Primero
Entre sueños me pareció oír que papá pasaba a la alcoba, que despertaba a Tala y que hablaba en voz baja con ella. Poco después noté que salía papá, y al poco Tala con mucha prisa. Pero yo no sabía bien si aquello era que yo lo estaba soñando o que lo veía de verdad… Y entre sueños también, llegué a pensar si ya sería de día y que por eso se levantaba Tala… Pero no me explicaba bien por qué aquella mañana había venido papá a despertar a Tala, cuando era Tala la que siempre despertaba a papá. Luego me dormí mejor, pero con todo, en el sueño, yo notaba un no sé qué raro; pues pasaba que yo no dormía bien, pero tampoco mal del todo… y que había algo que casi no era nada, como un hilo que me arañaba el reposo. ¿Sería esto porque papá había venido a despertar a Tala y no Tala a papá? ¿O porque ya era de día, tan pronto?… No sé por qué sería aquel hilo que me salía del sueño y no me dejaba dormir bien.
Luego oí que se abrían y cerraban puertas; y entreví, por el montante de la puerta, la luz encendida del recibidor…, pero yo todavía no despertaba del todo. Por fin sonó la puerta de la calle y ya sí que me desperté bien… y sin saber qué pensar, me puse a mirar la luz eléctrica que entraba por el montante. Miré por la ventana después, y vi que, por las rendijas, no entraba claridad ninguna. Entonces, pensando que pasaba algo raro, me puse a escuchar con mucho cuidado, y al poco, me pareció oír algo muy callado, así como si alguien se quejase un poquitín… y ese alguien no podía ser más que mamá. Como quería oír todavía mejor, no respiraba y estiraba mucho las orejas hacia arriba, como hacen las liebres.
Al poco rato se oyó que abrían la puerta de la calle con llave, y que subían dos personas por la escalera; que se paraban en el recibidor y luego entraban en la alcoba de mamá. Y entonces sí que oía hablar mejor, pero no podía coger palabra alguna. Me incorporé en la cama… Yo sentía una angustia muy grande que no sabía de qué.
Las voces salieron al recibidor al poco rato. Y entonces me tiré de la cama y me puse a mirar por el ojo de la cerradura de la puerta del recibidor. Y allí estaba papá con el abrigo puesto, el tapabocas cruzado sobre el pecho y la boina que se ponía para estar en casa. Y estaba también el médico, don Domingo, que es joven, pero tiene el pelo blanco, blanco; que tenía la cara de mucho sueño y no llevaba corbata, y en vez de zapatos, unas zapatillas de paño negro. Y fue y le dio a papá unos papeles pequeños, y papá, muy pálido, se marchó a la calle. Quedaron en el recibidor don Domingo y Tala, que estaba sin medias, con zapatillas a chancla y el pelo suelto. Tenía las manos cruzadas sobre el vientre y los ojos llorosos, pero estaba muy callada. Don Domingo comenzó a pasearse con las manos en los bolsillos, y la Tala se vino hacia mi alcoba, que era la suya también. Yo me metí corriendo en la cama para hacerme el dormido, pues me daba miedo preguntarle nada a Tala. Y ésta entró en la alcoba y no encendió la luz, sino la mariposa que siempre tenía sobre la mesilla «por si ocurría algo». Y noté que se vestía, que se ponía las horquillas del moño, que se lavaba un poco, y otra vez salió atándose el mandil y sin mirarme siquiera… Y es que Tala siempre creía que yo estaba haciendo lo que ella pensaba. Me volví a la cerradura y vi que el médico seguía paseándose con las manos en los bolsillos, y con su cigarro de papel negro en la boca. Paseaba encogido y con muchas ganas de volverse a la cama.
… A mí me daba no sé qué el ver fumar a aquellas horas a un hombre recién levantado. Tala estaba en la alcoba de mamá. Don Domingo, como impaciente, sobre el «centro» del recibidor puso unas jeringuillas y aguja. Tala le trajo agua y la pusieron a hervir encima de un algodón. Por fin llegó papá con unas cajas envueltas en papeles de cristal, y don Domingo llenó la jeringuilla y pasaron todos a la alcoba.
Cuando marchó el médico de la casa ya se veía luz del día por las rendijas de la ventana. Tala llevó a papá una taza de café y no pareció ocurrir nada más.
Yo me volví a la cama, que ya estaba fría. La claridad que entraba por las rendijas me daba mucha tristeza y me puse a pensar si mamá se moriría. Y nada más pensarlo, e imaginarme yo solo en la casa con Tala, con papá y con mi hermanillo, me dio un ahogo y empecé a llorar por lo bajo…
Y ya se oían los gallos: primero uno, luego otro y después muchos lejanos. Y pasaban por la calle las carretillas que llevaban la fruta al mercado, y los carros y las mulas que iban a la labor. Y luego comenzó a sonar la esquila de la torre, esa que toca a misa de alba, que es una misa muy fría a la que sólo van las viejas que no pueden dormir… Y yo no sabía dónde estaría Dios en aquellas misas tan frías; pero al acordarme de Dios, y de si se moriría mamá, empecé a rezar muy despacio la oración de San Jerónimo, para que le diese gusto a Tala, que me la había enseñado y que tanto lloraba la pobrecilla por mamá.
Me quedé un poco adormilado y soñé cosas de mucha tristeza, que no me acuerdo, pero en todos los sueños estaba mamá con la boca tapada, como la abuela Manuela cuando murió y le taparon la boca… Y me dio mucha alegría cuando Tala me despertó para tomar el desayuno e ir a la escuela. Estaba muy seria y no me dijo nada. Yo tampoco le dije. Me vestí de prisa, me lavé y salí al comedor para tomar el desayuno. Allí estaba papá leyendo el periódico… y no me dijo nada tampoco. Luego Tala me llevó a la alcoba de mamá.
Sobre la mesilla había cajas y frascos y mamá estaba muy pálida, pero tranquila, y me miraba con sus ojos azules muy abiertos y de mucha pena. Yo no sabía qué decirle porque iba a llorar y no quería, pero por fin le pregunté que si se levantaba o no. Y me dijo que no, que estaba cansada y que se iba a quedar en la cama aquel día. Mi hermanillo, que todavía dormía en la alcoba de mamá, estaba en la cuna con los ojos abiertos, con muchos colores, y rascándose la melena rubia. Luego mamá me besó con muchas ganas, como cuando se iba de viaje… Al hablar tenía la voz un poco cansina, pero nada más… Y yo deseaba no irme al colegio y estarme allí, pero no me atreví a decir nada… Y sobre el embozo de la cama vi una gotita de sangre que se asomaba un poco, y unas gotas también en la almohada.
… Cuando la Tala me abrió la puerta de la calle para que me fuese al colegio, llegaba otra vez don Domingo en su berlina verde, y me dio unos golpecitos en la cara, y me dijo: «Adiós, bonito»… Ya no parecía tener cara de sueño.
En la calle había mucho sol y yo tenía que ir con los ojos casi cerrados… y fui andando muy despacio, al lado de la pared, pensando cosas de mucha angustia.
Segundo
En la «Glorieta» tocaba la música todos los jueves por la noche. Y los de Bolós, y Marcelino, y Salvadorcito y yo, nos íbamos allí en seguida de cenar, pues como era verano nos dejaban salir… Pero esperábamos para marchar a que pasase la banda tocando el pasacalles aquel que decía: «Somos los negros de la ciudá de New York», y luego no sé qué del «Ku-Klux-Klan». La banda salía de la puerta del Ayuntamiento, que estaba en la plaza, y formados los músicos en tres hileras, venían trompeteando toda la calle abajo, rodeados de chiquillos, que correteando y saltando a su lado, levantaban una polvisca que llegaba a las luces. Delante, venía el maestro, que se llamaba don Santos, y el pobrecillo, para no ahogarse con la polvareda que armaban los muchachos, iba tapándose la boca con un pañuelo, y de espaldas a los músicos, meneaba de cuando en cuando la batuta en el aire y sin volver la cabeza, como si fuese arreándolos. El músico del bombo, que era Felipe, llevaba siempre a su lado a Rubio, el de los platillos, que como no sabía música, o sea solfa, tenía que ir junto a Felipe para que éste le diese con el codo cuando había de empezar o terminar el chin-chin… El más alto de los músicos era Vicente, que tocaba el requinto, y se le veía la cabeza por encima de toda la banda, como si fuese asomándose o le llevasen en hombros.
Así que la banda llegaba a mi puerta, echábamos nosotros a correr delante, e íbamos haciendo cabriolas junto a don Santos hasta llegar a la «Glorieta»… Allí daba gusto entrar después de la polvisca de la calle, pues estaba muy regada, y los pinos, los rosales y los evónimos daban frescor y olían muy bien. Además había allí muchas luces y en el centro estaba la fuente de «Lorencete». Éste era un pescador de caña que estaba sentado en el centro de la fuente, con un sombrero de paja, del cual salían chorritos de agua para arriba. Y alrededor había una verja, y entre la verja y la fuente, claveles rojos plantados en el suelo.
Los músicos se ponían, haciendo corro, en el paseo de dentro, que era el más ancho, y ponían los papeles sobre unos atriles de varillas doradas, muy finas, y tocaban «La verbena de la Paloma» y otras cosas bonitas. Cuando tocaban, el maestro don Santos, a veces, se ponía muy enfadado y se le salían los puños, que eran duros. Y otras veces se ponía suave, con cara de mucho gusto, y no se le salían los puños, sino que cerraba los ojos y se balanceaba para uno y otro lado, como si volase. Alguna vez, una de esas mariposas que se llaman de la luz, se ponía a dar vueltas locas alrededor de la bombilla que alumbraba a don Santos, y como le hacía sombra en el papel, don Santos se enfurecía y subía mucho la batuta por ver si espantaba la mariposa al tiempo que dirigía, pero unas veces la espantaba y otras no.
Y mientras tocaba la música, y mientras no también (porque descansaba mucho, sobre todo cuando no estaba allí el alcalde, que era Carretero), las mozas y los mozos iban y venían paseando por los cuatro paseos de la «Glorieta», y las viejas y los viejos se sentaban en los bancos; y los chicos correteábamos por todos sitios, haciendo rabiar a Marcelino, que era el guarda, que tenía muy mal genio, y llevaba gorra de plato con estas letras doradas: A. M., que quieren decir, según mi papá, «Alguacil Municipal» y no «Afuera Marcelino», como yo pensaba… Y tenía también un látigo muy largo con el que nos pegaba en las piernas, si le arrancábamos hojas, flores o nos saltábamos las verjas de la fuente…
La última pieza que tocaban siempre los músicos era el chotis de «Don Quintín el amargao». Ese que dice:
Y si un día se levanta de mal talante
se le oyen las voces en Alicante.
Don Quintín es un majalandrín,
don Quintín, el pobre está amargao…
Y cuando acababa la música nos volvíamos despacio, cansinos y sin ganas ya de nada.
… Y aquel jueves, cuando llegué a casa, vi que estaba la puerta abierta de par en par. Y en el portal estaban las vecinas… Y el médico don Domingo estaba cerrando su maletín. Y papá y los abuelos estaban en la alcoba de mamá. Y cuando llegué todos me empezaron a acariciar y hablaban entre sí, pero ninguno me decía nada. Yo tampoco dije cosa alguna, pero en seguida comprendí que debía pasar algo de pena.
Sí recuerdo que Tala estaba sentada en la escalera con cara de haber llorado y que tenía sobre las rodillas a mi hermanillo, que dormía como un lirón: con la cara coloradota, la melena rubia revuelta y, como siempre, los dedos dentro de la boca. La Tala, en su congoja, y como distraída, de cuando en cuando le acariciaba los muslillos a mi hermano… Y como de pronto empezase a llorar y dijese que quería ver a mamá, todos empezaron a hablar entre sí con misterio, y al oírme, papá salió, me tomó de la mano y me llevó a la alcoba para que la viese, según pedía.
Había un papel verde puesto en la luz de la mesilla de noche, y tardé en verle la cara a mamá, que la tenía medio cubierta con unos paños de aguas calientes que le iba poniendo una mujer que era de otro pueblo… Y yo no sé si era porque lloraba o porque le goteaba el agua de los paños, el caso es que mamá tenía los ojos muy húmedos… Papá me inclinó sobre ella para que la besase y me fuese a acostar, y lo hice, pero ella no me dijo nada, ni me besó tampoco; sólo hizo mirarme con sus ojos azules de mucha pena… Cuando la besé noté que tenía la cara blanca y fría. Debía ser por los paños que le estaban poniendo.
Cuando se marcharon todos los vecinos, me acostaron. Pasé una noche muy mala, porque de nuevo me di en imaginar la muerte de mamá y la tristeza que ello me daría.
A la mañana siguiente, en seguida de vestirme fui a la alcoba de mamá, pero mamá no estaba en la cama. Me fui al comedor. Y allí sí estaba mamá. Sentada junto a la mesa, con la boca, y un ojo, y toda una media cara muy torcidos… por eso que se dice parálisis… Y al verme comenzó a llorar, pero no lo podía hacer bien, ni hablar tampoco, porque cuando fue a decirme «mi chiquitín», como solía, no la entendí, pues lo dijo con palabras muy gordas y flojas… Y tampoco podía abrir bien la boca, ni cerrar el ojo de aquel lado. Me senté junto a ella, y mirándola muy serio, acabé por llorar, y ella, llorando también, apretábame junto a sí… Y papá, vuelto de espaldas, miraba por el balcón y a lo mejor lloraba también, pero yo no lo vi.
Luego entró Tala y trajo en una bandeja una caja grande de polvos y un espejo. Y mamá se miró en él y de nuevo empezó a llorar. Después, mojó la palma de la mano en aquellos polvos, y comenzó a darse masaje por todo el lado de la cara que se le había torcido…
Y desde entonces, todos los días se daba de aquel masaje… Así meses y meses.
Tercero o el viaje
Mi hermanillo estaba sentado en la mecedora de rejilla meciéndose, mientras miraba en el cielo las golondrinas, que aquella tarde chillaban mucho. Y como sus piernecillas no le llegaban al suelo, las movía un poco de cuando en cuando, como tijeras; otras veces se llegaba con el dedo a la nariz, pero siempre sin dejar de mirar al cielo. No tenía el niño ganas de jugar, ni de reír, ni de llorar.
La Tala planchaba sobre la mesa de pino, muy seria, y de vez en vez, suspiraba muy hondo, y levantaba la cabeza como si se ahogase, y más de una vez la vi pasarse el pañuelo por los ojos. La Tala planchaba camisas y probaba la plancha con el dedo mojado de saliva, que hacía: pufff. Un poco apartado, para no darnos calor, estaba el anafre.
… Yo me pasé toda la tarde recortando unos cromos. Estábamos todos debajo de la parra de uvas de gallo que hay en el jardín, junto a la escalera de hierro… Cuando venía un poco de aire caían hojas secas de la parra, grandes como manos abiertas; a veces caían sobre el planchado, y entonces Tala las empujaba al suelo sin mirarlas. También, cuando venía un poco de viento, el humo gordo y negro de la chimenea de la fábrica de alcohol se deshacía, y al poco, se volvía a formar como chorro.
De la calle venía el ruido de las prensas y destrozadoras de los jaraíces, y el traqueteo de los carros. Las gallinas de la abuela, sueltas por el patio, picoteaban la hierba pajiza con movimientos aburridos.
Desde por la mañana, que se habían marchado los abuelos a Madrid para ver a mamá, no hablábamos en casa. Tala suspiraba y lloraba; nosotros callábamos por los rincones y las mecedoras. Y es que la noche antes había venido un telegrama azul, y por la mañana se habían ido los abuelos y los tíos…, y ocho días antes papá se había llevado a mamá en un coche para que la curasen los médicos, porque llevaba todo el verano en la cama. Y desde que el telegrama llegó, el abuelo, que era el padre de papá, estuvo diciendo: «¡Válgame Dios!».
Cuando ya no se veía, Tala nos dio de comer en la cocina y en seguida nos acostó.
Yo me pasé toda la noche llorando, porque bien me sabía lo que pasaba o lo que estaba muy cerquita de pasar. Mi hermanillo dormía con los dedos en la boca. Me oyó Tala llorar, me despertó, y me preguntó qué cosa me pasaba. Yo le dije no sé qué de mamá, y ella me dijo que rezase. Y yo lloré más. Entonces se despertó mi hermanillo y se me quedó mirando fijamente, un poco asustado, y al momento, sin decir nada, comenzó a llorar también. Se levantó Tala, le hizo carantoñas, y empezó a moverlo, pero él lloraba más y llamaba a mamá… Luego, poco a poco, fue amortiguándose y quedó otra vez dormido con la cara muy relejosa de lágrimas. A mí me besó Tala en la frente y me dijo que durmiese también.
Por la mañana Tala lloraba mucho más, y con otro telegrama azul en la mano, que no hacía más que leerlo, nos vistió unos mandilones negros. Yo, con la tristeza y con la congoja de verme con aquella ropa tan fea, no pude desayunar. Tala procuraba no mirarme. Mi hermanillo, de cuando en cuando, se miraba el mandilón negro, se lo tocaba, y luego nos miraba como pidiéndonos cuentas de aquello; esto lo hacía muy callandito, aunque a lo mejor, de pronto, daba una voz… o se dormía, porque en todo aquel día durmió mucho. A cada nada se quedaba dormido. Luego se despertaba de golpe otra vez y se nos quedaba mirando, como asustado…, y así todo el tiempo.
… Tala, muy en secreto, me dijo que mamá se había ido con Dios a la Gloria.
… Y todo mi empeño a partir de entonces era el recordar cómo era mamá cuando la vi por última vez… Y apenas la veía muy tapada con su abrigo negro, muy cubiertas las piernas, con una manta a cuadros, sentada en el auto cuando se fue por la mañana temprano de hacía ocho días. Me besó y me dijo: «A ser bueno, chiquitín»… Tenía las manos muy blancas y largas aquel día y me besó con la boca algo torcida. Al arrancar el auto, miró por el cristal trasero, dio con la mano en él y arañó con la sortija en el vidrio.
Desde que Tala me lo dijo me quedé un poco más tranquilo, pero me pareció que el mundo estaba completamente solo. El patio y el comedor y la sala y el corral, todo me llenaba los ojos de lágrimas.
… Yo me metía en las habitaciones que estaban solas y pensaba cómo era mamá.
Por la noche paró el auto en la puerta de casa. Sin pensarlo salí corriendo a él, como si viniese mamá. Primero bajaron los abuelos y los tíos, que me besaron y se entraron en seguida; luego llegó papá que venía de luto y con mucha barba. Nos abrazó a los dos hermanos a la vez y se sentó en la escalera del portal, poniéndonos a cada uno en una rodilla, y juntándonos las caras con la suya, que pinchaba, comenzó a llorar muy fuerte y mucho… Yo no había visto nunca llorar un hombre. Mi hermano, al llorar, chillaba muchísimo, como si le pegasen… y no sabía por qué lloraba; yo, sí. Luego llegó la abuela y nos separó.
Cuando nos iban a acostar, por la puerta que da a la sala vi sobre una silla la maleta abierta con las ropas de mamá, las que se llevó… Aquella fue la mayor impresión. ¿Dónde y con qué la habían enterrado?
Cuando creí que mi hermanillo se había dormido ya, oí que me preguntó:
—Pepi, ¿y mamá?
—¡En el cielo! —le dije, enfadado de que no se hubiese enterado aún… Y al poco noté que dormía.