Se habían conocido en las fiestas del Pilar por pura casualidad. Julián, el hermano mayor de Manuela, servía en el regimiento de artillería a las órdenes de aquel joven teniente madrileño. Ella había bajado a la ciudad con su padre y dos amigas para ver a su hermano y llevarle la ropa limpia del mes. Aquel sábado le habían dado a él, junto con otros soldados, un pase especial en el cuartel. Tenía que volver antes de las diez, pero eran un buen regalo aquellas cuatro horas de paseo. A poco que hubieran sido cinco o seis le hubiera dado tiempo de subir a La Muela.
Estaban reunidos en la taberna de Tomás, junto al Mercado. Julián padre hablaba con su viejo amigo en un extremo del mostrador mientras los jóvenes tomaban zarzaparrilla en una de las mesas próximas a la entrada. A pesar de ser el invitado y el desconocido, Teodoro llevaba la voz cantante. Era cabo en el mismo batallón y había sido presentado por Julián como un buen amigo. Estaba en su salsa deslumbrando a las muchachas con historietas y chismes del cuartel. Hablaba de la coronela con cierto regusto picante que hizo sonrojar a Juani, la que más atención le prestaba. A Manuela le pareció un tipo zafio. Le gustaban los hombres finos, elegantes y bienhablados. El tal Teodoro estaba resultando, además, un pesado. Lo que ella quería era escuchar a su hermano, saber cómo le iba en la milicia, darle los recados de su madre y los cariños de la abuela que seguía enferma sin poder moverse de la cama.
Julián se reía con desgana de las fanfarronadas de su presunto amigo. En realidad no llegaba a tanto ni era tal, pero un cabo es un cabo. Tenía que aguantarle. Se jugaba los pases y otras gabelas del servicio. La salida prolongada de aquella tarde se la debía a él. Hubiera preferido acudir solo al encuentro de los suyos, pero el otro se le pegó cuando supo que bajaba su hermana con dos amigas y que su padre los invitaba a merendar. Manuela era la más guapa, pero tampoco estaban mal Luisa y Juanita. Acabó dirigiéndose sobre todo a ésta, que parecía prestarle mayor atención.
Luisa miraba de reojo a Julián. Estaba guapo con aquel uniforme. Y aún más con el gorro de visera que se había quitado al entrar en la taberna. Le gustaba. Él parecía no darse cuenta o tal vez se hacía el desentendido. Estaba sentada a su lado y sintió deseos de acercarse. No lo hizo. Se hubiera notado mucho y se hubiera arrepentido luego.
La perorata del cabo comenzaba a cansarles. Manuela miraba a su hermano como rogándole que interviniera. Julián comprendía, pero no se atrevía a cortarle. Los riesgos que se corren si uno se lleva mal con su cabo en el cuartel son infinitos. Hay que tenerlo de parte, más incluso que al capitán. Habría que esperar a que el señor Tomás y su padre terminaran la plática, aunque parecían tener para rato.
Eran casi las siete y media. Comenzaba a llegar la gente de los toros. La corrida había sido un desastre. En la taberna se encrespaba el humo de los habanos en medio de los juramentos y las porfías. Sin embargo olía a campo abierto, a son caribeño, a noche de luna entera. Dos días antes había llegado a Zaragoza un cargamento de tabaco recién traído de Cuba. Un aficionado con ínfulas de poeta decía encorvando la mirada que los toros se habían aplatanado con aquellos aromas marítimos. Hubo quienes le rieron la gracia, pero lo cierto era que el cierzo llevaba seis días sin soplar y el agua tres meses sin caer. En el coso de la Misericordia ardieron seguramente los habanos frescos hasta intoxicar incluso los pulmones de los astados.
Ni siquiera el vocerío de los taurinos arredró al cabo. Con gestos desmesurados y elevando el tono intentaba mantener la atención de Juani, perdida definitivamente la de Manuela y ausente desde el principio la de Luisa. El único fiel era su subordinado, que incluso a veces le sonreía las bravuconadas. Julián trataba de espantar la pesadez mirando de vez en cuando hacia su padre. De momento era vana su esperanza, porque los dos viejos amigos seguían enfrascados en una conversación entrecortada ahora por las comandas de los parroquianos a las que ya no alcanzaba el pinche del establecimiento.
Entonces, repentinamente, se produjo el milagro. Como un grito de triunfo y un respiro tronó la voz de Julián: “¡A sus órdenes mi teniente!”. En el marco de la puerta acababa de dibujarse el perfil airoso de Miguel Ayllón, teniente de artillería destinado en la guarnición zaragozana. Estaba al mando de una sección de transportes en el mismo regimiento que Julián y el cabo, a quienes conocía bien. Además de otras tareas, se encargaba del traslado de utillajes y armamento entre Barcelona y Madrid. Era alto, bien parecido, fino de talle. Mostraba compostura en el gesto y las maneras distinguidas de una buena crianza. Tenía los ojos claros, el pelo tirando a rubio, largas las patillas, la barba pequeña y el bigote muy poblado. Emanaba de su persona una sensación general de elegancia.
El saludo de Julián había logrado templar provisionalmente los alborotos taurinos de local. Hasta la espesura del humo pareció aclararse un poco. El cabo Teodoro suspendió su discurso y se puso en pie junto a su subordinado. El teniente Ayllón se aproximó, les hizo un gesto y se sentaron. Le acompañaba otro joven vestido de paisano como él. Hicieron un breve saludo a los reunidos y se abrieron paso hacia el mostrador.
Las miradas fueron flechas. La del teniente a Manuela y la de ella al militar. Volvieron a cruzarse al poco rato, porque Miguel Ayllón se colocó de tal modo que tenía en su campo de operaciones a la muchacha. No tardaron en aproximarse al grupo él y su acompañante con una copa en la mano. El imperio del cabo se había desvanecido. Julián recibía de su hermana las noticias familiares mientras Luisa los observaba con atención. Juanita aguardaba acontecimientos.
“A ver si adivino quién es tu novia”, dijo el teniente con aire jovial dirigiéndose a Julián. Hubo risitas entre las chicas y una mirada dura del cabo que se sintió desplazado. ¿Acaso los galones no tenían el privilegio de encandilar a las mujeres? Los galones y su garbosa conversación. Bien podía aquel tenientillo chulapón haberle preguntado a él. Madrileño tenía que ser.
La mirada del teniente estaba clavada en Manuela. Hacía gestos de adivino y escrutaba todos los detalles de su rostro. De vez en cuando desviaba la vista hacia Luisa y Juanita para volver de inmediato sobre las más bonita de las tres. Ella intentaba sostenerle la mirada pero sólo lo conseguía durante dos o tres segundos. Más por estremecimiento que por pudor acababa entornando los ojos y liberando la tensión interior con una sonrisa forzada.
El juego duró un minuto para los demás pero una eternidad para Manuela. Miguel Ayllón hacía gestos de sí y de no mirando a todos despacio, sobre todo a ella. De repente dijo: “Ya lo tengo, eres tú”. Le sonrió abiertamente y miró luego a Julián buscando la confirmación. “No, mi teniente, es mi hermana” sonó a disculpa en los labios de Julián y a descubrimiento de tesoro en los oídos del Miguel Ayllón. “Vaya, hombre, ¿no tienes novia? ¿A qué esperan las mozas de tu pueblo o de esta ciudad?”, preguntó el militar rehaciéndose de la sorpresa. A Luisa le temblaron las piernas. ¿Qué iba a responder Julián? ¿Alguna finolis de Zaragoza se le habría anticipado? “No, mi teniente, no tengo novia todavía”, contestó el muchacho. Los hombros de Luisa perdieron su rigidez y volvió a respirar.
No duró mucho más el encuentro. Julián padre se había acercado al grupo. “Tendremos que volver, mocetas”, dijo con un gesto cadencioso. “Aquí mi padre, mi teniente”, explicó el soldado. Los saludos fueron rápidos pero cordiales. La alegría de las fiestas allanaba el contacto entre la gente. Salieron primero Miguel Ayllón y su amigo, siguiéndoles de inmediato los demás. Había que regresar a La Muela antes de que se hiciera muy tarde. No había especial peligro en el trayecto pero se habían comentado algunos asaltos a viajeros nocturnos por la zona de La Almunia y más valía tomar precauciones.
* * *
Ocurrió el 13 de noviembre. Una lenta caravana de transporte militar subía hacia La Muela por el camino real de Madrid. En el pueblo estaban acostumbrados al trasiego de las tropas. Desde la retirada de los franceses, hacía casi cincuenta años, era frecuente su paso en un sentido o en otro. Durante bastante tiempo habían tenido en jaque al ejército, luego, los partidarios del príncipe Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, que pretendió ocupar el trono a su muerte. Aunque hacía más de diez años que había terminado el último conflicto con la derrota de las partidas carlistas al mando del general Cabrera en el Maestrazgo, volvían a circular rumores que presagiaban nuevas intentonas de los revoltosos. La Muela era un punto estratégico en la ruta de Zaragoza a Madrid para el descanso de la tropa y la atención a las recuas de carga. No había mes en que no cruzaran al pueblo tres o cuatro caravanas militares en cualquiera de las dos direcciones.
Aquella mañana lucía un hermoso sol. A pesar de ir bien entrado el otoño no hacía frío. Una ligera brisa acariciaba el páramo. Las oliveras cimbreaban alegremente su escaso fruto. No había llovido en primavera y muy poco en verano. Los chaparrones de finales de octubre apenas consiguieron aliviar la penuria de humedades que se palpaba en la tristeza vegetal. Se avecinaba una mala cosecha de aceite, como mala estaba siendo la de almendra y mala había sido la de cereal.
Sólo los críos juguetones prestaban atención a la tropa que acababa de detenerse en el acampo de Aliste y había solicitado autorización al regidor a fin de disponer del agua de las balsas para que abrevaran las caballerías. Los vecinos de La Muela no habían interrumpido sus labores, acostumbrados como estaban al trasiego de los militares. Manuela acababa de subir un tazón de caldo a su abuela, tras acomodarla en la cama para que comiera con mayor facilidad. Fue su madre quien abrió la puerta a un soldado y se sobresaltó. ¿Le habría pasado algo a Julián? El joven preguntó por Manuela. Traía un recado del teniente Ayllón para ella. Le rogaba que acudiese a las casas del Ayuntamiento, donde se hallaría por espacio de una hora, con objeto de comunicarle ciertos asuntos relacionados con su hermano.
Madre e hija se miraron sorprendidas. “¿Le ocurre algo a mi Julián?”, preguntó con temor la señora Rosa. “No, no se preocupe. Ayer lo ví y estaba bien. Debe de ser algún particular”, respondió el mensajero. Y añadió: “El teniente Ayllón y Julián son buenos amigos. Será algo entre ellos”. Manuela miró a su madre. Estaba confusa. “Dígale al teniente que no puedo ir”, dijo liberando repentinamente su tensión. Alguien había levantado en aquellos instantes un muro que tapiaba la puerta o una barrera que obstruía la calle o unas cadenas que aprisionaban su corazón. Alguien, incluso, hablaba en su lugar, porque lo que ella hubiera querido decir era exactamente lo contrario de lo que el soldado oyó.
Su madre la miró apurada. “¿Qué te ocurre, hija? ¿Lo conoces? Dice este muchacho que ese señor es amigo de tu hermano. Hazlo por él”. Manuela desapareció escaleras arriba. El soldado hizo un gesto de impotencia, como esperando que le dieran una explicación para trasladarla al teniente. La señora Rosa lo miró alzando los hombros y le dijo: “Espera, hijo, que se habrá ido a preparar”.
Le temblaban las piernas, sentía un hormigueo nuevo por las manos y le crecía por segundos el golpe de la sangre. Era aquel teniente. No había vuelto a saber de él durante el mes transcurrido, pero su recuerdo gobernó más de una noche insomne. Pensó que ya nunca lo vería, que no habría más fiestas del Pilar y que se hundiría la taberna de Tomás, el amigo de su padre. Creyó que jamás podría identificarlo en un desfile, embutido en aquellas galas con que se uniformaban los guerreros en los días solemnes. Llegó a soñar una noche que moría en una emboscada tendida por las partidas carlistas en uno de sus viajes a Barcelona.
Ahora la estaba esperando. A ella. A menos de cien pasos de su casa. En cuanto vio al soldado en la puerta lo supo. Los ojos del muchacho decían el mensaje más claro que su boca. Maldijo a su otro yo por responder que no. Bendijo a su bendita madre por animarla. Luego pensó que había hecho bien en negarse primero y mejor aún en consentir después. No debía pensar el teniente que era una chica fácil, pero no quería darle tampoco la impresión de ser una torre inexpugnable.
* * *
Las citas se sucedieron un mes tras otro, a veces dos en el mismo compás. Miguel Ayllón pasaba por La Muela con sus falconetes, culebrinas y espingardas portando siempre algún envío de Julián o algún recuerdo de la corte. Llegó la primavera y le llevó a Manuela la primera flor nacida en el camino. Era una planta escueta por la falta de aguas, pero muy olorosa. Toda la casa se impregnó de un fuerte aroma durante muchos días. Un aroma que nadie se conseguía explicar porque aquella flor no tenía nombre y, a pesar de su estrechura, nunca se marchitaba. Una mañana, inesperadamente, apareció desplomada sobre un extremo del jarrón que la contenía. Durante la noche se había evaporado el agua de forma inexplicable.
Manuela no comprendía. Su madre quiso ver en ello un mal presagio. Pasaron tres semanas sin que las tropas atravesaran el pueblo. A la cuarta cruzó sin detenerse un pequeño destacamento procedente de Madrid. Pasado mes y medio el silencio se convirtió en preocupación y emprendió el camino del miedo.
Había pasado la Pascua. Por su hermano Julián sabía Manuela que el teniente Ayllón seguía en Madrid. En la corte se oía ruido de sables y de intentonas carlistas. Crecía el malestar entre la gente porque a las malas cosechas del año anterior venían a sumarse los negros presagios del presente. Partidas de malhechores estaban infestando los caminos cada vez con mayor osadía. Asaltaban a los viajeros a plena luz del día, los maltrataban y los desvalijaban. El correo apenas funcionaba y la mayoría de las diligencias habían suspendido sus servicios. De nada servían en la ruta de Madrid los esfuerzos de la guardia civil. Un bandolero llamado Dobuco, que tenía su guarida en un lugar incógnito de la sierra de Vicort, sembraba el pánico con sus sanguinarias fechorías en todo el trayecto entre La Almunia y Calatayud. Se decía incluso que en la ciudad bilbilitana contaba con el apoyo de otro facineroso llamado Andrés Alonso. Era un antiguo sangrador y presunto cirujano a quien se atribuían extorsiones sin cuento e incluso crímenes.
Los abuelos reunidos al calor del poniente en la era de Nicolás contaban estas desventuras lamentando la situación de España y el porvenir de sus nietos. Las abuelas se pasaban la información de puerta en puerta. Los hombres lo comentaban al volver de sus trabajos y las mujeres cuando se juntaban en la balsa nueva para aprovisionarse de agua.
Manuela seguía sin noticias de su teniente. En la última entrevista, hacía ya dos meses, le había dicho que muy pronto volvería para hablar con sus padres. Los ojos se le iluminaron entonces y su corazón tembló. La tortura del silencio la estaba marchitando cada día nuevo. Su madre, al verla mohína y cabizbaja, intentaba animarla con buenas esperanzas. Justificaba la ausencia de noticias agrandando las fechorías del facineroso Dobuco y de su compinche el sangrador. “Nadie se atreve a pasar de La Almunia a Calatayud sin escolta, hija”, le decía. “Ni los militares se atreven casi, como no sea fuertemente armados”, recalcaba para lograr al menos una sonrisa de inteligencia en Manuela.
* * *
Llegaron las fiestas de San Antonio. La gente se esforzaba en la alegría, a pesar de las penosas circunstancias que afectaban a todos. No había llovido desde finales de abril. La romería a la ermita se hizo en rogativa. Manuela cantó los gozos con los demás vecinos, pero añadió siempre una estrofa de su cosecha rogando al santo que le concediera ver de nuevo a su teniente. Habían transcurrido solamente tres días desde el final de las fiestas cuando recaló en el pueblo una nutrida columna militar con mucha impedimenta y armamento. Antes de que cantaran la novedad las voces de los niños, ya Manuela desde la balsa del Castellar había divisado la polvareda en el camino aproximándose al lugar. Corrió a casa, se cambió de ropa y se arregló, segura de que en aquella expedición llegaba Miguel. Así fue. Acudió él a verla a la puerta de su casa. La señora Rosa se retiró discretamente y atisbó desde la penumbra del comedor. Llegaba el hombre cansado pero contento. Traía una carta para ella y otra para sus padres. Manuela las recogió con mimo. Le dijo el teniente que sus padres vendrían por las fiestas del Pilar a Zaragoza y que los acompañaría a La Muela para pedir su mano. Mientras tanto, pasaría siempre que pudiera por el pueblo y se detendría aunque sólo fuera un minuto para verla. Las lágrimas le impidieron hablar, pero repentinamente tiró del brazo del teniente hacia el zaguán y, ya dentro, se besaron.
* * *
A finales de junio la situación se hizo insostenible. Seguía sin llover y habían mermado mucho las reservas de las balsas. Los pozos estaban casi secos y las fuentes de las vales mermaban amenazadoramente. El pueblo no podía depender de aquel capricho de la naturaleza. Debían hacer algo. Se reunió el Ayuntamiento pleno y debatieron la cuestión. La primera providencia era solicitar al gobierno de la provincia el desvío de la ruta de los militares por Muel, hasta que la situación del agua se normalizara. En las dos últimas semanas habían pasado las tropas tres veces y consumido gran cantidad de líquido. Por Muel y el valle del Huerva hasta ganar el término de Longares encontrarían mejores suministros. Ese cambio permitiría a La Muela disminuir el consumo. La segunda providencia era organizar una ruta hasta la Almenara de San Lamberto para hacer cargas de agua en el Canal Imperial. Julián, que recientemente se había licenciado del servicio, sería uno de los peones de la comitiva de aguadores.
El 27 de junio salió un oficio dirigido al gobernador de Zaragoza solicitando el desvío de las tropas por el camino de Muel. Se argumentaba la carestía del agua en la localidad, donde sólo quedaba poca y mala en las balsas del común. Se aludía a la penosa situación y a la necesidad de recorrer tres leguas para proveer a los habitantes del pueblo y a los animales domésticos. Se comprometía el pleno municipal a comunicar la normalización del caso en cuanto la lluvia solucionara el problema. Las gestiones del gobierno civil con la autoridad militar determinaron que ésta variara el recorrido de sus destacamentos y columnas por la ruta propuesta.
Las noches de julio fueron más largas de lo que disponía el sol. Las de agosto también. La luna lucía en vano su aureola desnuda. Las cigarras cantaban su ociosidad airada y las estrellas parecían haberse disecado al contemplar cada noche un territorio tan desolado. También los vientos habían decaído aquel verano, incapaces de hechizar a las esquivas nubes y encaminarlas hacia el Moncayo para que el viejo dios de piedra las sedujera y les hiciera descargar sus bendiciones sobre las sedientas tierras de Aragón.
* * *
Manuela apenas había podido dormir desde que comenzó el verano. La disposición de las autoridades le privó del único motivo capaz de consolarle de las penurias de la sequía. Pensó en escapar furtivamente alguna noche a Zaragoza para buscar el rastro de su amado. Pero era una locura. Desconocía su situación. Tal vez estaba de viaje, o lo retenían sus obligaciones en Madrid, o había tenido que conducir algún cargamento de armas a Barcelona. Soñó que recibía una carta, aunque la única que tenía llegó directamente de sus manos. Cada noche la leía antes de acostarse y trataba de dormirse con ella debajo de la almohada. Muchas veces no conseguía conciliar el sueño hasta el primer claror del alba.
El párroco del pueblo decidió tirar del manto a los santos patronos. Cada sábado al anochecer saldrían de rogativas por los términos con las peanas de San Clemente y San Antonio. Durante la misa de los domingos entonarían salmos penitenciales, aunque estuviera lejana la Semana Santa. Manuela participaba con intensa devoción en todos los ritos suplicando la llegada de la lluvia que devolvería a los militares a su camino habitual. Pero había llegado septiembre y nada cambiaba. Tenían el agua necesaria traída del Canal, pero no podían ofrecerla a nadie porque el pueblo mismo la racionaba. Ella volvió a pensar en bajar a Zaragoza. Hablaría con su madre para que ella se lo explicara al padre. Pero de nuevo era inútil. No se atrevería a buscar al militar en el cuartel, en caso de que se encontrara allí. Tampoco quería meter en el asunto a su hermano. La desesperación rondaba sus vigilias y sus sueños. Tenía que hacer algo.
De pronto le vinieron a la memoria dos fogonazos del tiempo pasado. Uno se refería a la misteriosa flor silvestre que le regaló el teniente y que se mantuvo viva durante casi un mes. El otro tenía que ver con las fiestas del pueblo, por San Antonio. Como guiada por una intuición, acudió a la ermita en el atardecer del 13 de septiembre. Rogó allí al santo por la lluvia y por su Miguel. Que le conservara la salud, que le mantuviera el ánimo y el enamoramiento. Estuvo mucho tiempo allí postrada y hasta lloró. Volvió muy reconfortada. Al entrar en la casa le pareció sentir el aleteo de una brisa húmeda. Al día siguiente retornó a la ermita y siguió rogando. Estaba con los ojos cerrados, intensamente volcada en la súplica, cuando percibió un aroma que reconoció enseguida. ¡Era el mismo que exhalaba la flor que le regaló Miguel! Nerviosa y anhelante se levantó y siguió el rastro dejándose guiar por su olfato. No lejos de la ermita, en medio del secarral, brotaba una planta rala coronada por una flor idéntica a la que el teniente encontró en su ruta al inicio de la primavera. Manuela la cortó con mimo, la envolvió en su pañuelo y caminó con gozo hacia su casa llevando aquel tesoro. Algo bueno iba a ocurrir, estaba segura.
Aquella misma noche se descorrieron los celajes del firmamento y la lluvia sembró de esperanzas todo el valle del Ebro. Durante cuatro días cayeron aguas incesantes. Las balsas se colmaron y tanto los pozos públicos como los privados de La Muela rebosaban. La fuente de la Val de la Jadica volvió a manar. Reunido el pleno municipal el 18 de septiembre, se acordó por unanimidad oficiar nuevamente al gobierno civil para que pudiera restablecerse la ruta ordinaria de los transportes militares en sus idas y venidas a Madrid.
Manuela estaba exultante. De nuevo podría ver a su enamorado que pronto se convertiría en novio oficial tras la petición de mano. Fue el 29 de septiembre cuando apareció la primera columna en el pueblo. Llegaba desde Madrid pero no levantó polvareda en el camino. La tierra estaba tierna todavía aunque ya sin barros. El aire resplandecía limpio al atardecer con un blando viento jugueteando por las callejas. Al transporte de la artillería precedía una compañía de infantes con banda de cornetas que entró desfilando por la calle Mayor. Venía al mando un capitán de luenga barba blanca montado en un caballo pinto. A su lado cabalgaba el teniente Ayllón sobre un alazán de tonos plateados. Cuando llegaron ante la casa de Manuela, el cortejo se detuvo, sonó la música de las dianas floreadas y el público que se había congregado ante la novedad del desfile comenzó a aplaudir.
Manuela no se atrevía a salir al balcón sabiendo que aquel despliegue estaba dedicado a ella. Tuvo que ser su madre quien la animara. En el pueblo se conocían sus relaciones con el militar y a nadie le iba a extrañar que aceptara el cumplido de quien pronto sería su novio y poco después su marido.
Ya iba la muchacha a salir con su vestido de fiesta, cuando la señora Rosa le preguntó en qué día estaban. Manuela se quedó en suspenso durante unos segundos y luego lanzó un suspiro. ¡Era el santo de su enamorado, la festividad de San Miguel! Como guiada por una luz imprevista, entró en su habitación y cogió del jarro la flor encontrada dos semanas antes junto la ermita de San Antonio que mantenía toda su lozanía. Con ella en la mano se asomó a la balconada y la lanzó al aire. El teniente la recogió con una mano mientras con la otra lanzaba un beso a su amada. La columna militar se puso en marcha al son de la música. Antes de doblar la esquina, Miguel Ayllón dibujó un caracoleo sobre el caballo y lanzó otro beso al aire en dirección a Manuela que mantenía su mano alzada diciendo adiós.
Cuando se desvanecieron los rumores de la música y los pasos, sintió que dentro de ella ardía muy intensa la llama que comenzó a alumbrar en las pasadas fiestas del Pilar. Entonces cayó en la cuenta de que para las próximas faltaba poco más de una semana y le creció dentro del pecho tan intensa sensación de calor que a punto estuvo del desmayo. Pero en aquel momento, sin que nadie pudiera entenderlo ni explicarlo, se extendió por toda la casa el mismo exquisito aroma que había traído la primera flor del teniente, una flor como la que ahora acariciaban sus manos mientras cabalgaba hacia Zaragoza.