PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

el milagro de martín

Qué lejos quedan los días en que andaba yo tarumbo por las calles de Logroño embromando a la autoridad. Los alguaciles me tenían tomada la medida y me sospechaban tras cada alboroto callejero. Desde la Rúa Vieja a la plaza del Mercado no había taberna donde no se alzase ceremonia al llegar yo. Mis amigos componían el escándalo en cuanto me sospechaban. Uno llamado Celestino, de pie veloz y lengua larga, hacía siempre de avisador: ‘Que va viniendo Miguel por la calle Mayor’ gritaba entrando desaforado en la taberna del Chato, lugar de frecuente reunión para la panda. Los reunidos alzaban vuelo si eran algo timoratos, o bien se apalancaban en sus banquetas al ser gente bragada. Así que entraba yo con el campo labrado, sin temor a que los disparates que se iban a escuchar hicieran otro mal que provocar estragos en las narices del tabernero. Nicolás tenía mucha flojera en el apéndice nasal porque en su juventud lo había curtido en peleas de a real. Ahora lo protegía mucho de conflictos, pero no podía evitar que se le sobresaltaran las venas que llevaba al aire cuando escuchaba los chistes y chirigotas con que adobábamos nuestras timbas los amigos. Eso cuando no nos despachábamos con soflamas políticas contra los inútiles que nos gobernaban y que, entre otros desastres, habían propiciado la pérdida de las colonias. Ahí es donde se enmarejaban los alguaciles.
Mi hermano Martín, cuatro años menor que yo, había estado en la guerra de Cuba. Volvió contando vergüenzas, no heroicidades. El último tiempo lo pasó en un hospital, intentando los médicos restaurarle la pierna derecha sin conseguirlo. Una bala se la había astillado. Cuando lo repatriaron, llegó cojo. Cojo y medio ciego de nostalgia por una mulata de nombre Caimbra de la que no callaba. Vivíamos nosotros en la calle de Rodríguez Paterna, al lado de la iglesia de San Bartolomé, con nuestra madre viuda y una hermana menor llamada Esperanza. Desde que murió padre, mi madre se había vuelto muy devota. Decía que, en la iglesia, Dios Nuestro Señor le permitía hablar con su marido y éste le aseguraba que nos protegería. Cuando llegó Martín a Logroño arrastrando la cojera y con la nostalgia colgada de los ojos, madre se asustó. Tras las efusiones del reencuentro, quebrándose aún las lágrimas en las arrugas del rostro, nos reunió a los tres y nos pidió que la acompañáramos a San Bartolomé para pedir a Dios la recuperación de Martín a través de padre. Y del santo, del que era muy devota.
Allí estuvimos aburridos una buena hora mientras hablaba un cura y recitaban interminables letanías las beatas. Hubo luego otras ceremonias que sólo madre y Esperanza entendían. Martín tal vez estuviera pendiente del milagro, pero yo entendí por vez primera lo de la eternidad aquella tarde. Ya me parecían pesadas las misas de los domingos y fiestas de guardar, aunque nada si las comparaba con aquella sesión interminable. No me atrevía a hacer gestos de incomodidad para no disgustar a mi madre, pero mis pensamientos volaban a la taberna de Nicolás donde mis amigos estarían preguntándose dónde pararía Miguel a horas tan festeras. Seguro que Celestino había dado una batida por las tabernas de Zapata y de Sotero por si me estaba arracimando allí con alguna disputa. Era yo entonces pendenciero y bravucón. A los veintipocos años, si serían veinticinco, o tal vez veinticuatro, y con mi temperamento, no puedes aguantar las zumbas que te mete cualquier chiquilicuatre de postín. Cierto es que los señoritingos no pisaban nuestros antros, pero te los tropezabas por la calle y a la menor surgían los chispazos.
Llegó el punto de consumírseme la paciencia en aquellas devociones y le dije a madre que me esperaba el señor Morato para darme un encargo. Don Agustín Morato era mi patrón, el dueño de la tejería en la que yo trabajaba y donde tenía apalabrada tarea para mi hermano en cuanto apañara su cojera. Lo del encargo era un simulacro imaginado por mis ganas de parranda y la llamada jocosa de mis amigos que percibía meridiana a través de mi cogote. Ahí si que estaba el milagro. En medio de los rezos y de los aromas de incensario me llegaba como un eco imposible el vocerío de mis amigos. Los regurgiteos soeces de Covetas, alguna proclama anarquista de Garcés, la risita afilada de Pancorbo y los chistes macabros de Corral golpeaban mis orejas por dentro y por fuera, por ambas latitudes, no sé si lo podría explicar. Así que la inquietud por menear la salsa me pudo, salté del banco haciendo algo de estrépito por la falta de costumbre y le dije a madre que no podía esperar más so pena de poner en riesgo mi trabajo y el futuro de Martín.
Hubo zumba y zamba en la covachuela de Nicolás. Le sangraron las narices como nunca, porque Corral se había despelotado la boca y los tuvo a todos en el ristre de la risa durante muchos minutos, más de dos horas. Salió Garcés gritando que se le habían ido las mandíbulas de sitio, de tanta carcajada. Dos parroquianos sin nombre echaron el vino al suelo para enmascarar la incontinencia provocada por los risotones. Me dio rabia haberme perdido el cogollo de la fiesta y pensé en mi devota madre arrodillada para conseguir la curación de mi hermano. No quise hacer burla de sus creencias, pero expliqué a mis amigos el motivo de mi tardanza. Garcés, que era de un pueblo de Zaragoza, se quedó serio de repente al escuchar el nombre de San Bartolomé, volvió a mandamiento sus mandíbulas y me preguntó si mi madre era devota del santo. Le respondí que sí, que me imaginaba que sí porque siempre iba a esa iglesia, más que a la Redonda que le quedaba también cerca. Decía mi madre que era más de señoritos y que había allí canónigos muy bravos. No sé a qué podía referirse.
El caso es que Garcés me llevó aparte y me dijo que san Bartolomé era el patrono de su pueblo, Calatorao, y que allí se celebraban fiestas muy principales donde acudían cojos, mancos, ciegos, tullidos y otros muchos desgraciados de la fortuna. Me aseguró que algunos sanaban por la intercesión del santo. Él había visto de niño correr a un cojo de Zaragoza, tras la procesión, sin que nadie pudiera explicárselo. Llevaba varios años viniendo al pueblo en un tren especial que fletaba el jefe de estación, un hombre muy piadoso. Se celebraban las fiestas del 13 al 15 de septiembre y tenían todo lo mejor que se puede esperar de unas gentes que habían trabajado duro durante el año y se disponían a empezar la vendimia. El cojo aquel volvió varios años más, haciendo la procesión del santo de rodillas por el pueblo en agradecimiento. No sabía, me dijo Garcés cucando un ojo, cómo no se le habían tullido de nuevo las rótulas. Añadió, como contrapartida, que con esas cosas no se juega, así que me lo decía por si el remedio podía valerle a mi hermano. Tenía tíos en el pueblo que podían acogernos, si queríamos hacer la prueba yendo a las fiestas.
Al principio me pareció una pamema del maño. ¿Cómo podía pensar aquél tío festorro, que castañeteaba la boca con eructos cómicos a la menor ocasión, que yo iba a creer en semejantes majaderías? A pesar de lo que decían mi madre y los curas, Dios estaba muy calentito en el cielo o donde fuera y no se preocupaba mucho de los hombres. ¿Acaso se había preocupado de mí, que había empezado a trabajar a los diez años en la tejería del señor Maroto nada más morir padre? ¿Y se había preocupado de madre que las pasó canutas y estuvo varios meses llorando hasta quedarse en los puros pellejos? ¿Y de mi hermana Esperanza que nació dos meses después y no quiso abrir los ojos hasta pasados otros dos? ¿Y del pobre Martín que a punto estuvo de perder la vida en la cochambre cubana? Dios iba a lo suyo. En todo caso se ocuparía de los curas, frailes y monjas que le sobaban el nombre a todas horas. Y de darles buen pisto a los ricos, siempre pringados con el agua bendita, al menos en público, porque en privado… bien lo sabía yo que había llevado recados a casa del patrón y de otros pudientes en horas secretas.
Cuando llegué a casa, Martín y madre me esperaban sobresaltados. Esperanza se había acostado con mucho dolor de cabeza. Me dijo Martín que madre y él habían oído voces celestiales al terminar las ceremonias en la iglesia. Yo ligué la idea con lo que me había ido comentando Garcés y me adelanté a decir, medio en broma, si les había hablado san Bartolomé. Los dos me miraron sorprendidos y me preguntaron cómo lo sabía. Estas son cosas extrañas que aún no me he podido explicar. Algo ocurre que los humanos no alcanzamos. Me quedé pensativo, repasando las informaciones de mi amigo, y diciéndome que nada perdíamos por probar.
Estábamos en junio. Arreglé las cosas para acudir a las fiestas de Calatorao en septiembre acompañando a Martín. Los tíos de Garcés escribieron diciendo que estarían encantados de recibirnos en su casa. Hicimos los preparativos. Llegó el día y partimos con las bendiciones de madre. Un pañuelo rojo al cuello nos identificaría a los dos, porque en Aragón lo llevan puesto en la cabeza. El cachirulo lo llaman. Nos conocieron sin más y nos acogieron con mucha confianza. Fueron tres días sensacionales. Por primera vez en muchos años recé de verdad, diciéndole a san Bartolomé que allí habíamos venido para que curara a mi hermano. Hicimos todo que hubo que hacer, acudimos a todos los oficios, nos recorrimos todas las procesiones y sólo una vez acudí al baile de la plaza porque me lo pidió una prima de mi amigo, de otra familia, que resultó muy simpática.