Eduardo se despertó sobresaltado. Estaban sonando las tres de la mañana en el reloj del salón, aunque le pareció que la campana repicaba interminablemente desde hacía muchos minutos, como tocando a rebato. Palpó la cama a tientas y comprobó que se trataba de una pesadilla, de un mal sueño. Todo estaba en su sitio. Serían las secuelas de la agitación de los días anteriores, que había pasado en Madrid resolviendo asuntos con uno de sus hijos. Una tranquilidad profunda reinaba en la casa. Por la ventana entreabierta de la alcoba se colaba el concierto sereno de la noche. Se levantó lentamente y caminó hasta el salón. Los ecos del reloj se habían apagado hacía minutos. Un tic-tac discreto confirmaba la normalidad del sendero por donde camina el tiempo. Se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y sacó la botella del agua. Se sirvió medio vaso y bebió despacio, siguiendo la trayectoria del frescor por el paladar, los alvéolos y el esófago. Satisfecho, pero aún sorprendido, se sentó junto a la mesa sobre la que había dejado el vaso.
No lograba identificar las imágenes que le habían intranquilizado mientras dormía. Una especie de nebulosa oscura ocupaba sus recuerdos inmediatos. Oyó repiques intensos, como cuando tocan a fuego porque está ardiendo un pajar. A los sonidos alborotados se sumaban voces y gritos de peligro. Todo llegaba desde dentro de algo o de alguien. Tal vez nacían los avisos del interior de una cueva instalada en las profundidades oscuras de la tierra, o tal vez eran las simas de su propia conciencia el lugar de donde procedían aquellas imprecisas señales de alarma. No podía darle muchas vueltas a la situación, porque nada se aclararía cavilando. Pensó que lo mejor era relajarse, refrescar de nuevo la boca y volver a la cama para tratar de conciliar el sueño. Bebió otro medio vaso de agua, introdujo la botella en el frigorífico y regresó a la alcoba.
El resto de la noche fue tranquilo. No escuchó las cuatro campanadas del reloj, ni las cinco, ni las seis, aunque sí las siete, como solía. Era la hora. Se levantaría con sigilo, para no despertar a su mujer, se asearía tranquilamente, tomaría un poco de fruta como primer remedio y bajaría a El Gato Negro a saborear un café bien cargado. Luego tenía que sacar el coche del garaje para desplazarse hasta las fincas y planificar la recogida de varias tablas frutales a punto de madurar. Había concertado para la semana entrante el trabajo con una cuadrilla de portugueses que le había dado muy buen resultado el año anterior. La cosecha era excelente. Si no ocurría nada inesperado, saldrían las cuentas.
Cuando volvió la puerta del bar, se alarmó. Repentinamente el viento había cambiado. De la blanda brisa sureña que acompañó la madrugada no quedaba más que el recuerdo y una imprecisa promesa de prosperidad. Lo que ahora se avecinaba era la amenaza de una tormenta. De momento, la amenaza. Malas las tormentas mañaneras. Presagios negros los que llegan tan temprano desde el Monegre, el Cabezo Galiano o la Nava Alta. Eduardo estaba preocupado. Nada podía hacer, sino esperar. Pensó en subir a casa, pero desistió. En el bar podría desahogar mejor su inquietud. Había allí otros hombres con el mismo problema, con el pensamiento puesto en sus tablas de frutales: peras, fresquillas y melocotón temprano que una tormenta inoportuna podría arruinar en pocos minutos. El hado del campesino pende siempre del capricho de las nubes.
Un silencio espectacular sujetaba el aliento de los hombres reunidos en el bar. Sólo hablaban las miradas, maldecían los ojos y amedrentaban el aire las mandíbulas tensas. Algunos rostros, carcomidos por la desesperanza, parecían definitivamente secos, incapaces incluso de llorar. Más de una blasfemia circulaba por los conductos secretos del pensamiento. La mujer, los hijos, los nietos, la familia… todo empezaba a quedar recubierto por una sombra cada vez más espesa. De las manos crispadas había huido cualquier ilusión de caricia.
Eduardo decidió afrontar el reto. Sin decir palabra alguna, porque hubiera sonado a ofensa, pagó su segundo café y salió del bar. La tempestad amagaba desde poniente, pero no se decidía a atacar. Él iba a plantarle cara. Si sus árboles resultaban masacrados por la piedra despiadada de las nubes, sufriría junto a ellos el castigo. Un sentimiento de hondura le había embargado mientras contemplaba los rostros cariacontecidos de sus vecinos. Tal vez ellos permanecieran allí, quietos e impotentes, mientras la torbisca destrozaba sus esperanzas de todo un año. Él no lo haría. El alma de sus perales, porque tenían alma, bien lo tenía comprobado, aguardaba su presencia entera a la hora de la desgracia. Para lo bueno y para lo malo estaba con ellos. Para alimentarlos, para protegerlos de las enfermedades, para mejorar su rendimiento, para mimarlos, para contemplar su belleza y agradecerles sus frutos acudía a sus campos, experimentando ese gozo profundo de quien se identifica con los seres nobles que le otorgan sus frutos, todos sus beneficios, no sólo los materiales. No tenía el poder de conjurar a los elementos, pero gritaría de terror junto a sus árboles para que ellos se sintieran acompañados, socorridos por la pena de un dueño que más bien era un hermano más y mejor desarrollado.
Lentamente se acercó a la cochera. Sus pasos eran firmes. Caminaba venciendo la resistencia de sus músculos, que preveían esfuerzos extraordinarios. Pero sus pies eran el vehículo de la voluntad. En su cabeza bullía la idea del combate que se avecinaba. La decisión era definitiva: iría al campo y permanecería allí compartiendo con sus árboles la suerte que determinara la tempestad. Arrancó el vehículo y se dirigió a la salida del pueblo. Tomó la carretera que por Lucena y Calatorao conduce a La Almunia, sintiendo la fuerza del vendaval que dificultaba la conducción. No tardó en llegar a una de sus propiedades, situada al borde de la ruta. Aparcó en la cuneta. Los perales comenzaban a agitar peligrosamente sus ramas como pidiendo clemencia. Tal vez no era prudente permanecer allí. Eduardo se miró las manos. Estaban tensas y sudorosas. Las vio impotentes, pero no resignadas. Algo querían decirle con aquel gesto de decisión. Parecían tener vida propia. Las manos querían hablar. Trató de escucharlas. Eran sus más preciados tesoros, los instrumentos con los que había trabajado desde hacía cincuenta años. Sabían de penurias y emociones, de esfuerzos y recompensas, de sufrimientos y caricias. Sus manos. Grandes, fuertes, poderosas, al mismo tiempo que suaves y compasivas. Útiles para la dulzura y para la fortaleza. Unas manos campesinas que sabían también mimar los libros y mover con eficacia las figuras del ajedrez. Manos que habían sido testigos de triunfos y desdichas, que habían dado ánimos y reprimendas, que conocían el lado brillante y el lado oscuro de la vida. En medio de aquella adversidad, con los elementos desatados contra el mundo, contra un mundo frutal que compendiaba toda una vida, Eduardo acababa de descubrir un nuevo rostro en sus manos.
Salió del coche y cerró a duras penas la puerta. La violencia del vendaval estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Tuvo que correr a sujetarse con sus manos al árbol más próximo. Agarrado a él, sintió con mayor intensidad la vibración que transmitían. Le pareció incluso que conversaban. El peral y sus manos conversaban. Sacudió la cabeza para espantar aquella alucinación. El viento le estaba trastornando. Siempre se había comentado en el valle del Jalón que el cierzo perturbaba las ideas y trastornaba el pensamiento. Hacía mucho tiempo que no experimentaba algo semejante, pero ahora le estaba sucediendo. Se volvería loco si seguía soportando aquella tortura. Debía regresar, o al menos meterse al coche y aguardar lo que fuera. Por furiosa que fuera la tempestad, no llegaría a volcar el vehículo.
Estaba a punto de separarse del árbol para buscar refugio dentro del vehículo cuando escuchó como una voz interna que le invitaba a resistir. También tuvo conciencia de ser el receptor de una promesa. Se abrazó estrechamente a su peral y permaneció quieto. Algún signo aparecería cuando huyera aquella tempestad seca que asolaba el valle. Eduardo no sabía qué, pero el presentimiento de algo maravilloso era cada vez más nítido. Tenía los ojos entornados para protegerlos. La violencia del viento parecía dislocar la realidad. Temió que el vendaval arrancara de cuajo el árbol al que estaba abrazado y que los transportara a ambos a países lejanos. De inmediato rechazó el pensamiento, atribuyéndolo al desequilibrio mental que provoca el cierzo. Si la torbisca derribaba el peral, rodarían los dos por el suelo hasta encontrar un nuevo apoyo.
Fundido con el vegetal, Eduardo perdió la noción del tiempo. Un especie de sueño consciente le hizo recorrer imaginariamente los contornos. Los estragos de la tormenta eran tremendos. Toda la fruta estaba en el suelo. En las parcelas vecinas no quedaba ni una señal de esperanza. Sin embargo, en la suya no había hecho mella el ventarrón. Le parecía imposible. Se sacudió la cabeza para alejar aquella idea imposible. Abrió los ojos con precipitación y le pareció que anochecía. Volvió a cerrarlos obligado por un peso inexplicable en los párpados. Poco a poco sintió un calor intenso que nacía de las manos y le recorría todo el cuerpo. Se sintió mejor. Ya no azotaba su cara el torbellino. Paulatinamente fue disminuyendo la velocidad del viento y aumentando el brillo de la luz. Sus músculos se relajaron. Creyó que despertaba. En la lejanía se oyeron campanas.
Abrió de nuevo los ojos, esta vez serenamente. Miró a su alrededor y se quedó pasmado. Recorrió con la vista su tabla de perales, examinando los que tenía al alcance. Entre las ramas apenas quedaban los frutos pequeños desechados por los recolectores a causa de su escaso calibre. En el suelo, sin embargo, no había rastro del destrozo. Trató de hacer memoria. ¿Habrían sido las suculentas peras las que habían volado a países lejanos? No quiso admitir locuras. Pero aquello parecía un milagro. Era incapaz de explicárselo. De extremo a extremo recorrió su propiedad comprobando sobre el terreno la primera impresión. Totalmente desconcertado, decidió regresar al pueblo.
Un hombre bien vestido le hizo una señal a la entrada. Lo reconoció. Detuvo el vehículo. Era uno de los mayoristas con los que trabajaba, a los que solía vender la cosecha frutal.
-Hombre, Eduardo -le dijo tendiéndole la mano-, no pude avisarte ayer, porque estabas fuera, pero aproveché un hueco en la faena de la cuadrilla hace dos días para recoger tu finca. Ven y verás qué hermosa cosecha tienes en el almacén.
Eduardo se restregó los ojos por si aquello era también un sueño. A lo lejos volvieron a oírse tañidos alegres de campana.