PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

gato en venta

Me contó este episodio hace años un viejo amigo y gran fotógrafo, como algo misterioso y extraño ocurrido en el valle del Jalón. Vivía él entonces en Guadalajara, donde había nacido, aunque más tarde pasó a residir en Madrid, ya viudo, al amparo de su único hijo. El suceso tuvo lugar hace bastante tiempo, cuando aún estaba en funcionamiento la estación del Arrabal. Al referirlo, sigo lo más fielmente posible la narración que él me hizo.
Era su primer viaje a Zaragoza, donde había acudido a resolver unos asuntos profesionales. Tendría entonces unos cuarenta años. Llevaba la cámara siempre consigo y no la olvidó en aquella ocasión. La historia se inicia en la zona del Arrabal, que él no conocía porque había llegado dos días antes a la estación de Campo Sepulcro. Por alguna razón, el viaje de regreso partía de aquel lugar. Había llegado hasta allí paseando sin prisa desde el Coso y haciendo tiempo para coger el tren. Enseguida se dio cuenta de que aquél era un barrio popular, esos sitios donde la gente familiariza y se conoce por su nombre. Dos horas de margen le permitían un paseo demorado para la contemplación de los pequeños detalles que desvela la calma. De vez en cuando tomaba la cámara para fotografiar un rótulo curioso, la umbría de un zaguán, un rincón soleado, la farola vigilante en una esquina o cualquiera otra menudencia.
Cuando vio el anuncio escrito sobre papel de estraza en caracteres gruesos, clavado con chinchetas sobre la puerta de lo que parecía ser la entrada de un taller ebanista a juzgar por las virutas de madera esparcidas en el suelo, disimuladamente lo enfocó y con la debida precaución apretó el disparador. Tres veces lo hizo, desde diferentes ángulos. El tono del anuncio le pareció tan íntimo y doméstico que temía ser recriminado si alguien le sorprendía mientras lo fotografiaba. En los barrios donde la gente se conoce de toda la vida, hay mensajes públicos que tienen vocación de privados. El anuncio decía escuetamente PEDRO VENDE GATO.
El atardecer era lento y sus pasos se acomodaban al ambiente. Aún faltaba más de una hora para la salida del tren. Alcanzar la estación le costaría poco más de cinco minutos desde donde se encontraba. No tenía prisa. Cuando vio el cartel del gato en venta, algo reverdeció en su memoria. Al mismo tiempo le invadió una sensación indefinida de nostalgia. Hizo un retroceso lánguido a los días de su infancia, con la estación del ferrocarril situada al pie del humilde barrio donde residía. Recordó alientos semejantes a los de la tarde que le acompañaba, nombres propios y cercanos, la caricia del olvido que sólo herían los aullidos del perro del señor Pedro encerrado en los bajos de su casa, que igualmente era un taller de ebanistería. Aullidos de furia y de angustia, no simples ladridos de saludo o de presencia. Aullidos agresivos como gritos de lobo ceremonial.
Aquel señor Pedro, insistía mi viejo amigo, sí debiera haber puesto un cartel vendiendo a su perro feroz para que don Manuel, el maestro del segundo piso que presumía de autoridad, no se pasara las noches maldiciendo a gritos todas las cosas santas y escandalizando a las vecinas beatas que ponían velas a san Roque para que se llevara en buena hora al dichoso perro, vivo o muerto. El nulo efecto de las voces autoritarias y de las velas de sebo tenía encrespada a la vecindad que había de soportar no sólo los lúgubres lamentos caninos, sino también los alborotos verbales del resabiado maestro. Hasta un conato de incendio hubo en casa de dos hermanas viudas que dejaron encendida la vela al conseguir conciliar el sueño una noche de verano en que el perro del señor Pedro extrañamente calló.
Ahora se trataba de un gato. Era el cartel que había visto mi amigo y confidente. Otro señor Pedro vendía su animal. Podría tratarse casualmente de un gato maullador, de un felino arisco que conturbara la paz del vecindario con sus latrocinios u otras fechorías. Porque hay gatos con ojos de maldad que uno evitaría a toda costa si se tropezara con ellos en un callejón solitario. La falta de testigos aviva la sevicia de estos animales. Los gatos son discretos, incluso para el mal. Hay gatos displicentes que se aproximan con sigilo hasta los pies de un desconocido y entonces sueltan el bufido. Hay gatos felones que aceptan la caricia para aproximarse al zarpazo. Gatos que merecen ser vendidos, como el de un tal Pedro, morador del barrio del Arrabal por el que había deambulado mi amigo, y dueño, sin duda, de la ebanistería donde estaba puesto el cartel que fotografió.
El tren circulaba con lentitud hacia su destino castellano. Algo debía fallar porque no conseguía tomar velocidad. Le había correspondido al hombre un asiento situado en dirección contraria al sentido de la marcha. Los paisajes del crepúsculo se despedían por las ventanillas cárdenas en vez de aproximarse desde la lejanía. Ir de espaldas durante tanto tiempo puede conducir al disloque de las ideas, a la confusión mental, comenzó a pensar. Caminar de frente y viajar del mismo modo es algo inscrito en la memoria genética de la especie humana. De otra manera, ya se hubiera diseñado una disciplina olímpica que consistiera en correr hacia atrás. Contrariar la ley, aunque sea en un medio mecánico, puede traer consecuencias. Todas estas cavilaciones volteaba en su magín el viajero desocupado.
No sabía el motivo concreto, pero en aquel viaje se le estaban revolviendo los recuerdos. El perro y el gato de los dos Pedros tendían a confundirse entre sí. Le parecía que perro, Pedro y gato adquirían personalidades simultáneas en su cerebro hasta consolidarse en una entidad intercambiable que a él mismo le parecía disparatada. El rótulo que había visto pocas horas antes, ofreciendo la venta de un gato por parte del tal Pedro, se superponía a otro en el que un perro odioso de su infancia vendía a su dueño, de nombre igualmente Pedro. El hecho de que ambos sujetos se dedicaran al mismo oficio, la ebanistería, debiera tener su repercusión en el ánimo de sus animales domésticos, pensaba él, de manera que gato y perro, a pesar de su distancia en el espacio y en el tiempo, tendrían seguramente los ojos, las glándulas pituitarias y los pulmones empapados de un rezumo inevitable a madera artística. Prolongando la interpretación de este paralelismo, llegó a sospechar que el perro de antes y el gato de ahora se conocían a pesar de las dificultades derivadas de la cortedad humana en cuanto a la reconceptualización del tiempo, así me lo dijo. Apunté la fórmula porque me pareció curiosa.
Proseguía el tren su marcha cansina. Le sacó de aquellas ansiosas filosofías la entrada en el departamento de una linda señorita de aspecto recatado. Había subido en la estación de Lumpiaque, de la que acababa de arrancar el tren. Se sentó frente a él, en el puesto que había dejado libre una señora mayor con pinta de búho que se levantó para bajar en Épila. Llevaba la cámara al alcance, como de costumbre, con la intención de agotar el carrete para poder revelarlo al día siguiente. Quedaban sólo dos o tres exposiciones, pero hasta entonces no se había sentido con ánimo para levantarse y buscar algún detalle significativo que mereciera un retrato. Los interiores del vagón de ferrocarril eran planos, vulgares, sin aristas. La mayoría de los viajeros se dejaban contagiar por el ambiente, aunque también podía suceder a la inversa porque, antes y ahora, hay gente que hace lúgubres los lugares que ocupa. Sólo si se empeñaba, podría mi amigo encontrar algún rostro interesante y explicarle su pasión por la fotografía, pero estaba desorientado. Además, no le apetecía recorrer los coches en busca de algo o alguien que mereciera su atención. Durante todo el trayecto había sentido una especie de pasmo que se disolvió a la llegada de la joven, dando paso a una confusión luminosa. Posiblemente la provocaba ella, pero no se atrevió, de momento, a proponerle retrato.
Le llamaron poderosamente la atención las sensaciones que estaba viviendo. El trajín mental que se había traído con los dos Pedros, más sus respectivos perro y gato, se entremezclaba con la mirada soñadora de aquella damita. Un presentimiento le decía que entre ellos había alguna conexión. Veía algo, pero aún no podía determinar el qué. Intentó aclararse. Aquella experiencia singular podía deberse al hecho de estar sentado en sentido contrario a la marcha del tren. Podían influir también la hora y las sinuosidades del crepúsculo. Su compañera de viaje, mientras tanto, le había lanzado ya varias miradas complacientes. No provocativas ni insinuantes, sino sólo complacientes. Su recato estaba por encima de cualquier ilusión. Blandamente se miraban y se sonreían. Ni siquiera había motivo para pedirle una fotografía. Aquella lasitud podía obedecer a muchas razones, incluso al ajetreo del día, pensaba él, pero lo que le disuadió finalmente de cualquier esfuerzo fueron dos imágenes mentales que tomaron cuerpo en su memoria con gran fuerza. La primera correspondía a un perro que debiera haberse puesto en venta en los lejanos años de su infancia; la segunda se centraba en el gato del que un tal Pedro quería desprenderse en la ciudad por la que había estado paseando aquella tarde. Ninguno de los dos animales tenía rostro. Del perro apenas recordaba los aullidos, ya que nunca lo vio, y del gato sólo sabía el nombre de su dueño, curiosamente coincidente con el del perro.
Una idea le martilleaba en la cabeza: ¿qué motivos tendrían los dos Pedros para querer vender sus respectivos perro y gato? ¿No serían los propios animales quienes desearan en realidad librarse de sus dueños? En el caso que había recuperado de su memoria infantil, estaba claro: el perro enjaulado permanentemente en los bajos de una casa dedicados a taller ebanista, sin conocer más que rendijas de sol, rodeado de trastos y maderas solemnes, desearía ardientemente salir de aquel encierro. No le constaba que su dueño hubiera querido venderlo, pero hay formas de liberación mucho menos dignas, como abandonarlo entre las montañas en medio del invierno o arrojarlo al río desde el pretil de un puente con una piedra angular atada al cuello. Soltarlo sin más en medio de las calles, aunque se tratase de una ciudad entonces tranquila, era un riesgo para el indefenso animal, que no tenía seguramente otra fiereza que la de sus aullidos. Chiquillos despiadados o doñas peripuestas le propinarían mil patadas al ver que se acercaba pidiendo clemencia. Llevarlo a la perrera municipal era condena segura a la muerte, tratándose de un perro famélico y desesperado. Así que la venta resultaba un mal menor. Todas estas consideraciones las hacía mi amigo con la cabeza ladeada y la mirada encendida. Luego añadió en todo lúgubre que su vecino, el señor Pedro, hubiera debido vender su perro antes de que la situación alcanzase los extremos que alcanzó. Pensé que me iba a contar de inmediato alguna tragedia, pero retornó al tema del anuncio que había visto en el Arrabal.
Sobre el gato que vendía un segundo Pedro aquella misma tarde en el barrio sereno y familiar por el que había estado paseando, sus elucubraciones se centraban en el hecho de que hubiera querido deshacerse de él poniendo el anuncio que había fotografiado. Un animal tan libre y liberal como un gato era difícilmente comerciable. Y no digamos nada si se trataba de una gata, añadía mi amigo con la mirada chispeante. En realidad podía tratarse de una hembra, porque se llaman gatos indistintamente a los dos géneros y porque suena más normal anunciar a un gato que a una gata. Eso afecta también a los perros, seguía elucubrando el hombre, porque podemos encontrar un letrero adosado a la verja de un chalet o de una casa campesina que diga OJO CON EL PERRO, o también PERRO PELIGROSO, y sabido es que en ocasiones son más fieras las hembras que los machos. Sin embargo no es habitual encontrar un rótulo que diga OJO CON LA PERRA, tal vez por la precaución de los dueños ante la pintada de un gracioso que colocara entre el artículo y el sustantivo las palabras HIJA DE. Aún no estaban de moda ni en ejercicio los grafiteros de hoy en día, pero ya mi imaginativo amigo daba pistas. Volviendo a los felinos, añadió que si ya era sorprendente el cartel que había visto clavado en la puerta de la ebanistería, mucho más hubiera resultado encontrar uno que dijera PEDRO VENDE GATA.
Proseguía su marcha el tren, entrando ya en la noche. Continuar sentado a la contraria, sin el consuelo póstumo de los paisajes en fuga, aumentó aún más su sensación confusa. Recordó entre neblinas mentales el episodio trágico del que fue testigo en la infancia a resultas de la porfía que mantenía don Manuel, de quien se decía que había estudiado para cura, con el dueño del perro encerrado en la bajera que impedía dormir al vecindario no sólo en las noches de verano, cuando se dejan las ventanas abiertas para aligerar la cargazón del día, sino también durante el invierno, porque aun estando todo cerrado, los lamentos se transmitían por vía capilar a través de las tuberías, las canaletas y el tendido eléctrico. Más fuerte debía ser aún la reverberación del sonido a lo largo de los hilos telefónicos necesarios para el aparato que entonces comenzaba a instalarse en algunas casas. En el bloque de viviendas donde moraba la familia de mi amigo, sólo lo tenía don Manuel, pero también puso pronto teléfono el señor Pedro para atender mejor su negocio de ebanistería. En unos tiempos de misterio como son los de la infancia, alguien les hizo creer a los chavales del barrio que el perro del señor Pedro utilizaba el artilugio por las noches para martirizar los oídos alterados del frustrado arzobispo.
Una inesperada emergencia interrumpió de nuevo las cavilaciones del viajero. Llegaría a Guadalajara más tarde de lo previsto porque el tren se detuvo lentamente, poco antes de llegar a la estación de Calatorao. La avería se había consumado. Los tuvieron allí detenidos un tiempo imposible de contar. Los pasajeros atrapados por el accidente se estaban impacientando con el parón, habían elevado las voces y se estaban dividiendo en dos bandos irreconciliables. Unos eran partidarios de saltar a la vía y caminar hasta el pueblo, cuyas luces ya se veían, para pasar la noche en la fonda. No estaban dispuestos a pernoctar en el tren. Los que tenían su destino en Madrid, calculaban que no llegarían antes del amanecer. Un gracioso preguntó de qué mes. Un experto añadió que la última avería del tren, que él había padecido, duró dos días y cuatro noches. Mi amigo no consiguió que le cuadraran las cuentas, pero lo atribuyó a su bloqueo mental, tal vez por hacer el viaje a la contra. Algunos viajeros, entre ellos él, preferían permanecer al quite confiando en la rápida solución del contratiempo. Los más exaltados lanzaban insultos contra la compañía ferroviaria, contra el gobierno de la nación, contra la impericia del maquinista y contra todos los jefes de estación de la línea; un blasfemo llegó incluso a pronunciarse contra la divina providencia.
Entre los resignados a soportar la emergencia cundió la esperanza, poco después de que los apresurados compañeros de viaje hubieran abandonado los coches y emprendido una carrera loca campo a través en medio de la noche para ser los primeros en llegar a Calatorao, no fuera a ocurrir que estuviera completa la fonda y tuvieran que dormir al sereno o ser acogidos por la caridad municipal. El rumor que empezó a circular entre los resistentes se refería a la llegada inmediata de una máquina procedente de Calatayud, que engancharía el convoy y permitiría continuar viaje. La información procedía del revisor. Desolado el hombre por la deserción de la mayor parte del pasaje, temía llegar a Madrid con uno o dos viajeros solamente, o tal vez con ninguno, dado que mi amigo y la señorita con la que por fin había establecido conversación tenían el destino en Gaualajara, feliz coincidencia según el fotógrafo, y que buena parte del pasaje residual descendería en Calatayud.
En esto estaban cuando algo inesperado sucedió mientras aguardaban. Por hacer piernas y calmar las ansias, salió mi amigo al pasillo dispuesto a echar pie a tierra, tras asegurar a la señorita y al revisor que él no abandonaba, que sólo pretendía airearse. Llevaba la cámara colgada al cuello. En cuanto tocó suelo, un ruido como de misterio brotó de ella, sin que su dueño pudiera aclarar de qué se trataba. La cogió en sus manos, la examinó a la escasa luz que permitían las de emergencia del tren, y no descubrió nada raro. Era una cámara manual, sin pilas ni electrónica alguna. No había recibido golpe alguno, ni había tocado agua, ni era razonable que le afectara la oscuridad. Dando un salto subió al portante. El extraño rumor se apagó. Volvió a bajar. Se repetía el ruido. En cuanto tocaba suelo, la cámara susurraba. Subió de nuevo. Se sujetó a las barras de acceso que para seguridad de los viajeros suele haber en las portezuelas de los vehículos ferroviarios y descolgó una pierna, aguzando el oído por si percibía algún rumor. Estiró al máximo los músculos y alargó el pie para tocar tierra. Sonó el misterioso zumbido. Algo había en aquel lugar que complicaba la mecánica o tal vez la química de la cámara. Perplejo retornó mi amigo al compartimento que ocupaba junto a la señorita, decidido a no prestar nueva atención al sorprendente fenómeno.
La joven era para entonces presa de la angustia. Su novio la estaría esperando en la estación de Guadalajara y no tenía medio de avisarle. Era muy celoso, se mosquearía bastante, desconfiaría de ella. También era algo tremendista y sospecharía cualquier catástrofe a pesar de lo que le explicaran los empleados de la compañía. Mi amigo, que había sepultado su cámara en el fondo de la pequeña maleta que le acompañaba, se dedicó a tranquilizarla con palabras de buena esperanza. Ella se fue calmando y él se sintió feliz. Pasaron dos horas hasta que sonó el silbato de la nueva máquina anunciando su llegada. Entre las maniobras de aproximación y enganche, transcurrió otra media. Por fin reemprendió el convoy la marcha, aunque lentamente. En la estación de Calatorao hizo una larga parada para desenganchar el peso muerto de la máquina inútil. No subió pasajero alguno, porque los tres que aguardaban habían desistido viendo llegar a trompicones a los desesperados, en su mayoría madrileños. Esto oyó mi amigo que decía el jefe de estación al revisor.
El trayecto hasta Guadalajara, que en circunstancias ordinarias se saldaba en unas cuatro horas desde allí, duró algo más de seis. Tuvo mi amigo tiempo de relatar a la dama el episodio de su infancia que concluyó con la trágica muerte del maestro, enfrentado a un ebanista no menos feroz que su perro. Ella estudiaba también para maestra y era enemiga de cualquier bicho doméstico, así los llamó. A medida que avanzaba en su relato observaba mi amigo que el rostro de la muchacha se contraía, sus mandíbulas se tensaban y sus ojos se volvían tristes. Trató de rebajar la brutalidad del hecho para no herir sus sentimientos delicados. Ella, no obstante, le animaba a proseguir sin eliminar ningún detalle. Cuando la acción llega a su clímax y el protagonista está a punto de perecer, la señorita a quien intentaba entretener con aquellas truculencias era plenamente un mar de angustias. Fue el animal quien perpetró la carnicería, insistió mi amigo, no fuera a creer la dulce joven que tenía él en su infancia vecinos criminales. El dueño sólo fue multado por imprudencia y el animal sacrificado en la perrera. Inhabilitaron en lo sucesivo al señor Pedro para tener perros, por lo cual llenó su taller de gatos que, con sus riñas y porfías amorosas, colmaron de espanto las noches veraniegas e invernales de toda la vecindad. La compañera de viaje de mi amigo quedó muy compungida por el relato. Lloraba. Tal vez había cargado demasiado las tintas el narrador. Realmente estaba afectada. Le dijo él que no se preocupara, que eran lejanas historias, que ya no ocurrían tragedias semejantes por causa de los perros y los gatos. Ella negaba con la cabeza. Pensó mi amigo que se refería a los ataques repentinos que sufren de vez en cuando algunos niños por parte de animales catalogados como peligrosos, de los que da cuenta y razón la prensa, pero algo más tarde pudo saber que no eran por este motivo sus lamentos.
Llegaron a la estación de Guadalajara. El novio de la señorita aguardaba en el andén. A mi amigo nadie le esperaba. Las muchas horas de viaje, con el parón y la marcha lenta habían descabalado todos sus cálculos. Era casi la hora de entrar al trabajo. En cuanto pusieron pie en tierra, la dama primero, echó ella a correr desaforadamente mirando hacia atrás como si huyera. No llegó Rubén a escuchar lo que le dijo a su novio cuando se abrazaron en el andén. Iba remoloneando hacia la salida un tanto receloso por lo que le pudiera estar contando. Al verla tan llorosa, el aguerrido joven habría supuesto cualquier disparate del que su compañero de viaje era culpable. ¿Qué puede suceder entre un tierna paloma y un rasposo gavilán, aislados los dos en medio del páramo, en el centro de la noche, con todos los viajeros despavoridos y el revisor acurrucado en un rincón entre sueñas? ¿Un abuso, un intento de secuestro, una sucia provocación? ¿Qué historia habría contado la joven para justificar su conmoción y la rojez de sus ojos? La luz artificial resalta el patetismo de la mirada inyectada en sangre, por una parte; por la otra, el discurso narrativo de las mujeres es siempre impredecible. El novio parecía un tipo distinguido. A pesar de ello, giraba la cabeza de vez en cuando hacia mi amigo, que ralentizaba aún más la marcha. Siendo lento el caminar de una pareja de enamorados que se enlazan por la cintura, aún lo era más el suyo con el propósito de establecer una distancia protectora. Cuando los vio detenidos junto a un pequeño automóvil en la pequeña plazoleta de la estación, se temió lo peor. Fuera de la jurisdicción ferroviaria, sin poder acogerse al amparo del revisor que sin duda recordaría su fidelidad y abogaría por su decencia, se vio perdido. Sin embargo, la mirada del joven era lánguida y su rostro amable. La muchacha tenía una apariencia aún más tierna que la que pudo contemplar Rubén en el vagón que compartían. No consiguió adivinar si los sentimientos de ambos eran de lástima, de piedad o de aprecio. El caso es que le invitaron a subir al coche con el ofrecimiento de llevarle hasta donde dijera.
Aceptó, ya más tranquilo, y les indicó la dirección de su casa. El joven ya sabría que su novia no había sido maltratada por nadie, a pesar de haber llegado a destino hecha una magdalena. Mi amigo residía aún en la casa donde lo hicieron sus padres, porque disfrutaba de un alquiler antiguo y eso le compensaba, a pesar de tratarse de una vivienda tan destartalada. La pareja lo llevó hasta allí. Les rogó que le permitieran sacarles una fotografía a la escasa luz del amanecer. Les hizo tres, por agotar el carrete. Antes de despedirse, el hombre le agradeció muchísimo la amabilidad que había tenido con su prometida. Mi amigo estaba perplejo. Continuó diciéndole que le había quitado un gran peso de encima. Miraba Rubén en varias direcciones a la vez para ocultar su pasmo. Siguió el joven confesando que sin su concurso no se hubiera resuelto el enigma que acongojaba desde la infancia a su amada. Mi amigo miraba al suelo y al cielo sucesivamente sin atreverse a dirigirle la vista. No las tenía todas consigo todavía, a pesar de tanta amabilidad, y no descartaba recibir de improviso algún guantazo. Le preguntó el atildado joven si quedaban detalles de la historia del perro del señor Pedro por contar. Rubén le respondió que no y se confirmó en lo que había relatado a su novia. Fue entonces cuando entendió el agradecimiento de la pareja. Con aire pesaroso, aunque sereno, el joven le confesó que su novia era la nieta de don Manuel, el maestro, y que, si no llega a ser por él, por mi amigo, nunca hubiera sabido exactamente cómo, cuándo y por qué murió su abuelo. Había oído hablar confusamente durante su infancia, lejos de la casa fatal, de perros, Pedros y gatos, aseguró el joven, y tenía su novia tales dudas sobre el pasado familiar que, sin la intervención de Rubén, nunca hubiera conseguido orientar su futuro. Le gustó la frase a mi amigo y la anotó, así me lo dijo.
Se fueron los jóvenes, tras darle un abrazo. Subió Rubén a su casa conmovido y soñoliento. Avanzaba ya la mañana. Quiso dormir un poco, antes de que comenzara el ajetreo del día naciente. No llegó a las dos horas el tiempo que estuvo tendido sobre la cama. Durante todo él escuchó insidiosos maullidos de gatos mezclados con ladridos perrunos y unas voces agrias que le recordaron a don Manuel. Se levantó de mal humor. Cogió la cámara que había dejado sobre la mesilla de noche y acudió al laboratorio fotográfico de costumbre. Al día siguiente volvió a por las fotos. Comenzó a examinarlas por el final. No podía ser. En la última se veían un perro y un gato, acompañados de una silueta en sombra que le recordó lejanamente al señor Pedro de su infancia. Se sobresaltó y pidió explicaciones al dueño del laboratorio. Le había dado las fotos cambiadas. Aunque… Imposible. El carrete era el suyo, no había entrado ningún otro el día anterior. Examinó Rubén las dos fotos penúltimas. Aparecían en ella el mismo perro y el mismo gato que en la final, esta vez los dos solos. Tampoco podía ser. Fuera casi de control, pidió explicaciones entre la irritación y el pasmo. Su voz, muy gruesa, le recordó la del difunto don Manuel. El dueño del laboratorio le rogó que comprobara el resto de la serie y que luego la cotejara con los negativos. Comenzó mi amigo a hacerlo. Su perplejidad creció cuando en las fotografías que había sacado al rótulo colocado sobre la puerta del desconocido ebanista que vendía a su animal de compañía, en el barrio del Arrabal, la tarde anterior, pudo leer claramente PERRO VENDE GATA. Eran tres, desde diferentes ángulos, y los clichés decían lo mismo.
Le impactó tanto aquel hallazgo y quedó tan desconcertado que se juró volver al punto del trazado ferroviario entre Salillas de Jalón y Calatorao donde había escuchado aquel ruido misterioso emergiendo de su cámara en el viaje de regreso desde Zaragoza. Tardó tres meses en poder hacerlo. Un sábado de septiembre, recién entrado el otoño, emprendió la aventura. Llegó a la estación en el tren correo y tomó inmediatamente el rumbo de la vía, sin acercarse al pueblo. Llevaba la máquina colgada en bandolera, cargada y a falta de impresionar las tres últimas tomas. No era fácil identificar el punto exacto donde había sucedido el portento aquella noche de verano. Sí el lado del trazado, el izquierdo según iba caminando. También la distancia a los raíles, como de tres palmos y medio. Sujetando la cámara con su mano derecha y manteniéndola colgante como haría un zahorí, recorrió un par de kilómetros por la senda que bordea el trazado sin detectar nada. Repitió la operación caminando en sentido contrario. Tampoco hubo novedad. Dudó de la distancia recorrida. Tal vez el extraño fenómeno tuvo lugar a dos kilómetros y medio de la estación, o a dos y setecientos metros. No resulta fácil medir las longitudes en mitad de la maraña de la noche. Volvió a la exploración recorriendo ahora tres kilómetros aproximadamente en cada sentido. También nada. ¿Estarían más lejos de Calatorao aquella noche de lo que le pareció entonces? Las luces que perforan las tinieblas son siempre engañosas. Para descartar errores de cálculo, reanudó el examen del terreno y llegó hasta la estación de Salillas, igualmente sin resultado. Todo parecía inútil. El misterio estaría en otra parte. Tal vez se debió a una circunstancia excepcional, a una particularidad del tren, al hecho de viajar de espaldas, a secretos procesos mentales, a los arcanos de la química, a…
Nunca pudo Rubén explicarse la situación, según me aseguró al contarme el suceso. Yo también me quedé intrigado después de oírle. Hasta hace muy poco no he logrado aclarar el misterio. Fue después de su muerte. Repasando un día una vieja colección de apuntes de Rubén que me había proporcionado su hijo, descubrí un cuadernillo escrito de su puño y letra cuyo título decía ‘El rostro de la realidad y el juego de la mente’. Había en él bocetos, esquemas y dibujos de animales varios, aunque predominaban los de perros y gatos. Contenía también rótulos escritos siempre en mayúsculas, entre los que pude hallar uno que decía PERRO VENDE GATA, de mayor tamaño que los demás. Deduje entonces que mi amigo había resultado víctima de su imaginación o de sus alucinaciones. Siempre fue muy honesto en todos los aspectos. No era un tipo mentiroso ni aficionado a los embustes. La historia que me contó tiempo atrás era verdadera, aunque no verosímil.
Todo hubiera quedado así, permaneciendo su recuerdo envuelto en una blanda condescendencia, de no haber sido por la alerta que me dictó la casualidad. Caminando yo el pasado 5 de marzo por el barrio del Arrabal, tras cruzar el puente de Piedra en dirección al parque del Tío Jorge, observé un rótulo de cartón adherido a una puerta que decía PEDRO VENDE GATO. Estaba muy deteriorado y los trazos bastante desvaídos. Me sorprendió y me hizo recordar la historia que me contó Rubén. Sonreí porque la cosa me hizo gracia. Al regreso quise pasar por el mismo sitio para enseñar el cartel a un amigo a quien había contado el suceso durante la fiesta celebrada en el parque. El rótulo era el mismo, pero alguien lo había pintarrajeado con trazos oscuros y ahora podía leerse claramente PERRO VENDE GATA.