PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

the hall

Empezaron a alejarse las figuras que rodeaban su cama, entre una niebla rojiza. La lámpara de la alcoba parecía subir… irse al cielo. Algo sutil se escapaba de su carne, como una espita de aire. Así durante unos segundos. Luego un golpe seco entre sus sienes que le hizo incorporarse. Oyó que su mujer daba un grito. «Esto es», pensó.
… Y antes de acabar de pensarlo ya estaba en la plena luz. Era una luz silenciosa, amortiguada, sin procedencia. Se miró y no se vio, pero se sintió libre, con una extraña libertad, con una libertad absoluta.
Ante él había unas figuras como esperándole. Un grupo a la izquierda y otro a la derecha. Le miraban en silencio. Los fue reconociendo. Delante de todos estaba su madre, vestida de monja. No sonreía, pero algo había en ella que tocaba en sonrisa. Detrás, sus tíos, sus abuelos, los que sólo conoció por fotografía. El abuelo, de levita. Los tíos, rubios, con túnicas blancas. Le miraban. No le sonreían, pero algo había en todos que tocaba en sonrisa. Un poco escorzada, su abuela, también vestida de monja. Ella sí que sonreía, tan menuda y morena.
En el otro grupo, su abuelo paterno y otras gentes que no conocía. Algunos con calzón corto.
Y vestido de largo, con una pelota celeste entre las manos, su hermano, el que murió pequeño. También sonreía sin dejar el chupito.
Entre todas estas figuras se destacó una que avanzaba hacia él. Era una chica joven, rubia, de ojos claros. Avanzaba sonriendo, como con coquetería. Llevaba un largo nardo dormido entre sus brazos. En seguida la reconoció. Pero ¿cómo estaba entre los suyos?…
Avanzaba como hacía tantos años. Siempre estuvo así en su corazón. En su corazón la llevó secretamente, como el recuerdo de un hermoso día. A veces la ocultaba el olvido de unos meses. Luego, de pronto, se despertaba con ella, con su recuerdo, como si su recuerdo se hubiese rehecho durante el sueño… Siempre tuvo un retrato de ella oculto entre sus libros.
Ella avanzó unos pasos, prometedora. Ahora sonreían todos. Él debía tener un extraño semblante. Una especie de deber le obligó a mirar hacia abajo. Allí, su mujer, vestida de luto, recibía la visita de una amiga. Hablaban con cierta animación. En otra habitación, sus hijitos vestidos de luto, pálidos, jugaban aburridamente.
Él sintió algo como ganas de llorar. Y así, amargo, miró hacia los que tenía ante él… Sonreían. Ella, con el nardo entre los brazos, avanzó unos pasos más.
Él no sabía bien que hacer, dónde mirar. Una imposible duda le daba un imposible pesar.
Ella avanzó otro paso. ¡Qué dulce sonreía!
Entonces él, en un último gesto defensivo, señaló hacia abajo. Pero en seguida su hermanillo, el de la pelota celeste, y su madre, vestida de monja, llegaron hasta él. Le tomaron de las manos. Le aproximaron a ella, que, poniéndose el nardo en el brazo izquierdo, le tomó con el derecho. Y empezaron a andar como en procesión: todos los seguían. Ella le sonreía como hacía tantos años, como no le había sonreído nadie, nadie, nadie.
… Ahora, con cierta valentía, volvió a mirar hacia abajo. Su mujer, vestida de medio luto, merendaba con unas amigas. Los hijitos, vestidos de claro, jugaban alegres en la gran primavera.
Tornó a mirar a ella. Y ella le miraba como nunca le miró nadie, nadie, nadie.
… Los habían dejado solos. Caminaban solos. Nunca supo de tal soledad, de tal soledad con ella.
Y entraron en un prado parecido a otro prado de hacía muchos años en una ciudad provinciana. Un prado como ninguno. Envuelto en la única sonrisa.