Era un hombre culto. Lo sabían en todo el valle del Huerva por donde aparecía cada primavera ofreciendo sus servicios. Las mujeres esperaban con las ventanas abiertas a que sonara la flautilla con la que anunciaba su llegada para salir a la plaza con la cesta llena de cuchillos, tijeras, tajadores, hachuelas de partir carne y otros utensilios domésticos que amolar. Nadie sabía con certeza de dónde era el afilador, ni tampoco cuál era su nombre. Se decía que no era gallego, ni aragonés, ni catalán, como tampoco andaluz, extremeño o murciano porque le hubiera delatado el acento. Hablaba con gran locuacidad. Todos lo consideraban poseedor de una mente privilegiada y muchos se preguntaban cómo un hombre tan inteligente se dedicaba a tan sencillo menester.
Su apariencia era atractiva. Alto, de cabello claro y rasgos finos, tenía una mirada dulce en sus ojos azulados. Don Serapio, el maestro de Longares, había dicho en una ocasión que parecía un héroe griego. No prosperó aquella sugerencia porque ni sus vecinos ni los habitantes de los pueblos cercanos detectaron en su lenguaje ninguna minucia que indicase extranjería. Habían escuchado hablar durante años a los franceses invasores y estimaban que un afilador de origen griego haría vocalizaciones aún más extrañas. De modo que persistía el enigma porque nadie osó nunca preguntarle por su patria ni él dedicó interés alguno al asunto.
El tema había provocado más de una porfía entre los hombres y alguna controversia entre las mujeres. La señora Antonia tenía una prima que había viajado por Europa como esposa de un diplomático y que ahora residía en Madrid. En cierta ocasión pasó por La Muela en viaje hacia Barcelona con su esposo, coincidiendo el día en que el afilador hacía su servicio en el pueblo. Aunque ella no acudió al grupo que se congregaba en la plaza para facilitar el trabajo del hombre, sí lo vio pasar por delante de la casa donde se encontraba de visita. Cuando su prima, la señora Antonia, regresó con el resto de los recados hechos, le dijo que había visto a un joven griego pasar por allí con los aparejos del afilador y le preguntó por él. Quedó muy perpleja ella sin poderle responder, porque nada se sabía de aquel artesano salvo que aparecía regularmente por el pueblo dos veces al año.
Un día se hallaban varias mujeres en la alfarería de Ramón Ruiz esperando a que saliera una hornada de cántaros nuevos para acarrear agua. Surgió el tema del afilador y la señora Antonia aseguró que su prima lo conoció a simple vista y le dijo que era griego. La señora Pascuala, que era mujer brava y deslenguada, soltó un risotón diciendo que aquella era la teoría del maestro de Longares y que no tenía ningún viso. Añadió que don Serapio era un sujeto mentidor y alunado con quien no se debía hacer ninguna cuenta porque además, aseguró, se iluminaba fácilmente con los buenos tintos de la comarca. Terciaron en la pugna otras dos mujeres, ambas a favor de la señora Pascuala. El resto de las presentes, hasta siete, no tomaron partido, pero por sus miradas dejaron traslucir la incredulidad con que recibían la propuesta de la señora Antonia. Desde aquel día, ésta y su contrincante no se hablaban, no tanto por su diferente opinión como por la displicencia y el descaro con que se había manifestado la segunda. Evidentemente no quedó la cuestión resuelta ni hubo ocasión cumplida para aclarar la duda.
Era ya abril cuando el afilador apareció aquel año. Las mujeres de La Muela sabían de su presencia en la zona por las noticias que llegaban de Mozota, Mezalocha y Muel, por donde había pasado la semana anterior. Ansiosas por acudir al reclamo del silbato, aguardaban en sus casas con los útiles para afilar dispuestos. El día estaba muy ventoso. La coroneta de nieve helada del Moncayo convertía en alfileres punzantes las ráfagas de cierzo que arribaban al pueblo tras reforzarse en los picachos de la Nava Alta y pasar sobrevolando el valle del Jalón. El afilador solía llegar por el camino de Botorrita después de haber servido a las clientas de esa población. En días de tanto viento no comenzaba a tocar las escalas del silbato hasta haber alcanzado la plaza porque las mujeres no podían oírlo accediendo como accedía por el este.
Contra su costumbre, aquel día no hizo sonar ningún reclamo. Esperó a que se asomaran las señoras a las ventanas y corriera la voz de su llegada. Se reunieron pronto más de veinte mujeres. El garboso mozo se mantenía de pie junto a su aparejo afilador esperando a que acudieran todas las clientas. Tenía dispuesta sobre el carrito una mantilla ligera que ocultaba algo. Ya cuchicheaban las reunidas sobre lo que pudiera ser o no ser aquel abultamiento, aventurando las más variadas imaginaciones. Cuando transcurrieron diez minutos desde su llegada y el hombre juzgó que habían acudido todas las amas de casa que precisaban de sus servicios, separó la mano que tenía colocada sobre la mantilla y se dispuso a hablar.
“Esto que van a ver ahora, señoras -comenzó diciendo-, es un ingenio antiguo que he recuperado para facilitar la humilde tarea del afilador y también para dignificarla. Se trata de una máquina que funciona con el viento. Mírenla bien en cuanto yo la descubra y empiece a sonar. La he conseguido después de mucho esfuerzo. Ha venido de muy lejos y desde ahora me acompañará por todos los caminos de Castilla y Aragón. Algún día la llevaré a mi patria, cuando vuelva a ser un territorio libre”. En este punto se detuvo y pareció que le atravesaba un estremecimiento. Las mujeres se miraban unas a otras sin saber qué decir.
El joven retiró la mantilla y apareció ante todos un pequeño artilugio de madera compuesto de tubos sujetos por un asa. Lo levantó el hombre haciéndolo oscilar. Al momento se percibió un sonido agudo y penetrante que adquirió un tono algo más grave cuando el aparato giró guiado por su mano. Durante algunos minutos estuvo manejándolo, obteniendo cada vez sonidos diferentes según la orientación relativa que tomaba frente al viento. Al reclamo de aquella música nueva acudieron también algunos hombres ancianos saliendo de sus casas. Pronto sumó la congregación más de cuarenta personas, puesto que acudieron también varias mujeres jóvenes con sus niños en brazos. Faltaban los muchachos de la escuela y los hombres que se hallaban en el campo. Al cabo de un buen rato de explorar sonidos, el afilador volvió a colocar el artilugio sonoro sobre su carrito y se dirigió de nuevo a los reunidos:
“Esta antigua máquina de sonidos que funciona con el viento se llama Aunerión. La inventaron los griegos, mis antepasados. Desde hoy será el instrumento que utilizaré para convocarles a ustedes, señoras, siempre que haya suficiente viento, que por esta zona no suele faltar”.
En cuanto los congregados oyeron la palabra “griegos”, un murmullo nervioso recorrió la plaza. Todas las miradas se fijaron en la señora Antonia, que sonreía entre la emoción y el pasmo. La señora Pascuala, allí presente, se retiró de modo precipitado dando un bufido y corrida de vergüenza. El joven afilador, sin saber lo que pasaba pero viendo que todas las demás sonreían benevolentes a la señora Antonia, dirigió a ella su mirada dulce y esbozó también una sonrisa.