PAÍS RELATO

Autores

francisco javier aguirre

aliento frutal

Lo primero que hacía Ernesto al levantarse era leer el aire de la mañana. Cada época del año le entregaba unos aromas propios, distintos. El de la primavera solía venir teñido de trinos sonrosados, esa mezcla de colores y sensaciones táctiles que se instala en las ramas de los árboles cuando estallan las prímulas. La luz del amanecer es entonces una promesa de gozo. Si el día nacía claro, las abejas iniciaban pronto su danza y entonces el aire se poblaba de historias verdaderas. Ernesto esperaba encontrar de vez en cuando alguna nueva. No era buena compañera la rutina. Salía al balcón de su casa, giraba la cabeza a uno y otro lados, la dejaba luego quieta y comenzaba a recoger los mensajes que traía la mañana.
Aquel día amaneció oscuro. Era domingo. Un viento de mediana intensidad había poblado el firmamento de nubes nocturnas. No era un buen presagio. Algo querían decir los aires húmedos que se atrincheraban en los vanos de las puertas y ventanas como escondiendo una maldición. Asomado a su balcón, Ernesto comenzó a preocuparse. No se trataba tan sólo de que el día fuera turbio. Hay mañanas espesas, con el color de la ceniza en las pestañas, que el aire fresco del Moncayo acaba por aligerar. Hay días azules, en cambio, que se pueblan de reflejos engañosos como si fueran espejos de una realidad imposible. En aquellos momentos, según las lecturas que Ernesto iba haciendo del aire matinal, se habían juntado sobre Épila todos los contratiempos. El cielo encapotado cubría un ambiente enrarecido, podo habitual allí. No se trataba de contaminación industrial, porque hacía muchos años que había dejado de funcionar la azucarera y hasta el pueblo no llegaban los humos de Morata. Tampoco era el reflujo de las papeleras situadas a las afueras de Zaragoza, que difícilmente se hacía notar salvo en días de mucho bochorno y para pituitarias muy sensibles. ¿De qué podía tratarse?
Un vecino que pasaba por la calle saludó a Ernesto. Levantó él la mano derecha para corresponder y observó que tenía una pequeña mancha en la palma. Era una pigmentación extraña que aparecía de vez en cuando, sobre todo en la primavera y el otoño, como si la naturaleza quisiera hacerle partícipe de la mutación de sus colores. No se preocupó. Desaparecería como había venido. No le ocurría todos los años, y no la relacionaba con nada concreto, aunque… Repentinamente recordó que la última vez que apareció la mancha en el centro de su mano ocurrió un hecho desagradable que casi había olvidado. ¿Podía ser aquello un aviso de que estaba a punto de suceder algo parecido?
Haría unos tres años de aquella porfía. Había ido a media mañana a dar una vuelta por las fincas de la Cuesta Roya y se topó con la desagradable sorpresa de un par de sujetos cargando fruta en su furgoneta a escondidas. Cuando lo vieron llegar hicieron mucho disimulo. Se acercó Ernesto al vehículo con gran irritación e increpó a los hombres. Éstos no le replicaron de momento, aunque detuvieron su rapiña. Como el dueño de la finca insistiera, uno de los robaperas quiso levantar un mazo que tenía oculto dentro de la furgoneta, pero el otro le frenó. Ernesto había ido sin recursos y no quería llegar a mayores. Que se fueran, y en paz. El que parecía más sensato de los dos ladrones intentó disculparse diciendo que sólo habían recogido la fruta caída en el suelo. A Ernesto le bastó echar un vistazo a los árboles para comprobar que no era cierto. Les dijo que tomaba nota de la matrícula de la furgoneta y que daría parte a la guardia civil si volvía a verlos por el pueblo. Los saqueadores se fueron, el más tosco bufando. Debió servirles la advertencia porque en lo sucesivo no aparecieron por allí. Incluso correrían la voz entre los de su gremio, porque disminuyeron notablemente los robos de fruta en el término y en los colindantes.
La aparición de la pigmentación en la palma de su mano era un aviso, no cabía duda. Rápidamente se puso en marcha. Se llegó al cuartel de la guardia civil solicitando hablar con el cabo. Le explicó la situación, diciéndole que tenía barruntos de lo que se avecinaba. No esgrimió el argumento de la mancha en la palma de su mano porque le hubieran tomado por visionario. Solamente dijo que la noche anterior había visto merodear por el pueblo gente desconocida que no le inspiraba ninguna confianza. Solicitaba que una patrulla saliera a recorrer los campos frutales al atardecer por si detectaba algo raro. La recolección estaba a punto de iniciarse: era el momento que preferían los depredadores para hacer sus saqueos nocturnos. El cabo le respondió que redoblarían la vigilancia, aunque por aquellas fechas ya acostumbraban a tenerla muy atenta.
Pero la inquietud acosaba a Ernesto. Llegado el mediodía sintió una comezón creciente. La tarde del domingo era un momento goloso, con la gente distraída y relajada aguardando el inicio de la semana laboral. En pocos días comenzarían las cuadrillas la recolección. Sin decir nada a su mujer, y con la disculpa de bajarse a echar una copa con los amigos, cogió la escopeta y la metió en el coche. Todo estaba tranquilo, el aire limpio, la gente confiada. Lo comprobó cuando cruzó la plaza y se asomó a los corrillos del guiñote en el bar. Guiado por su premonición, retornó al coche, montó en él y salió hacia la partida del Molino Viejo, donde tenía unas tablas de pera temprana. Aparcó en un ribazo antes de que pudiera ser visto por los presuntos depredadores. Dando un rodeo y escamoteándose entre los árboles, ganó la espalda de su finca. Cuando la avistó, la sorpresa que recibió fue relativa.
Dos muchachos, no mayores de doce años, estaban acumulando cuidadosamente la fruta recogida sobre amplios plásticos azules bordeados por pequeños parapetos de cartón. Trabajaban con intensidad, dando sensación de apresuramiento. Por el volumen recogido, parecían haber empezado hacía poco. Ernesto sintió al mismo tiempo rabia y ternura. No quería actuar contra ellos, sino contra quienes les habían inducido al robo. Podía esperar a los mayores, que seguramente aparecerían al cabo de algún rato con la furgoneta y las cajas necesarias para cargar la fruta. Dudó qué hacer. A pesar de llevar la escopeta, no era partidario de un enfrentamiento violento. Desconocía las intenciones y la catadura de los ladrones, que seguramente eran de alto vuelo. No se trataba del viajero de paso que alza unas cuantas piezas para satisfacer un capricho. Aquello tenía apariencia industrial.
Desanduvo el camino sigilosamente, montó en el coche y volvió al pueblo. Se dirigió al cuartel de la guardia civil y comentó al cabo lo que estaba sucediendo. No le hizo mucha gracia al hombre que Ernesto se les hubiera anticipado, pero aceptó la situación y trazó un plan. Regresaría el dueño de la fruta a su observatorio con un silbato, esperando la llegada de los ladrones adultos, tras dejar su coche apartado de la vista. En cuanto aparecieran, haría sonar el silbato y se presentarían ellos, que también estarían escondidos en las inmediaciones con su vehículo todo terreno. Los maleantes, sorprendidos con las manos en la fruta, no tendrían escapatoria.
Ernesto aceptó el plan. Repitió la ruta anterior, dejando el coche más apartado de forma que fuera invisible desde el camino. Apostado en su observatorio, controlaba la frenética actividad de los muchachos. Habían recogido una gran cantidad de fruta. Prácticamente dejaban despoblados los árboles. Eran cuatro los montones, que suponían un buen montón de cajas. Allí estuvo observándolos Ernesto por espacio de una hora. Le consumía la impaciencia. Aguardaba el momento en que llegaran los patronos del estropicio para caer sobre ellos con el apoyo de la guardia civil. Aún tardó en aparecer la furgoneta otra buena media hora. Llegó con un hombre solo, mal vestido, de aspecto bronco y gesto autoritario, que descargó un montón de cajas vacías junto a los montones hechos por los muchachos. Éstos comenzaron a llenarlas ávidamente, estimulados por la voz opaca del hombrón que les propinaba de vez en cuando empujones.
Ernesto creyó llegado el momento de intervenir. Pero lo pensó mejor y decidió esperar un rato a que tuvieran la fruta recogida y cargada. Se iba a ahorrar una buena mano de obra. Cuanto más masa hubiera dentro de la furgoneta, más relucientes serían las manos que habían invadido lo ajeno. Los chicos trabajaban como adultos bien pagados. Seguramente el patrón les daría luego cuatro perras y los dejaría por ahí, si no eran de su familia. Se iba a enterar. Mientras ellos llenaban las cajas y las trasladaban al vehículo, él se limitaba a colocarlas ordenadamente dentro. De vez en cuando salía al exterior y husmeaba el aire, por si percibía algún peligro. Cuando ya estaba prácticamente toda la fruta recogida, Ernesto sacó el silbato, se alejó un poco del observatorio para no ser detectado y lo hizo sonar.
El ladrón debió quedarse pasmado cuando al cabo de medio minuto oyó el ruido del todo terreno y segundos después vio llegar a la patrulla. Ernesto, según lo convenido, permaneció oculto para no delatarse y evitar futuras represalias. Los ladrones quedaron recluidos en el cuartel y la furgoneta fue requisada. El contenido fue a parar a uno de los almacenes mayoristas que canalizaban la producción frutera.
Durmió bien aquella noche Ernesto. Cuando se levantó a la mañana siguiente y salió al balcón a leer el aire de la mañana, observó sin demasiada sorpresa que la mancha en la palma de su mano derecha había desaparecido.