PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

el monolito del perdón

Sólo llegué a saber su nombre. Se llamaba Alfio. Y que venía de Milán. Después de aquella larga conversación, el joven me dio un abrazo, que duró medio minuto, y se fue. Subió a su coche, un Alfa Romeo de matrícula italiana, sacó por la ventanilla abierta su mano en despedida y arrancó. Me quedé conmovido. Encuentros como aquél me hicieron recuperar la confianza en la especie humana.
Entre las muchas publicaciones que vienen contribuyendo a recuperar la memoria histórica del pueblo español, no me pasó por alto, hace un par de años, el libro de Manuel Asensio Guajardo y Manuel Ballarín Aured titulado ‘Lloviendo piedras. Crónica de la II República y de la represión fascista en Calatorao’ que apareció en la colección ‘Los libros de la Replaceta’ que edita la Asociación Cultural L’Albada, de La Almunia de Doña Godina. Es un estudio bien documentado sobre aquellos días aciagos que ensombrecieron la convivencia entre los españoles y provocaron tantas injusticias. A pesar de la trágica información que contiene, la obra termina de forma esperanzadora aludiendo al monolito, levantado en septiembre de 1981 en la plaza de la Diputación de la villa, que Calatorao dedica a todos sus hijos muertos en la guerra civil de 1936 a 1939, o a consecuencia de ella. Dicho monolito fue hace algunos años testigo mudo de un encuentro singular, que enseguida referiré. Antes quiero hacer algunas consideraciones sobre el libro citado y muchos otros similares.
En algunos sectores políticos y en ciertos ambientes conservadores se ha criticado la incesante aparición de estudios o análisis históricos de la época, que inciden siempre en las tropelías causadas por los vencedores de la contienda. Se trata simplemente de una cuestión de equilibrio. Durante decenios hubo que mantener estas cuestiones en un olvido opresor, motivado por la ignorancia de unos o el silencio vergonzante de otros. Sí se conoció la actividad criminal de los perdedores a través de informaciones, a veces tendenciosas, aparecidas en los libros y documentos que se agrupan bajo la denominación común de ‘Causa General’. Superada la dictadura y desaparecidos gran parte de los protagonistas de la masacre, es el tiempo de la verdad. O de la parte de la misma que podemos alcanzar los humanos. La perspectiva histórica exige serenidad, y ésta no puede obtenerse sin el esclarecimiento de todos los hechos que sean susceptibles de análisis. Por este motivo es fundamental la búsqueda honesta y minuciosa. Conociendo lo que ocurrió por ambas partes, podremos obtener una visión compensada de la realidad que nos conduzca a evitar en el futuro las situaciones que degeneran en tragedia. No se trata de discriminar entre buenos y malos, porque cualquier conflicto desata las pasiones más extremadas, sino de aprender algo de la historia, que siempre ha sido considerada como maestra de la vida.
Sucedió el episodio que narro hace algunos años, como he indicado, ante el monolito en memoria de los caídos. Estaba cayendo la tarde primaveral sobre los brotes vegetales de los chopos que enseñorean la plaza. Un aliento rosáceo envolvía los contornos. Yo estaba detenido frente al memorial, trasladándome mentalmente a la época que tan bien se halla descrita en el libro citado. Sentía sensaciones contradictorias. Por una parte, la tersura del aire embalsamado por los aromas campestres contribuía a mitigar la pesadumbre que provocan en el ánimo tan lamentables sucesos. Por otra, la consideración de la agresividad humana, muchas veces a flor de piel por nimiedades, me hacía desconfiar del futuro y me provocaba un pesimismo difícil de disolver. ¿De qué pasta espesa estamos hechos los hombres, incapaces de aprender las lecciones de la historia? Era cierto que el monumento ante el que me encontraba reflejaba una actitud de concordia, pero bastaba abrir la prensa o escuchar las informaciones de la radio para constatar que la ferocidad humana seguía causando estragos a lo largo y a lo ancho del planeta. Y no sólo se trataba de las grandes crisis internacionales, sino de los sucesos domésticos más próximos, cuya ferocidad nos golpea a diario.
En medio de estas consideraciones no me percaté de la llegada del visitante. Lo vi cuando estaba prácticamente a mi lado. Inicialmente no dijo nada, sino que se concentró en la leyenda de la placa que justifica el monumento y lo rodeó a paso lento. Era un hombre joven, alto, de pelo rizado y claro, pulcramente vestido. Pude ver su rostro sereno y su mirada inteligente. Parecía extranjero. Tras hacer el giro completo al círculo que enmarca el monolito, se situó de nuevo cerca de mí. Llevaba allí más de dos minutos detenido, cuando escuché sus palabras en un español bastante correcto. Sólo el acento delataba su origen.
-Buenas tardes. ¿Vive aquí usted?
-Buenas tardes -le respondí-; no , no vivo aquí; estoy de visita.
-Muy bien, señor. Yo también estoy de visita. ¿Puedo preguntarle algunas cosas?
-Dígame usted en qué puedo ayudarle.
Me dijo su nombre: Alfio. Era de Milán. Estaba recorriendo España en cumplimiento de una promesa hecha a su abuelo, que había fallecido el invierno anterior. El motivo de su viaje a Calatorao era precisamente aquel monolito. Su abuelo había estado de visita en el pueblo hacía unos quince años, aprovechando el viaje que cada cinco realizaba para asistir al funeral que se celebraba por los caídos en el mausoleo de los italianos de Zaragoza, en la iglesia de San Antonio de Torrero, en cuya torre estaba enterrado un hermano suyo llamado Umberto. Había pertenecido a una de las escuadrillas aéreas enviadas por Mussolini, con base en la localidad riojana de Recajo, y falleció en combate. Su abuelo, Ettore, estuvo encuadrado en una unidad de las Fiamme Nere, que pasó una breve temporada de descanso en Calatorao, antes de reemprender la acción. Le sonrió la fortuna a lo largo de la guerra y regresó a Italia sólo con unos rasguños.
Volvió a España tras finalizar la segunda guerra mundial para visitar la tumba de su hermano en la torre, y aprovechó viajes posteriores para recorrer algunos de los lugares por los que había pasado durante su trasiego bélico por nuestro país. En el último, que había tenido lugar a mediados de los años 80, descubrió el monolito y lo grabó en su memoria símbolo de un país que buscaba la concordia tras los desastrosos acontecimientos que había padecido. La edad le impidió proseguir su rito quinquenal, que intentó delegar en su hijo mayor, llamado también Umberto, que era el padre de Alfio, un hombre activo y viajero que ya le había acompañado en alguna de sus visitas al mausoleo de Torrero. Pero lamentablemente, según me contó Alfio, su padre falleció en accidente automovilístico a los 50 años, hacía ya más de diez. Él se convirtió, por ello, en heredero de la tradición familiar, que ejercía por segunda vez en Zaragoza. A Calatorao no había llegado hasta entonces. Los ruegos del abuelo Ettore motivaron aquel viaje. Los ruegos y un pequeño chantaje al que, entre bromas y veras, lo sometió su nieto.
Por algún motivo oculto, que se resistía a declarar, el viejo combatiente fascista guardaba un recuerdo especial del pueblo. Tras su primer viaje funerario a Torrero, Alfio quiso saber las razones de tan encendido afecto, ya que el abuelo le interrogó sobre su hipotética visita a Calatorao. No la había hecho, y le aseguró que nunca llegaría a visitar aquella villa española si él no le contaba qué había ocurrido en ella de particular. Algo llamativo debía ser para tenerlo tan fresco en la memoria. La porfía entre ambos llegó al extremo de tener Alfio que apretar las tuercas asegurándole que no volvería a Zaragoza a visitar la tumba de su tío-abuelo si no le confesaba el secreto calatorense. El anciano se doblegó y le contó una historia sorprendente.
La segunda noche de su estancia en el pueblo, aprovechando un descuido del teniente, salieron él y otro compañero del acuartelamiento en busca de algo que llevarse a la boca, porque habían comido poco y mal. Recorriendo una de las calles desiertas, escucharon gemidos tras el balcón de una casa y decidieron llamar. Les abrió un hombre maduro, que les preguntó qué deseaban. Algo de comer, dijeron ellos. Debió verlos tan perdidos, que les hizo pasar. Era una mansión humilde en la que se habían reunido los miembros de una familia. En la cocina estaban el abuelo y dos chicos pequeños, como de seis y ocho años, todos con el rostro cariacontecido. Los llantos se oían en el piso superior. Preguntaron los italianos si ocurría algo, y el hombre les hizo un gesto negativo. Salió escaleras arriba y bajó acompañado de una señora mayor, que resultó ser su madre. Enseguida apañó ella algo de comer y se lo ofreció a los soldados. Tras dar buena cuenta de los alimentos, volvieron a preguntar por los gemidos que, aunque apagados, seguían oyéndose en la planta alta de la casa. Cuando lo hicieron, observaron que la abuela escondía sus rostro entre las manos y lloraba también. El hombre se la llevó fuera y regresó solo. Con el tono muy apagado les dijo a los dos jóvenes que no podía ofrecerles nada más, que los tiempos eran muy malos y acababan de sufrir una enorme desgracia. Volvieron a interesarse ellos por la situación. Entones el cabeza de familia les contó brevemente que había muerto en el frente su hijo mayor, un muchacho de apenas diecinueve años, alistado en el ejército republicano. La noticia había llegado aquella tarde. Su mujer, la madre del muchacho, estaba destrozada. Trataban de consolarla la abuela y una hija de quince años, que se encontraban junto a ella en la alcoba. La noche iba a ser terrible.
El abuelo de Alfio y su compañero de pelotón pidieron excusas por haber interferido de aquella manera en el duelo familiar. El hombre les dijo que ellos eran gente cristiana, aunque de ideas socialistas, y que tenían la obligación de dar de comer al hambriento, por cristianos y por socialistas. Sabía muy bien que los italianos venidos a España eran en su mayoría voluntarios que procedían de familias fascistas, pero sobre todas las cosas estaba el humanismo que no distingue entre las personas. Él había hecho lo que estaba a su alcance dándoles un poco de su escasa comida. Ellos podrían hacerlo alguna vez a la recíproca con alguien. El joven Ettore y su colega no supieron qué decir, pero se abrazaron al hombre y luego hicieron lo mismo con el abuelo que lagrimeaba en un rincón. A los dos muchachos les dieron un beso en la frente antes de salir.
Mientras regresaban al acuartelamiento, fueron cavilando en la forma de compensar de alguna forma aquella ejemplar acción. A la mañana siguiente, tras requisar de madrugada varias mantas de campaña en la intendencia, acudieron con ellas a la casa del duelo y se las entregaron a chico que abrió la puerta, que los reconoció al instante y les dedicó una triste sonrisa. Estuvieron haciendo maniobras por los alrededores y poco tiempo después partieron en dirección a Bilbao.
Pasaron los años, pero el abuelo Ettore guardaba siempre aquella acogida en su corazón. No había reparado en nombres ni apellidos, sobre todo en cuanto supieron la desgracia que atenazaba a la familia. Al cabo del tiempo, ni siquiera recordaba la situación de la casa ni la calle concreta en que se encontraba. Sólo un dato permanecía indeleble en la memoria: Calatorao. Cuando hizo su primer viaje a Zaragoza en un turismo, junto con su mujer y su hijo mayor, en noviembre del año 70, poco después de nacer Alfio, llegó una mañana al pueblo e intentó reconstruir el escenario de la acción, pero le fue imposible. No supo a quién preguntar, ni se atrevió a otra cosa que pasear por las calles agradeciendo a la providencia el gesto de aquel hombre que mitigó su hambre juvenil. Hubiera acudido al cementerio por ver si hallaba algún indicio de la tumba del hijo muerto, pero aún vivía el dictador y casi todos los enterramientos irregulares se mantenían ocultos. Aún regresó a Calatorao tres veces más. Cuando en su último viaje, el de 1985, encontró el monolito de la concordia en la plaza de la Diputación, se abrazó a él y lloró, según me aseguró su nieto. Vio allí reunidos el dolor de mucha gente y el perdón de casi todos. Sus protectores de la lejana noche, cristianos y socialistas, están allí dentro con toda seguridad.
Cuando me despedí de Alfio, tras el largo abrazo, observé que también por sus mejillas resbalaban dos gruesas lágrimas.