“Es el artista más encendido que ha dado en nuestro tiempo el valle del Jalón. Su pintura está alumbrada por el color y la fuerza, y por una pasión incontenible de combate. No se trata de una actitud belicosa, sino constructiva, porque la razón última de su pasión es la belleza.”
Patricio interrumpió aquí el comentario que estaba escribiendo. Algo le había detenido inesperadamente. Cerró el libro cuyas imágenes contemplaba y leyó el título en la cubierta: ‘Natalio Bayo o la pasión por la belleza’.
Sí, era la misma fórmula expresiva que le estaban sugiriendo los cuadros del artista. Volvió a la página que tenía antes abierta y se quedó mirando fijamente la lámina de la derecha. Reproducía un lienzo pintado al óleo en 1995 con el título ‘La tormenta’. En escena un caballo blanco, vagamente azulado por las aguas, a punto de quedar sumergido entre las olas terrosas de un huracán rojizo. Era la imagen 119 del libro.
Con cierto sentimiento de terror, Patricio desvió la vista a la página precedente, la 104, sin tocar el libro. Un nuevo sobresalto le embargó. Se reproducían allí dos óleos, uno del mismo año y otro del siguiente. El primero, titulado ‘Caballo azul’, mostraba la cabeza de un equino más opaco, con una especie de penacho textil del color aludido, igualmente en situación apurada, a punto de ser engullido por las arenas huracanadas. El segundo cuadro, mucho más plácido en apariencia, se titulaba ‘Oferta amarilla’. Sobre un difuso terreno alfombrado por flores de ese color trotaba un corcel blanquecino cabalgado por un jinete que se contorsionaba para recoger un ramillete de flores amarillas emanado del suelo. Había algo inquietante en aquella composición, como un presagio de tormenta, el anticipo de un descalabro interior.
Patricio intentó desechar aquellas sensaciones y pasó página. En la siguiente, 106, encontró nuevas alusiones ecuestres, y lo mismo en la 107. Nerviosamente dobló la hoja para llegar a la 108 y la encontró igualmente poblada de caballos. Los cuatro óleos titulados ‘Jinete’, ‘Caballo ganador’, ‘Caída’ y ‘Jinete en Asturcón’, más el primero de la página siguiente denominado ‘Al alba’, con la figura de una niña sujetando de la quijada a un caballo castaño, le hicieron volver grupas manuales y retornar a la figura que le había motivado en primer lugar. Hizo un cálculo excesivo en el retorno y apareció la página 103, la anterior a la que buscaba, con cuatro nuevas imágenes equinas: ‘Baño de caballo y caballero’, ‘Reflejos amarillos’, ‘Asturcón blanco’ y ‘Cielo nuboso’, óleos todos también pintados en 1995. Recuperada la imagen que le causó el primer impacto, en la página 105, Patricio se propuso contemplarla relajadamente. Algo quería decirle aquella figuración. Un mensaje vivo se ocultaba bajo la figura agonizante del animal.
El caballo solitario, a punto de perecer engullido por la tempestad, acabó desplazando a las demás imágenes. Tanto los animales de las páginas anteriores como los de las posteriores se diluyeron lentamente en un oscuro silencio espacial del que brotaba la voz propia del animal superviviente. Había marejadas de tiempo y de amenaza bajo él y sobre su horizonte, pero todas las resistía, ninguna terminaba sepultándolo. Sin otro recurso que la cabeza erguida, desafiaba a los elementos desatados contra él. A los colores sanguinarios de la tempestad oponía su esbelto perfil blancoazulado dispuesto a no rendirse nunca. De sus ojos brotaba una decisión inquebrantable: se mantendría en la lucha. El triunfo es el combate, parecía decir ensimismado en medio de la adversidad. Era una pugna sin desenlace, con la ignorancia del presente y la esperanza en el futuro como mayores trofeos. Recibía los acechos del miedo por delante, por detrás y por todos los costados. No eran sólo dos, sino sin duda cientos: cada fibra de su pensamiento, y también cada filo de su crin, eran una asechanza. No contento con aquella multitud, el caballo a punto de ser engullido por la aguas y las tierras hechas uno, solicitaba nuevos enemigos. A todos enfrentaría su porte silencioso, la altivez de su ceguera galopante. Ya la furia desatada contra él le llegaba hasta los ojos, ya el camino trazado entre los árboles había sido desparramado por un firmamento sin estrellas, ya el aire preciso para respirar era pasto de un fuego incombustible, un fuego denso donde no podían penetrar las intenciones. Lejos de cualquier altura, los horizontes se hundían sobre las estrellas mientras el planeta giraba una danza loca de fatalidad. En el reino de las dimensiones secas no quedaba otro gobierno que un rumor de nubes polvorientas.
Patricio abrió los ojos para espantar la visión que se estaba adueñando de su sueño. Desde lejos había oído venir las aguas. Eran nubes de fuego salado, unos carros cargados de desgracia que aleteaban en medio de un horizonte sin futuro, la condena de los aires a la perdición perpetua. Se habían conjurado todos los elementos para mover las iras del infierno contra aquel territorio apacible. No quedaría casa en pie ni árbol enraizado en el suelo. El espanto haría presa animal de toda la comarca reduciéndola a sospecha. Ni un ser vivo quedaría impune. Los hombres y las bestias serían confundidos con cadáveres de larga duración. A partir de aquellos días hablar sería inicuo y pensar un espejismo. Del fondo de la nada no podía llegar la salvación.
Confundido por este interminable tropel de imágenes cautivas, Patricio había vuelto su mirada despierta hacia la lámina del caballo luchador. Allí estaba la clave. Había que mantener la cabeza liberada aunque el tronco y las extremidades quedaran paralizados por la barbarie. Ese era el mensaje. Como una exhalación había pasado por su mente la idea inspiradora de las terribles tormentas que soportó el valle del Jalón en tiempo pasado. Aquellas tremendas avalanchas de agua, fando y desechos vegetales que, partiendo de la sierra de Algairén, asolaron Alpartir, La Almunia, Ricla, Calatorao, Lucena y la parte alta de la vega. Aquellos azotes de 1674 y 1731, con los pilares del firmamento petrificados en granito y las entrañas de la tierra manando maldición. Cuando al osado de mosén Pedro, beneficiado de La Almunia, una cornisa le había partido el brazo mientras elevaba la reliquia de santa Pantaria para conjurar el nublado demencial.
Era posible que Natalio, buen conocedor del terruño y de su historia, las hubiera tomado como referencia para el trasfondo de su arte. Se lo preguntaría. Pero no era necesario. Fuera de la tragedia lo que fuese, no gobernaba la historia el meollo de su arte. La tormenta que amenazaba con aniquilar al caballo era un alarido del presente, un retrato de rigurosa modernidad, la clarivi modernidad dente mirada sobre un panorama cercano y acechante.
Patricio tomó de nuevo la pluma, recuperó el pulso arrinconado durante los minutos de reflexión y siguió escribiendo: “El mensaje de Natalio Bayo supera los horizontes de la belleza y se adentra en los terrenos de un compromiso que su pintura sugiere y desvela al mismo tiempo. Enfrentado a los retos de la realidad, sublima sus aspiraciones en imágenes que trasladan al observador atento, mediante juegos de forma, enfoque, estructura y color, las posturas más enteras y las más elocuentes declaraciones.”