PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

una tarde lenta

Sí, fue una tarde lenta. De esas tardes acongojadas, anchas, sin orillas… remolonas. Él era entonces un niño, un niño peinado con valiente tupé. «¡Qué lindo tupé te hace tu madre, hermoso!», le decían las mujeres. Y todavía creía que todos los hombres eran buenos; que siempre reían; que sólo se ponían serios para asustar a los niños malos. Y la tierra era redonda como una naranja. Los chinos estaban en un polo «achatado», y nosotros estábamos en el otro polo «achatado». Él era entonces un niño.
Le habían comprado aquel mismo día un balón de reglamento, de cuero inglés, amarillo verdoso como una naranja en agraz. El niño, aburrido, aguardaba a sus amigos para estrenar el balón, allí, en su corralazo, ancho como la tarde. (Las tardes, para él, estaban solamente en su corralazo, acunadas, sumergidas. La tarde de afuera era de otra manera…) Pero los amigos no llegaban. Pasaba el tiempo y no llegaban. Se habrían ido a una era a patear una pelota recosida, ajenos al flamante balón verdoso que les aguardaba.
El sol se pegaba a los tejados en un beso apretado, tardo, elástico: rebañando las parras más altas, las chimeneas, el aguardillado. El niño se tumbó sobre la hierba, con el balón por cabecera, con las manos extendidas en cruz. Así, cara al cielo, el mundo cambiaba de sentido: veía las pancitas de los pájaros, que sobre los hilos del teléfono miraban inquietos, y decían su frase pulida y aguda. Muy apagados, llegaban las voces, los silbidos, los ladridos y los gritos de todo el pueblo. Cuando mirando al sol entornaba los ojos, veía estrellas, rayos y lunares de muchos colores, de muchos colores brillantes. De cuando en cuando, el paso de un carro estremecía el empedrado de la próxima calle. Luego, el silencio. Ese silencio largo y alto de las tardes de verano… Los amigos estarían en la era, jugando con una pelota recosida, despreciando aquel balón flamante, verdoso como una naranja en agraz.
Las niñas salían de una escuela próxima. Sus voces quebradizas rompieron el silencio. El niño, inmóvil sobre la hierba, se las imaginaba con sus batas blancas y lazos rojos; corriendo; estacionándose; dejando las cabás en el suelo para pintar una «marica» sobre el cemento de la acera… Una niña mayor, que ata los zapatos a la benjamina del colegio. En la ochava de la esquina, sobre la puerta de la escuela, estaban esculpidos en relieve una esfera armilar, una pluma de ave y un gran libro con las guardas de piedra. El sol que se iba, lamería en aquel momento aquellas figuras labradas.
El sol retorcía su último rizo sobre la chimenea alcoholera más alta. Se oyó un tiro lejano, blando, ancho como el trueno de un cucurucho de papel. Las voces de las niñas se alejaban. Algunas cantaban:
… que mañana no hay escuela
porque se ha muerto…
A la calle volvía el silencio. Alguna niña rezagada voceó a otra: «María… María…, “epera”». El eco, inopinadamente, repitió: «María… María…, “epera”». Y el niño, excitado por el eco, dijo: «Balón…, balón…, espera». (El eco, para él, era un hombre malo que remedaba a todos los niños, oculto tras una esquina de los arrabales.)
Los amigos estarían en la era. Mejor. El niño no valía para jugar al fútbol. Si hubiesen venido, se habrían gozado con el balón, y él, más débil, habría tenido que estar toda la tarde corriendo quiméricamente, corriendo tras la pelota sin conseguirla nunca: siempre huidiza, rebotando entre los pies de los otros, más fuertes.
Ya en los tejados, con caballete en forma de sierra, apenas quedaba una ligera atmósfera luminosa del sol naufragado.
Fue una tarde lenta. El silencio era completo en la calle y en el corralazo. Las golondrinas espirituales recortaban el cielo con sus vuelos ceñidos, vertiginosos, de saeta. Unas estrellas tímidas comenzaban a parpadear. Luego, por la calle frontera, se oyó el rodar de una gruesa llanta de carro sobre el empedrado. Estremecía los cristales y los hierros de las «lumbreras».
El niño se imaginó al carretero que iba rodando el aro. Sería tal vez el viejo barbudo, el del mandil de cuero, el de la gorra visera…, el que tenía las barbas como el San Pedro de la Iglesia. Los carreteros —se decía el niño— fueron en sus tiempos niños muy aficionados a jugar al aro. Crecieron luego, hasta les salió barba, pero continuaron con su afición. El aro también creció, pero tanto, que fue mayor que el carretero… La horquilla, pequeña ya, por inservible, estaría oxidándose en un cascajal… El retemblar del anillo se perdió calle abajo.
El niño sintió que se dormía. Pero alguien le voceó desde la ventana:
—Hijo mío, que te vas a enfriar.
… Lejano, desde una calle de muy allá, se oía el tin-tin, tin-ton de una fragua. Ese melancólico martillear de los herreros en las tardes tranquilas. El niño, en el sopor de su modorra, quería acordarse del famoso cuento de los herreros tartamudos… ¡Ah!, sí… «El maestro herrero era tartamudo y el oficial herrero era también tartamudo. Y el maestro sacó de la fragua un hierro hecho lumbre, y lo puso sobre el yunque, y le quiso decir al oficial que le ayudase a forjarlo, pero como el maestro era tartamudo no acertaba, y decía:
—O… o… o…
Y el oficial, que era también tartamudo, no entendía y decía:
—¿Qué… qué… qué…?
Y el maestro:
—Que… que… que…
Y el oficial:
—¿Qué… qué… qué…?
Y el maestro, enfadado, y colorado, y sudoroso, y retirando de nuevo el hierro del yunque a la fragua:
—Na, na…, ya se ha enfriao».
«Y es que el maestro hablaba algunas veces de corrido, como suele ocurrir a los tartamudos», pensó el niño.
La noche cerraba lentamente. El niño, ya frío, se levantó entre sombras, tomó el balón verdoso como una naranja en agraz y se fue aburrido hacia la vivienda.
Los amigos estarían allá…