Estaba anocheciendo cuando entraron en Bardallur tres jóvenes del pueblo procedentes del monte de La Muela. Venían muy avergonzados. Habían esperado a que se apagara el día para no ser objeto de la burla de sus vecinos porque llegaban en un estado lamentable. A Yucef le dolía todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, tras la pelea mantenida con uno de los guardas que terminó arrebatándole la falce con la que estaba cortando leña. Muzate llegaba sin el capotín que se le había caído durante la huida y quedó en poder del otro guarda, Lope de Aso, que lo persiguió un buen trecho hasta expulsarlo del término. También había perdido la estraleta que llevaba para la faena, la cual soltó en la fuga para correr mejor. Yuba, por su parte, estaba muy magullado y había perdido el zurrón con las viandas que portaba para comer todos y que quedaron desparramadas por el suelo en medio de la refriega.
Habían salido los tres muy de mañana de su casa con el ánimo de recolectar furtivamente leña en los montes aledaños. Ya habían predado en días anteriores los Cantales, Cabaña Roya y el barranco del Espartal por la parte de Urrea y Lumpiaque, de modo que dirigieron sus pasos hacia La Muela, suponiendo que los vecinos estarían al descuido, como en años anteriores. No era así, sin embargo, porque los jurados habían decidido proveer dos guardas que protegieran el término y evitaran el despojo y los destrozos que acontecían en los otoños con frecuencia.
Cuando los tres moritos de Bardallur arribaron a las inmediaciones del monte de La Muela se las prometieron muy felices al no ver movimiento alguno por allí. Supusieron que las gentes del pueblo, que disponían de buena leña en las partidas de Royuela, los Boqueros, el barranco de Valtuerta y en las otras laderas que miran hacia Botorrita, Mozota y Muel, tendrían puesta poca atención en aquellos parajes orientados al noreste por donde ellos llegaban. De esta forma comenzaron afanosamente a recoger ramas caídas y a cortar troncos pequeños, tratando en todo momento de proceder con disimulo para que al cabo de unas semanas, sobre todo si llovía, no se notara el expolio ni los vecinos del pueblo pudieran reparar en los perjuicios causados.
Lope de Aso y Juan de la Plaza, comisionados por los jurados para la vigilancia del término, se hallaban por las balsas de la Mezquita cuando oyeron a lo lejos el rumor. Era un día de viento. Estaban acostumbrados a servirse de este alado mensajero para escrutar aquellos terrenos que lamía el cierzo, de los cuales levantaba no sólo el polvo y la hojarasca del otoño sino también los menores sonidos ocasionados por hombre o animal que por aquella parte anduviese. De esta forma se percataron pronto de que alguien o algún bicho se hallaba trasteando en el cabezo de las Moscas. Podía tratarse de una cabra extraviada, en cuyo caso la recogerían para volverla a mandamiento. Si no era así y sorprendían a furtivos poniendo cepos o allegando leña, tendrían que ajustarles las cuentas.
Aproximándose con el viento contrario, que en este caso era favorable porque deshacía el rumor de sus pasos, no tardaron en descubrir a los intrusos. Se acercaron lo suficiente para identificarlos pero al mismo tiempo mantuvieron una distancia prudente para no ser vistos. Lope de Aso, el mayor de los dos, susurró a los oídos de su compañero una consigna de calma. Por voto de Juan de la Plaza hubieran acometido de inmediato a los ladrones para ponerlos en fuga. Lope jugaba con la picardía que proporciona la edad y dio a entender a su colega que debían esperar a que los moritos de Bardallur, a quienes ya había identificado, terminaran su trabajo. Se mantendrían alerta y les dejarían hacer. Cuando tuvieran recogidas buenas brazadas de leña, llegarían en nombre de la ley, requisarían el cargamento y los acometerían si eran tan osados como para ofrecer resistencia.
El acuerdo entre los dos fue inmediato. Permanecieron al acecho durante más de dos horas, mientras Yucef, Muzate y Yuba acumulaban afanosamente su mercancía. Cuando les pareció que ya tenían dispuestas suficientes cargas, decidieron descansar para comer los bocados que traían. Yuba se dirigió a por el zurrón que había dejado colgado de una rama no lejos de donde se encontraban, mientras sus dos compinches terminaban de apilar la leña y la ataban con unas correas para cargarla luego a sus espaldas. Fue el momento que aprovecharon los guardas para aparecer de improviso. De momento serían dos contra dos y además los depredadores estarían cansados, desfallecidos y hambrientos. Los de Bardallur les hicieron frente cuando fueron requeridos en nombre de la ley, por lo que fue inevitable la pelea. A los gritos llegó Yuba, el más joven de los moriscos, con el zurrón de la comida suelto. Se sumó a la refriega que pronto se inclinó a favor de los guardas a quienes no sólo asistían el derecho y la razón moral, sino también las fuerzas corporales. Persiguieron durante un buen trecho a los despavoridos leñadores hasta que, llegados al acampo de Coscollar, dieron los guardas de La Muela por bien servida la lección a los truhanes.
No habían pasado aún cinco días del suceso cuando un morisco bravucón del mismo pueblo, bien conocido por sus hechos violentos y sus palabras soeces que no sólo zaherían al rey don Felipe sino también a la religión cristiana y sus ministros, se presentó de sopetón en La Muela acompañado de tres sujetos mal encarados, todos a caballo. Blandían en sus manos lanzas y espadas pidiendo a grandes voces que se presentaran los hombres para tener conversación con ellos. Sólo había en el pueblo mujeres, ancianos y algunos niños. Iba mediada la mañana y todos los brazos útiles se hallaban en el laboreo del campo, en la recogida de la oliva o apacentando el ganado por las partidas del término. Gil Duarte, que así se llamaba el cabecilla de los invasores, galopaba de un extremo a otro del pueblo al frente de sus secuaces pidiendo a gritos que le devolvieran las prendas arrebatadas días antes a uno de sus hijos y a otros dos jóvenes de Bardallur.
Nadie sabía responder a la demanda ni quería, sabedores todos los vecinos de la felonía cometida por aquellos desaprensivos que quisieron hurtarles el provecho de la leña. Finalmente salió de su casa el joven Juan de Aso, hermano menor de Lope, que hizo frente al amenazador Duarte a pesar de hallarse tambaleante por las fiebres. Les dijo a los forajidos que volviesen cuando estuvieran los hombres y que pusieran el pleito en manos de la justicia, para ver qué razón les asistía. El engreído morisco comenzó a renegar de Dios y de los santos del cielo amedrentando con gestos de su lanza al joven enfermo y conminándole a entregar las prendas so pena de muerte. La madre del muchacho salió a pedir clemencia, temerosa de que el enfurecido jinete cumpliera la amenaza. Hizo entrar en casa a su hijo y se enfrentó ella misma a la partida de facinerosos que pretendían avasallar al pueblo y cometer una fechoría tras haber intentado otra días antes los de su calaña.
El renegado Gil Duarte no quiso atender a razones y con nuevas amenazas exigió la devolución inmediata de las prendas confiscadas por los guardas. Temiendo la señora que aquel descreído las cumpliera, puesto que cada vez estaba más furioso y alardeaba de fuerza ante sus compinches, entró en la casa y sacó las dos herramientas confiscadas, así como el zurrón de la comida, ya vacío, y el capotín perdido en la huida por uno de los furtivos.
Enarbolando en señal de triunfo las prendas recobradas, el cabecilla y su tropa abandonaron La Muela no sin proferir nuevas amenazas y más violentos insultos contra el rey y contra Dios. Dos ancianos, que se acercaron a la morada de los Aso tras la partida de los maleantes, juraron por lo más sagrado que las cosas no quedarían así.
Cuando regresaron los hombres de sus quehaceres y supieron lo acontecido, se organizó un gran alboroto con voces que pedían venganza inmediata. No querían soportar la felonía de aquellos malhechores que habían aprovechado su ausencia para amedrentar a las mujeres y a los ancianos y recobrar el cuerpo del delito sin someterse a jurisdicción alguna. Reunidos los hombres buenos de la villa, los jurados y los miembros del concejo municipal determinaron elevar el caso a la justicia para que el pleito se resolviera por los cauces ordinarios y terminara aquella sucesión de expolios que a menudo les causaba preocupación y quebranto.
La causa se sustanció unos meses después en la ciudad de Zaragoza, compareciendo micer Pedro Fernández, notario y procurador de los jurados de La Muela, así como testigos del caso que declararon sobre ésta y otras fechorías de los moriscos de Bardallur. Juan de Aso, que asistía a la causa ya restablecido, declaró que vio aquel día en los ojos del bravucón Duarte un fulgor como de infierno y que, a su juicio, mucho castigo era ese para persona que viviera con ello en este mundo, por lo cual solicitaba al tribunal menor condena para el encausado que de esa manera podría recapacitar sobre sus actos y reformar su conducta. De este modo, siguió diciendo el joven, podría conseguirse en el futuro un mejor entendimiento entre los habitantes de La Muela y sus vecinos moriscos, no sólo de Bardallur, sino también de Botorrita, Mozota y Muel, con los que tenían frecuentes controversias. Se admiraron los notarios, procuradores y juristas que componían el tribunal ante las declaraciones del muchacho, principal testigo del proceso, y mirándose reflexivamente unos a otros, se retiraron a deliberar.
Dos semanas más tarde, un oficial de la Santa Hermandad acompañado de dos corchetes armados entraba mediada la tarde en Bardallur. Llevaba una orden de detención contra Gil Duarte a quien debía conducir preso ante el tribunal para que declarase. Los recién llegados se toparon con un cortejo fúnebre no muy numeroso. Detuvieron respetuosamente sus cabalgaduras, pero enseguida se percataron de que no eran mirados con buenos ojos por los acompañantes del féretro. Se dirigieron luego en busca de los jurados de la aldea para hacerles saber los cargos que pesaban sobre su vecino y para que fueran testigos del prendimiento del mismo. Fue entonces cuando conocieron la noticia: Gil Duarte se había desnucado al caer del caballo la tarde anterior. Al salir del pueblo camino de Zaragoza con los documentos probatorios del caso, volvieron a tropezarse con el pequeño grupo de familiares que venían de darle sepultura.