El joven profesor llegó a Madrid en un tiempo arrebolado de esperanza. Llevaba la vista por delante de los ojos. La capital era un enjambre de posibilidades virtuales, pero su alma de artista venía invadida por los aromas sinceros del Jalón, por la sensibilidad que emana del valle verde y frutal donde los días son cielo despejado y las noches espuma de claridades. Se introducía en un mundo complejo, lleno de minutos cruzados, aunque él prefería el tiempo lejano en el que el sol era el único reloj y las campanas las únicas sirenas. De modo que en los primeros atardeceres capitalinos se perdía por las calles pintadas de historia para sorprender algún vuelo campanil nacido en las torretas conventuales. El alma del estiércol que en su Calatorao natal gateaba por las calles y rendijas de las ventanas y las puertas, en la ciudad se había tornado agria y oscura, maloliendo por dentro. Pero el joven profesor tenía puesta la mirada por delante de los ojos y no se resignaba a la infelicidad durante los largos días del invierno. Así que se empeñó en construir un edificio de larga duración basado en sus querencias.
La primera medida consistió en establecer contacto con la gente artista madrileña que andurriaba por ateneos y tertulias. Había desestimado ya el canto metálico de las sirenas financieras por cuanto comprendía que no le era posible echar sus altas ilusiones a la lumbre. Allá los tiburones con su desgracia. Negociando secretos entre risas de mujeres vanas, sorbiendo calostros de vinagre, asegurando la testa hinchada contra la segura zancadilla. El tiempo no se bebe así, de un trago, musitaba su boca poética, no se bebe así, sino a sorbos, mirando el contenido del vaso, guardando el sabor en la garganta, paladeando. El joven profesor tomó de esta manera con firmeza el timón de su propia singladura sin permitir que una piratería de postín ahorcara las vibraciones esenciales de la vida. Tal vez se le vaciaron temporalmente los graneros y las calles por las que transitaba se llenaron de maleza, pero su espíritu era fuerte aunque sentía el oleaje del viento golpeándole. Sus sueños seguían mostrándole aquella granja con la casa encalada en medio de un corazón arbolado, rodeada de tinajas con agua de manantío, pero la realidad le empujaba cada día al combate crudo por la supervivencia.
Pasaron los años y el joven profesor se convirtió en profesor maduro. Entonces se supo en disposición de canto y decidió recuperar sus hondas alcurnias montañesas. El Pirineo, desde el valle de Tena y la baronía de Oliván, con ecos de música y voces ancentrales, se hizo presente en su peregrinar diario. Por las calles de Madrid, camino del trabajo, iba declamando sensaciones y recuerdos de la infancia. Resucitaban a su voz pastores y rebaños, levantaban el alda las mozas campesinas, retozaban las risas de los violines románticos y del boscaje llegaba el eco de ritos sacramentales. Una dama de Jaca regresaba de su periplo mediterráneo arrastrando tras de sí los furores cautivos de dos soberbios poetas hasta morir de tragedia.
De tanto en tanto, el profesor maduro regresaba al terruño para reconstruir su infancia, para recuperar el mismo aliento de cuando la niñez era un tiempo de flores silvestres y herbazales y agua que corría en los regatos. Era su obsesión constante: recobrar aquel tiempo de nubes limpias y relojes sin cuerda y sueños sin anhelo, volver a los felices campos que la lluvia despejaba de cualquier barro. Por los ribazos que rodean el pueblo y por el camino alamedado de la vieja estación paseaba con los suyos, les alumbraba los ojos con el canto de las aves y el rumor precipitado del tren que desbocaba el ritmo de la vida. Había que retornar luego a Madrid, viajeros continuos del cielo al paraíso, añorantes perpetuos de los trenes nocturnos que repican en las venas metálicas de Valdejalón como ballenas oscuras que nadaran en tierra hacia mares sin nombre.
Aunque la vida ciudadana tenía su aliciente, la mente del profesor estaba siempre puesta en aquel valle tan orgulloso, en tiempos, que no tenía cantina, ni médico, ni capilla, donde las bestias abrevaban al silbo de los hombres y la felicidad era una hortaliza que crecía en los sembrados. Aquel valle que se desvaneció cuando el asfalto civilizador, las farolas confidentes, y el reloj afanoso acabaron con sus caminos de tierra. Ante la inevitable tragedia, el maduro profesor, nieto de su propia y vieja Arcadia, elevaba gestos de ira cargados de resignación y reconstruía la memoria del olvido con su palabra doliente. Estaba al mismo tiempo convencido de que los vientos contrarios no pueden sepultar el alma del poeta, por lo que de su estro seguían manando baladas con las que cantar al hombre de tierra y paja que mira las nubes que pasan y quiere descansar sobre el esparto, junto al cauce de la acequia seca. Y cantar también a las cepas de uva tinta que esconden el vino en el sudario de septiembre.
Un día pasó el profesor maduro junto a la boca del metro y vio a un menesteroso mendigando. Se le acercó dispuesto a remediarle el desayuno, porque el hombre mostraba una piel famélica de inviernos al sol. Quiso conversarle un rato, mientras tomaban el bocata con un café humeante -el mendigo hubiera preferido vino- para decirle que en la gran ciudad aún quedaban algunos seres humanos en medio de la multitud. El hombre no sabía esas palabras. Desde su lejana infancia -podía sumar fácilmente ochenta años- sólo había conocido miserias. Era un desterrado de la Europa pobre, un vagabundo que alguna vez tuvo casa de cartón, un fugitivo de las muchas esclavitudes que acechan al pobre desde recién nacido. Entre signos y vocablos aéreos logró explicar a su benefactor que había llegado a España caminando desde su ruinosa patria rusa, perseguido por el hambre y empujado por una remota esperanza. Alguien le dijo que éste era un país miseridordioso. Había tardado seis años, vivaqueando el albergues y refugios improvisados. Gente caritativa le ayudó a su paso. Guardaba algunos recuerdos, sólo los más recientes. De la última ciudad grande que cruzó en España, antes de llegar a Madrid, podía contarle buenas cosas. Se llamaba Saragosa, decía él. Y de unos pueblos que venían después, también. Allí le dieron a comer mucha fruta. Se quedó varias semanas por aquellas tierras. Trabajó hasta que le respondieron las fuerzas. Con su mano compuso la cifra de sus años: setenta y cuatro. La mirada del maduro profesor se iluminó. Quiso saber si el mendigo recordaba sus nombres. El hombre dijo que no. ¿Épila, Calatorao, Ricla, La Almunia de Doña Godina, Morata de Jalón? Una sonrisa de beatitud creció en su rostro al oírlos. Sí, aquellos pueblos eran, y algunos otros más. El maduro profesor quiso seguir hablando, pero se le nublaron las palabras. Él sí podía recordar. La vida le había tratado con menos deterioro. Aquellos ojos recién resucitados… Aquel gesto humilde renacido…
Recordó una tarde, a últimos de agosto, cuando regresaba con sus hijos de ver pasar el tren. Habían continuado el paseo por las afueras del pueblo para apurar el tiempo de gozo y el lujo vegetal, ya que al día siguiente regresarían a Madrid. A la salida del pueblo encontraron un hombre, pobremente vestido, que acarreaba un hato. Caminaba hacia La Almunia por el borde de la carretera. Al cruzarse con ellos, hizo un gesto de saludo. El profesor se sintió impactado por aquella actitud humilde, al tiempo que cordial. Se acercó a él y le preguntó dónde iba. Apenas hablaba unas palabras de español. Dijo ‘Almonia’, ‘trabajo’ y su nombre. ¿Cómo era, cómo se llamaba? No lo podía recordar. Intentó mirar al fondo de sus ojos. Repentinamente rejuveneció su memoria. También el anciano le miraba con atención. Un latigazo interno estremeció al maduro profesor. Sí, lo llamaría por su nombre, estaba casi seguro de que era él. Se quedaron los dos en silencio, observándose. Y al poeta se le ensortijaron las fibras del alma. Cuando dijo ‘¡Mijail!’ y le puso la mano sobre el brazo, como entonces, como aquella tarde mientras le deseaba buena suerte y le metía un billete en el bolsillo, el hombre pareció recibir una descarga. Su piel se encendió con los colores del verano ruso. La respiración se le tornó afanosa, galopante. Su pecho marchito ascendía y descendía a gran velocidad. Viendo las lágrimas que comenzaban a deslizarse por el rostro sonrosado del mendigo, no pudo el profesor contener las suyas.