Que tronara en el corazón de enero no era cosa de ordinario, así que Aniceto Tomás miró al cielo y creyó ver sombras extrañas al paso de una nube. Le dio aquello mal presagio y lo estimó como anuncio de una desgracia o el aviso de perjuicios por llegar. El agua venía bien para los trigos sembrados y haría algo por los pastos de la primavera que pronto empezarían a despertar, pero la forma en que sonó el primer estruendo le intranquilizó. Un trajín de la memoria le hizo recordar los destrozos de la última tronada de agosto. Instantes después fueron las palabras del curandero de Muel las que le acudieron a la mente. Fue dos semanas antes, por la Navidad, cuando acudió a visitarlo en secreto. Su mujer Jacinta sufría aquejada de fiebres malignas que ningún físico de la ciudad lograba desterrar. Le dijo Telesforo que se avecinaban tiempos malos y que vería pronto prodigios desacostumbrados en el firmamento. Cuando al mediodía del 7 de enero se cubrió repentinamente el cielo con aquel nubarrón oscuro y sonó amenazador el primer trueno, Aniceto Tomás recordó los presagios del brujo.
Telesforo Colax arrastraba la fama de su padre y de su abuelo. Éste había organizado en Daroca un tremendo escandalazo por las fiestas de San Juan sacando a bailar en medio de la plaza a veintinuna damiselas venidas del infierno a su conjuro, según afirmó luego la voz popular. Desterrado de las tierras altas, debió andar vagabundeando por el reino de Valencia hasta que regresó a las tierras del Jiloca con un muchacho llamado Orencio al que hacía pasar por su hijo. Despareció Telesforo al cabo de unos años sin que nadie supiera dar razón. Unos dicen que murió, aunque su tumba no está en ninguno de los cementerios de la comarca, ni siquiera en los corralicos. Otros afirman que se desintegró una noche mientras volaba, que las tinieblas lo devoraron para no dejar rastro de su mala ralea. Algunos dicen que se pudrió al sol o que lo enterró su presunto hijo en algún descampado. Orencio, en todo caso, parece que llevó una vida menos agitada que su padre y residió en Daroca hasta que volvió a ser apresado por la Santa Inquisición. Liberado al fin, pudo salir de aquella ciudad con un hijo llamado igualmente que su padre: Telesforo. De ninguno de ellos se conoció nunca la madre, lo que dio pie a pavorosas sospechas sobre la naturaleza de los recién nacidos. Hubo quien les atribuyó origen satánico haciéndolos fruto de sucesivas coyundas entre brujos y diablas, que no todo habían de ser varones en los infiernos. Fuera cual fuese la progenie de Telesforo Colax, sus conocimientos eran recurso frecuente para las gentes de Muel y los contornos, incluido el pueblo de La Muela.
A la primera tronada del mediodía sucedió otra, tres horas después, que volvió a poner en vilo a los vecinos. Aniceto Tomás se creyó en la obligación dar aviso de lo que sabía a través del brujo. Tendría que descubrir la visita oculta que le hizo, lo que le acarrearía una severa reprimenda por parte del regente de la iglesia. No perdía ocasión el buen cura de prevenir a sus feligreses manifestándose contra las supercherías de Telesforo y de otros varios curanderos que habitaban en Botorrita y en La Almunia. Aunque eran bastantes los vecinos que recurrían a ellos para remediar casos a los que no alcanzaba la medicina oficial, nadie lo reconocía en público. Bien pensado, cavilaba Aniceto, tampoco ahora era necesario declarar el origen del aviso que debía dar. Diría que le previno un capellán de La Seo con el que fue a consultar un caso de conciencia. O que le advirtió de la desgracia una tía monja del convento de las madres dominicas a la que fue a visitar antes de la Navidad. Siempre habría una salida que le evitara revelar la procedencia de su información, pero no podía demorarse más si quería proteger a los suyos y a los demás vecinos de las penalidades que se avecinaban.
Lo que le había dicho Telesforo Colax se estaba cumpliendo al pie de la palabra. Aunque no predijo el día, sí le advirtió de que sería pronto, no pasando un mes, y de que vería señales en el cielo cuando sonara el primer aviso. Aviso dijo, que no trueno. Aniceto le había preguntado si hablaba así por tratarse de algo especialmente peligroso. El brujo le respondió que sí. Le aseguró que el mensaje del aviso estaría en el cielo, a donde deberían mirar más los que se decían buenos cristianos, en lugar de estar tan atentos a la tierra y sus miserias. Aniceto lo observó con detalle y quedó algo extrañado oyéndole decir esto, porque no se correspondían sus palabras con un hombre acusado de andar en tratos con Satanás. ¿Acaso un ser diabólico puede recomendar a los hombres mirar en dirección contraria a sus intereses? Telesforo, sin embargo, lo hacía. Y ello además de curar las llagas y apañar los huesos a quienes a él recurrían. Nada pedía a cambio y a nadie cobraba un real, aunque siempre la gente le satisfacía con alguna voluntad. Era voz común que nunca faltaba una hogaza en su mesa, ni un trozo de cecina en su alacena, ni la fruta o verdura del tiempo que cumpliera. Ningún vecino de Muel lo había sorprendido jamás hurtando, ni siquiera cuando a él y a su padre les pusieron vigilancia durante más de un año tras llegar desterrados de las tierras de Daroca.
Cuando sonó el trueno por segunda vez a las tres de la tarde, Aniceto Tomás recapacitó. Tuvo claro que estaban cumpliéndose los presagios del curandero. Era la segunda señal, el segundo aviso. Intentó restaurar en su mente la imagen que había visto en el cielo al sonar el primero. Fue algo más que un simple relámpago o una señal luminosa informe. Se trataba de la figura de un animal que no consiguió identificar. Cerró los ojos y trató de recomponerla. De repente le vino a la memoria el relato que le había hecho en cierta ocasión uno de sus hermanos, residente en Alcañiz, del prodigio que vieron en el cielo los habitantes de Valdealgorfa, un pueblo del Bajo Aragón, y él mismo que casualmente se encontraba aquella tarde allí. En medio de una terrible tempestad apareció en el firmamento sobre el Charco del Agua Amarga una especie de serpiente alada que estuvo oscilando durante varias horas entre Valdealgorfa y Mazaleón, en el valle del Matarraña. Fue un oscuro prodigio de piedra y granizos turbulentos que se repitió años después según cuentan las crónicas. En esta segunda ocasión fue la sierpe también un monstruo de viento que con sus soplidos contuvo las avalanchas del río formando una represa y lo anegó todo. Cuando se retiraron las aguas quedó sobre los campos una costra gris, como de ceniza.
Aniceto no lo dudó un segundo ya. Salió de casa protegido por su gabán desafiando a la intensa lluvia que había empezado a caer tras el segundo aviso. Buscó al alcalde, a los jurados y a todos los hombres que pudo hallar disponibles y les dijo que debían poner a buen recaudo las cabras, mulas, jumentos, cerdos y demás animales domésticos sobre los que tuvieran jurisdicción. Que ninguno de ellos debía quedar al descubierto bajo la lluvia porque algo malo pudiera sucederles si así permanecían. Que lo hicieran enseguida porque apuraba el tiempo. Que igualmente protegieran a perros, gallinas, pavos, gatos y a cuantos seres vivientes quisieran evitar perjuicios. De casa en casa corrió Aniceto previniendo la desgracia. En todas halló oídos atentos a su advertencia menos en una. Jusepe Antón le llamó miedica y visionario. Luego le dijo cuando partía entre desazonado y furioso: “Tente quieto que las cabras bien se mojan”.
Tenía este Jusepe Antón una punta de cabras recogida al aire libre en un cercado a poca distancia del pueblo. Por pereza o por desprecio renunció a traerlas al establo de su casa para ponerlas a cubierto. Aniceto Tomás no supo decirle nada más que “Allá tú” cuando salió corriendo de su portal porque la lluvia arreciaba. Llegó a casa empapado, tras dar los dos últimos avisos, y hubo de revestirse todo porque la lluvia le había acosado por los cuatro puntos cardinales además de los otros superiores e inferiores. Aquella tempestad podría haber sido un prodigio si no hubiera tenido que soportarla como una tortura. Siguió lloviendo durante el tiempo que faltaba para anochecer. Cuando la apretada negrura de las nubes precipitó el fin del día, se desplomó sobre La Muela un trueno horrísono que pareció surgir de las profundidades de un abismo. Aniceto miró al cielo a través de una ventana alta y a punto estuvo de quedar ciego por el resplandor que acompañó al estruendo. Algo como lengua de fuego o cola de dragón ardiente pareció desprenderse del firmamento y precipitarse sobre la tierra.
Durante más de seis horas no tuvo Aniceto visión cabal. Pasada la media noche comenzó a recuperarla. La lluvia había dejado de caer. La temperatura en el exterior era extraordinariamente elevada, algo impropio de un invierno. Personas y animales parecían haber recibido una inyección de fuego, porque les ardían los ojos y los músculos. Ni Aniceto ni su familia consiguieron dormir aquella noche. Una inquietud gozosa les dominaba. Pasaron la vigilia comentando el suceso y hasta llamaron a casa de los vecinos para comprobar que no eran ellos solos los afectados. En efecto, no lo eran. Todos los habitantes de La Muela se hallaban igualmente animados. No sabían a qué atribuirlo, aunque la opinión más común consideraba aquello una consecuencia natural del súbito aumento de la temperatura.
Cuando amaneció, salió la gente somnolienta a sus labores. Pronto llegó la noticia de que en el cercado de Jusepe Antón habían aparecido muertas todas las cabras y que parecían como abrasadas. También se pudo comprobar aquella mañana que los almendros dispersos por las inmediaciones del pueblo, se hallaban todos repentinamente en flor.