Tengo para mí que al mayoral Diego Celma se lo llevarán un día los mismísimos demonios. Aunque no vaya muy propio con lo buen cristiano que soy, me veo capaz de rogar al diablo para que ese patán con tobillos se desnuque en cualquier esquina y se le revienten todos los sesos del cerebro si es que no los tiene ya convertidos en agua. No lo deseo por malicia sino por misericordia. Mi casa tiembla cada vez que ese porfiado cruza la Calle Mayor a tan tremenda velocidad que pareciera no haber pasado si no fuese porque las orejas me bailotean durante muchos minutos temblando. Así estemos en el yantar o en el folgar, corremos yo y los míos el riesgo de perecer por el desplome de la techumbre o la flaqueza de las vigas, que todo se contrahace con esa tremenda algarabía que organiza el condenado.
Le tengo pedido a José el hornero que prepare varias cargas de humo para soltarlas al paso de la diligencia o que organice una gran polvareda de harina blanca para ofuscarla. Al maestro Pitanel, armador de carros, le he rogado que invente algún ingenio que pueda interponerse con mucho disimulo en el trajín de las ruedas para que provoque una repentina frenada cuando se sobrepasen de giro. No sé si estas argucias apaciguarán un poco los arrebatos de ese mayoral destalentado. Como sea que siga porfiando en lo suyo, algún día vendrán desgracias sobre este pueblo por su desatino loco.
Me ha respondido José el hornero que él coincide con esta idea, pero que habría de saber la hora justa en que pasa el coche de postas para tenerle cogido el punto al humo. De otra manera, dice, se despilfarra mucha leña, que anda escasa y es gravosa de traer. Luego añade que culpa también al postillón que azuza al tiro en la bocana de la calle y lo pone a galopar sin tino. Dice que si se dice que es hijo de Jaulín el de La Almunia y que de raza entonces le viene al galgo porque su padre fue siempre un tipo fosco y excedido, un farrucón pendenciero de mala catadura y peor entraña. Dice que si se dice que tenía tratos con el bandolero Dobuco antes de que ese facineroso tirara para las montañas del Pirineo donde se sabe que ha procreado. Y asegura también que, al igual que el Dobuco, el Jaulín tenía tratos con aquel presunto sangrador de Calatayud llamado Andrés Alonso, un redomado criminal a pesar de sus maneras finas. Tanto lo eran que al final no se aclaró si respondía a hombre o a mujer. Por eso hay quienes lo recuerdan como Andrés Alonso y quienes lo recuecen como Andresa Lonso. Incluso los más dispuestos a la risa llaman al ridículo impostor directamente Andresalonso, por no cometer torpeza.
Disculpa muchacho la digresión sobre gente tan penosa, pero entiende que has de conocer las minucias de esta tierra. Minucias divertidas porque esa panda de botarates produce más risión que ira, aunque haya sido mucho el daño causado en otro tiempo a personas y beneficios de este reino. A lo que vamos. El Jaulín que digo murió trasteado por la coz de una mula, de modo que su hijo heredó no sólo la hacienda sino también la saña. Tiempos malos nos esperan con ese engendro alzado a los servicios del correo. Y como los marranos se juntan, no descartes que aparezca por aquí alguna herencia del bandolero Dobuco, que dicen que se volvió piadoso y muy de misas, pero que sólo era por disimular y nunca por verdadera contrición. Así que vamos arreglados como se nos venga encima esa progenie.
El maestro Pitanel me ha confesado tener miedo. Que le asustan las consecuencias de lo que pudiera ser delito, dice. Que de averiguarse la circunstancia del tropiezo de las ruedas, le caería encima el garrote de la justicia por haber ocasionado daño a público servicio. Que aun no llevando pasajeros el transporte, podrían ocurrir desgracias si algún extremo del aparejo o una cuña desprendida golpeara a los vecinos dentro de sus casas tras romper puertas o ventanas y que incluso el bestiaje vendría a ocasionar perjuicio en caso de frenada tan repentina como la que le estoy proponiendo. Que por esa razón no ve camino para cumplir mi encomienda, por más que me asistan los mejores argumentos y la gravedad del caso.
A pesar de estas reticencias no cejo. Tampoco mi Antonia está muy de acuerdo y me dice que no me signifique. Pero yo quiero llevar adelante este asunto porque veo que si no pronto habrá perjuicio para los bienes y las personas de este pueblo. A punto de desgracia vivimos en La Muela desde que el coche de la Coronilla se salta todas las ordenanzas y el del correo entra en tan furiosa competencia con él que puede llegar un día en que topen uno contra el otro en medio del camino real por no haberse divisado a tiempo. Ando cavilando otras maneras de dar solución a este conflicto que mantenemos los de aquí con los furiosos mayorales y postillones que nos atraviesan el pueblo de tan malos modos. No vamos a permitir más que nos pongan en vilo las vidas y el alma. Ya tengo decidido el procedimiento. Ahora enseguida me iré al boalar, con licencia del señor alcalde, y talaré tres pinachos medianos que dejaré al pie de la Calle Mayor sin quitarles las ramas, para que sirvan mejor. Así, en cuanto aparezca la diligencia de Sebastián Romagosa o vaya a venir el correo de Diego Celma con el Jaulín chico azuzando las yeguas, cruzaremos los troncos de casa a casa y que se entretengan ellos en apartarlos. A ver si de una vez por todas podemos vivir tranquilos en este pueblo.
Pero va a tener que ser mañana o pasado porque ya los oigo venir con el escándalo de siempre. Gritan además como demonios. Me van a volver loco. ¡Dios mío, no hay quien pueda aguantar esto! ¡¡Antonia!!
* * *
Antonio se despertó violentamente sacudido por el estrépito de una moto a escape libre que atronó la Gran Vía de Fernando el Católico. Aún no habían dado las seis de la mañana. Lanzó un juramento y se acurrucó en la cama queriendo encontrar de nuevo la postura del sueño. Era imposible. No volvería a quedarse a dormir en casa de Julio, por mucho que su amigo se empeñase. Tuvo que hacerlo la noche anterior porque se le estropeó el coche y no era cuestión de andar buscando un taxi hasta La Muela a las tres de la madrugada, sobre todo cuando al día siguiente debía estar en Zaragoza muy temprano. No volvería a dormir allí, no. No se podía parar, ni siquiera con la ventana cerrada, medio asfixiado en aquel verano insoportable. Toda la noche del viernes hubo ruidos infinitos, una tortura continuada, el fin del mundo desfilando hasta el amanecer. Coches, motos, jaleo, gente en un continuo grito. . . La próxima vez volvería a casa, así fuera en limusina de lujo. Por lo menos podría dormir tres o cuatro horas seguidas.
Cuando Julio le oyó moverse, salió a su encuentro.
-¿Cómo has dormido, colega?
-Fatal, tío, fatal-, respondió Antonio- toda la noche sin pegar ojo.
-Lo siento, oye, pero esto es lo que hay-, se disculpó Julio. Y añadió: -A mí también me dan la murga todo el verano, aunque duerma ahí dentro. Esta ciudad es una locura y lo del ruido es un asunto muy chungo.
-Bueno, no lo mareemos más. A ver si me cambio de coche pronto para que no me deje tirado otro día ese tastarro-, dijo Antonio.
Un silencio incómodo hizo mirarse a los dos amigos con incertidumbre. Fue Antonio quien lo rompió.
-Por cierto, ¿a que no sabes con quién he soñado esta noche, tío?.
-Ni idea, chaval, ¿con alguna gachí?- respondió Julio.
-Nada, nada, no das. Mira, no sé si era mi bisabuelo Lorenzo, a quien llegué a conocer de muy niño, o alguno de sus antepasados que fueron gente muy legal según me ha contado mi padre. No te puedes ni imaginar la perorata que se ha marcado el hombre sobre esos tíos que llevaban las diligencias antiguas, los mayorales y los postillones. Creo que se llamaban así. Debían de armar tal jaleo cuando cruzaban La Muela a toda marcha, que aquello parecía hace dos siglos la mismísima Zaragoza ahora. ¿Qué te parece? ¿Vamos o no vamos adelantados en mi pueblo? ¡Ah, y para que lo sepas! ¡Allí amanece antes que aquí y anochece más tarde, que para eso estamos más altos!