PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

torero con margaritas

Belarmino Gimeno quería ser torero. Quería, sí, pero su afán estaba siempre envuelto en interminables titubeos. Sus dudas eran más propias de la gente mayor que de un muchachote de edad incierta, al que le quedaba por vivir la parte sustanciosa del futuro. Cavilaba en exceso. Su presencia, en cuanto a edad, confundía a los vecinos de Alpartir: unos afirmaban que había alcanzado la mayoría y otros, en cambio, hacían fama de su infantil precocidad. A la pregunta de sus años cumplidos, respondía siempre Belarmino con mohines de desentendimiento. Tampoco entre sus padres había coincidencia plena, porque no hacían buena memoria del nacimiento del mocé. El secretario del Ayuntamiento, que lo había inscrito en el registro, era el único que le afirmaba los quince abriles cumplidos.
La primera afición a los toros fue una herencia fraterna. Agapito, su hermano mayor, había vuelto un día de Zaragoza con un fajo de revistas que hablaban de la fiesta. Dijo también haber estado en una corrida donde se lidiaron reses de la ganadería de Épila, propiedad de un señor rico que vivía en la ciudad, se llamaba don Manuel, y sólo venía a verla en contadas ocasiones. En la plaza había oído hablar de un chico de Ricla, llamado Braulio, que iba para novillero de luces y talento.
Era verano. Todas las noches leía Agapito en voz alta un trozo de las crónicas de los festejos celebrados en Madrid y en otras plazas de fuste que venían en las revistas. Abría los ojos con mucha codicia asegurándole a su hermano que allí estaban la fama y el dinero. A Belarmino se le iba subiendo a la cabeza, día a día, una afición contagiada. Cuando se fue Agapito a la guerra de África, él siguió con la costumbre nocturna de leer a viva voz las crónicas. A su padre también le gustaban los toros, y en varias ocasiones había bajado a La Almunia y a Ricla para verlos. Pero llegó el otoño, se le acabaron las revistas y la afición se le fue durmiendo. Los fríos del invierno acabaron por disiparla.
Pasaron los meses. Un día llegó al pueblo un señorón en un coche. Alguien le dijo que era don Manuel, el dueño de la ganadería del valle, que iba a traer una punta de ganado bravo a las dehesas de Algairén. Venía a hacer los pactos. A Belarmino se le refrescaron los delirios taurinos, pero el empeño verdadero por llegar a ser un as de los ruedos le nació un mes más tarde, inesperadamente, en los prados de Somero. Había subido el muchacho al monte buscando margaritas silvestres para alguna mocita con quien pudiera hacer un proyecto de noviazgo. Hacía un calor de primavera, ese sofoco elemental y húmedo que altera las facultades de la gente joven porque el mundo parece más pequeño que la realidad. Los adolescentes recién venidos del invierno calculan poder comérselo entero en pocos años. La vida es entonces un vergel de pájaros cantores y no una jauría de lobos zalameros.
Belarmino Tizón sabía que aquellos prados los tenía acotados don Manuel, pero saltó las alambradas de la cerca y se dispuso a recoger las prímulas que sosegaban al atardecer. En su memoria remota no aparecía aún el nombre de la novia, pero se sintió obligado a demostrarle valor anticipadamente. Debía estar entrenado para cuando la ocasión se presentase. Pastaban mansamente en la pradera unos bureles castaños que se sobresaltaron a la vista del invasor. Pareció uno dispuesto a despejar el campo, porque inició movimientos de aproximación. El hombrecito, al verlo acercarse, se preguntó precipitadamente si podría más la novia o el miedo. No supo dar una respuesta inmediata al dilema. Pensó que ambas realidades eran irremediables, que no existe novia sin miedo ni miedo sin novia. Decidió por ello afrontar la embestida con el temor encharcándole el hígado, mientras la mirada de su futura novia se alzaba escrutadora desde un horizonte esperanzador.
La estrategia rindió fruto, porque esquivó con tanta maestría los derrotes del morlaco que decidió al cuarto pase hacerse torero siempre y cuando los ojos de una mujer enamorada estimulasen su valor. Belarmino volvió a casa sin todas las margaritas previstas, pero con una novia en el zurrón. Comenzaba allí la carrera más costosa: encontrar una muchachita, aunque llevara todavía trenzas, que aceptase ser su musa en los tentaderos, en las capeas y en las dehesas nocturnas a las que acudiría de furtivo con la complicidad de la Luna.
Con estos antecedentes llegó Belarmino a la fiesta. No tenía una voluntad concreta, por cuanto su deseo era un quiebro al destino nacido de un afán de margaritas. Si las flores silvestres hubieran crecido en los bordes de una estanca o de un amazonas tropical, su vida se hubiera orientado por otros derroteros: él se habría convertido en domador de patos salvajes o en estrangulador de caimanes, según donde hubiera hallado el obsequio floral para su novia.
Es el caso que el día de autos sólo consiguió reunir media docena de flores, arrancadas sin tino entre quiebro y quiebro al novillo bravo que le acometía. De regreso a su hogar las sacó del zurrón ajadas y embestidas, impropias de una novia por lejana que fuese, de modo que las arrojó al arroyo que discurría por las lindes del corral. Dudó en hacerlo, considerando que con voces tiernas y cuidados de mano conseguiría que recuperaran la lozanía, pero definitivamente las entregó al agua mansa antes de que se marchitaran en sus brazos magullados. Ellos le habían librado de mayores males en su porfía con el astado. Desconocía los pases oficiales y todas las academias, porque nunca había estado en una plaza y tenía de la tauromaquia un concepto literario, mítico y como de héroes, pero ignoraba el camino para alcanzar la cima. Sólo cuando saltó la cerca alambrada, con seis flores en la mano, supo que uno de los senderos para llegar a la gloria era el que pasaba por una dehesa primaveral cuajada de margaritas.
De allí en adelante todo fueron preparativos para el triunfo, aderezados siempre con la precaución de la duda. Leyó un libro ilustrado que le prestó don Filiberto, el maestro, hizo entrenamiento, fortaleció los músculos, cultivó las maneras, ensayó los pases, sopesó el futuro, estableció un calendario y decidió finalmente buscar la novia para la que llevaba cuatro temporadas recogiendo flores primaverales sin destino en los prados del monte Somero. Había sorteado en ese tiempo más de setenta astados, entre novillos y toros hechos. Estaba casi convencido de que su futuro caminaba por allí. Cada año mejoró su arte, habiendo utilizado desde el segundo un viejo capote que le compró el maestro un domingo de verano en el rastro de la capital.
Todo lo había hecho a espaldas de su familia, menos las lecturas nocturnas con las que reunidos recordaban a Agapito. El hermano mayor se había reenganchado en el ejército y estaba destinado en Cádiz. Cuando Belarmino les dijo que quería ser torero, se asombraron. Su madre le replicó que era aún muy joven, y su padre que se le había pasado la edad. Argumentó él que ya tenía novia formal a quien ofrecer las faenas y ofrendar los trofeos. Los progenitores lo miraron con mucha parsimonia. Una novia taurina puede conducir a la locura, le advirtió su padre. Belarmino no se arredró. Nunca había pisado un albero, pero confiaba en que su presentación fuera un rotundo éxito. Don Manuel, el ganadero, lo había sorprendido una noche en la dehesa, hacía ahora dos veranos; le cayó en gracia y le prometió darle una oportunidad tras verle trastear un novillo con acierto.
Llegó el día esperado. Era un festejo benéfico, en Ricla, el pueblo más taurino de la comarca, con otras cinco promesas de los ruedos, todos ellos de Zaragoza y todos menores que él. Encabezaba el cartel por rango de edad. Tuvo dificultades para que los demás lo admitieran así, dado que parecía más joven. Consiguió una invitación de barrera para su reciente novia. Sus padres se negaron a desplazarse para presenciar el festejo. Ilusionado, a pesar de ello, porque se le abría la puerta de la fama y podría obsequiar a su amada, vistió un traje campero que le agenció don Filiberto. Llegó a la puerta de la plaza en un carro engalanado con ramas de laurel, junto con los otros cinco concursantes.
En el patio de cuadrillas, Belarmino Gimeno comenzó a temerse lo peor. Miraba a un lado y a otro desasosegadamente. El ganadero se le acercó, viéndole inquieto. Está tu novia, le dijo, y eres todo un novillero; valor. Él lo escuchó con gesto desolado y no supo qué responderle. Llegó la hora del paseíllo. Cuando se abrieron las puertas, Belarmino tembló mirando primero al ruedo y luego a los tendidos poblados. Deshizo la formación y corrió a refugiarse en la penumbra del patio. Alarmado don Manuel, acudió junto a él.
-¿Qué te pasa, Belarmino? -preguntó el ganadero.
-¡No hay ni hierba ni margaritas en ese prado! -respondió el hombrecillo entre sollozos.