PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

la santa reliquia

Margarita Rasera sabía que su sobrino Domingo iba camino de Flandes, al frente de un batallón del tercio, cumpliendo órdenes del rey. Se lo vino a decir desde La Almunia un gañán que iba de paso con el ganado hacia los pastos de Cabezo Redondo. Había corrido la noticia por la villa como la pólvora. Margarita corrió a la iglesia a rogar a santa María Magdalena, la patrona, que protegiera a su sobrino y a los soldados que mandaba. También rogó por su hijo, otro aventurero a quien no veía desde hacía mucho tiempo. Pasó luego a la sacristía, donde mosén Alfonso, el beneficiado, la confortó con sus buenos consejos y le dijo que pondría un recado a su hermano, el padre del capitán, rogándole que le tuviera informada de la suerte que corría el sobrino en aquellos lejanos países. “Pluguiera al rey nuestro señor don Felipe finiquitar pronto tantas guerras” terminaba diciendo el mensaje. La señora Margarita agradeció mucho al sacerdote el favor, dejó limosna para las ánimas y regresó a su casa confortada.
Domingo era su sobrino mayor. Al fallecimiento de su madre, cuando el muchacho apenas contaba cuatro años, ella lo acogió en Ricla y lo crió hasta la mocedad. La agitada vida del padre, tratante de ganado, hacía imposible mantenerlo en La Almunia. Hubiera quedado al cuidado de los criados, cosa que Margarita no aceptó. Ella había tenido cinco hijos, cuatro de los cuales habían muerto de niños. Sólo el mayor había sobrevivido. Sebastián, un joven inquieto, había marchado a Sevilla en busca de fortuna hacía tres años. Más tarde supieron que había partido hacia América. Se encontraba sola, deseosa de compañía. Su marido trabajaba de sol a sol en las canteras de Calatorao, y siempre venía tarde a casa.
Cuando se hizo mayor, Domingo quiso ingresar en el tercio. La imagen de su primo, cuyo nombre tenía la tía Margarita siempre en la boca, le había estimulado la imaginación. Quería correr aventuras al servicio del rey, conocer países y gentes, ganar dinero y fama. También le guiaba una santa intención: combatir a los herejes y a los infieles. Mosén Alfonso le había inculcado un profundo amor a la religión, a Jesucristo, la Virgen María y los santos del cielo, particularmente a santa María Magdalena, la patrona de Ricla. A su protección se encomendó cuando partió hacia Castilla para enrolarse en los ejércitos del rey. No tardó mucho tiempo en destacar por su arrojo y buena disposición. Poco después de cumplir los veinte años fue nombrado capitán del tercio para combatir en las guerras de Flandes a las órdenes del general Alejandro Farnesio.
Esa fue la noticia que le llevó el gañán desde La Almunia. Antes de correr a la iglesia a orar por su sobrino y por su hijo, encargó al gañán que le volviera a dar nuevas del ejército si algún viajero del norte las traía y le entregó medio doblón para que cumpliera el encargo. De su hermano no esperaba mucha información, estando el hombre tan ocupado con sus asuntos como estaba. También a través del párroco y del beneficiado de la parroquia podría saber algo, porque los eclesiásticos estaban más al tanto de la realidad que los campesinos, los pastores y los picapedreros.
Pasaron algunos meses hasta que llegó la noticia a Ricla. Un batallón del tercio, compuesto en su mayoría por aragoneses, una de cuyas compañías estaba comandada por el capitán Rasera, había tenido una brillante actuación en los Países Bajos al levantar el cerco de la ciudad de Ruremunda, que estaba asediada por las tropas luteranas. Agradecidos los moradores poe el auxilio prestado, habían colmado de regalos a los libertadores. Entre los obsequios recibidos, eran particularmente significativas las reliquias de santa María Magdalena que se guardaban en el convento de los franciscanos de aquella ciudad. Tras mucha insistencia y ruego de los ruremundeses, el capitán había aceptado piadosamente el relicario que contenía un mechón de los cabellos de la santa penitente. Guardaba clara memoria de la devoción que en Ricla tenía, y proyectó entregarla a la parroquia donde ya se veneraban otras reliquias suyas.
Inesperadamente surgió un conflicto. Enterado el padre del capitán de las intenciones de Domingo, reclamó para La Almunia los preciados cabellos. Al fin y a la postre su hijo había nacido allí, y a la villa de Doña Godina correspondía recibir y acoger aquellos restos que habían acariciado la piel de Jesucristo, según narraban las Sagradas Escrituras. Nada podían argumentar los de Ricla, por mucho que el capitán hubiera pasado allí algunos años. Hubo una porfía sorda entre ambas poblaciones que se sustanció en Roma de forma irremisible por la curia vaticana. Su Santidad el papa Pío V refrendó la concesión.
Llegaron al cabo del tiempo las reliquias a La Almunia. Gonzalo Rasera había muerto el año anterior. Nadie puso especial atención al envío, que fue depositado en un pequeño nicho al fondo de la iglesia de San Juan. La señora Margarita había seguido la porfía en silencio, lamentando que la voluntad de su hermano no hubiera tenido consecuencias positivas para La Almunia, donde también ella había nacido. No se inclinó por ninguno de los bandos en litigio, porque comprendía las razones de todos, y se resignó a la situación. A pesar de su edad, consiguió realizar un viaje para visitar el relicario, volviendo muy confortada tras rezar un buen rato junto al lugar donde le dijeron que se guardaban los cabellos de la santa arrepentida.
Pasaron los años y el olvido hizo pasto oscuro de los sentimientos piadosos que habían movilizado tanto afán. Los veranos sucedían a los inviernos mientras los campos en flor de la primavera hacían concebir nuevas esperanzas a los labriegos y levantaban el ánimo de los pastores. Los avatares de la vida provocaban cambios en todas las capas sociales y alumbraban nuevas inquietudes en la gente. Nadie recordaba ya las gestas antiguas en unos territorios definitivamente perdidos. La memoria de Flandes había quedado reducida a una cortina de desdichas.