga, y no había sido transitado acaso por visigodos y musulmanes antes de ser definitivamente tierra cristiana? Aquel punto estratégico en la ruta de Madrid, ¿no conservaría más de un secreto en sus entrañas?
Alipio se ocupaba entonces de cuestiones relacionadas con la arqueología y la excavaciones de ruinas antiguas. Tras conocer las intenciones del presunto indigente, se creyó en la obligación de averiguar todo lo posible al respecto. Pudiera tratarse de un buscador clandestino de tesoros o de uno de esos desaprensivos que recorren los campos con un detector de metales buscando monedas, armas, joyas y otros objetos antiguos. A pesar de su lamentable apariencia, aquel hombre podía ser uno de ellos, de modo que decidió seguirle el juego y dice que le dijo: “¿A dónde habríamos de ir en concreto, caballero?”. “Al pueblo de La Almunia, como le vengo diciendo, joven”. Alipio era hombre maduro, con muy poco pelo y aspecto envejecido. Lo de joven le venía impropio, curtido como estaba por la edad y por los pactos alcohólicos que tenía con las cervezas de medio planeta que trasegaba sin pausa, pero aquella referencia a la juventud dice que le llegó al alma. Le pareció que renacían sus antiguas ansias de explorador de hemisferios físicos y químicos, unas aspiraciones que el tiempo, la rutina y la administración pública en la que trabajaba habían reconvertido en simple inquina persecutoria de arqueólogos de salón. Comenzó a imaginar glorias imperecederas tras el descubrimiento, por su intervención, de alguna riqueza insospechada en las profundidades de La Almunia, en la zona del antiguo poblado de Cabañas o en algún recóndito rincón de su término municipal. ¿Dónde querría dirigirse concretamente aquel misterioso personaje? ¿Tendría informaciones secretas? ¿Era un cebo puesto por algún depredador furtivo? ¿Sería su apariencia un mero disfraz, una añagaza? ¿Por qué aquella voluntad de viajar al pueblo en un deportivo de color rojo chillón? ¿No se trataría de alguna argucia, no se escondería una trampa tras aquella sorprendente propuesta? ¿Y si convencía al demandante de que le aguardara allí mismo mientras él iba a por su todo terreno aparcado en el garaje de su casa, a pocos metros de allí?
Me contó Alipio que acordó esto con el hombre, pero que cuando llegó al punto de encuentro ya no estaba. También había desaparecido el Ford Escort aparcado antes allí. Dice que se puso en marcha de inmediato, muy intrigado. Poco después de rebasar el parador de El Cisne, en la autovía de Madrid, le adelantó a toda máquina un deportivo rojo ocupado por dos personas cuyo rostro, lógicamente, no pudo distinguir. Si uno de ellos fue o no el tal Escó es cosa que no podía afirmar, como tampoco la naturaleza de su acompañante que más bien le pareció mujer aunque me hizo notar que también el desconocido del paseo de Teruel llevaba melenas. Alipio siguió su ruta, llegó a La Almunia y estuvo explorando los alrededores por si observaba sujetos o movimientos sospechosos. Era la primavera avanzada, de modo que registró el término hasta que se fue la luz e incluso después por si sorprendía luminarias furtivas. Nada detectó, ni a nadie sorprendió en actividades ilícitas. Por supuesto, no halló ni rastro del deportivo rojo. Nunca supo nada más del indigente. Si se trató de un farsante o de un perturbado, era cuestión que escapaba a su conocimiento, afirmó. Lo que sí podía asegurarme es que a los pocos días de aquel encuentro vespertino, fueron detenidos por la guardia civil, en el término de Alpartir, dos individuos que estaban realizando prospecciones clandestinas y que se les requisaron detectores de metales, piquetas, rastrillos e instrumentos varios, así como un vehículo del modelo Ford Escort.