Eleni entró de niñera en noviembre del pasado año. Llegó reseca y negra por los soles de agosto, cuando estuvo espigando con su padre. Y por los soles de septiembre, cuando en la vendimia llevó «media espuerta» con su hermano. Debajo del uniforme azul pálido, con el cuello y los puños blancos, se removían sus huesecillos quebradizos. Los omoplatos le jugaban bajo la tela como aletas cortantes. Sumida la boca y descarnados los pómulos, la risa y la sonrisa no excedían el límite de sus ojos negros, brillantes, todavía no vencidos por el sol enemigo. Era el único resto infantil que permanecía en su rostro.
Recuerdo verla por las calles llevando en brazos aquel niño gordito de dos años, aquel niño sonrosado y feliz, crujiente de vida y alegría, que al moverse, bracear o abrazarla, la hacía tambalearse. Lo llevaba como si estuviera haciendo un traslado provisional, pesadísimo, en un espacio de tres o cuatro metros. Como si fuese en seguida a depositarlo en el suelo. Pero no, pasaba horas y horas con él, arrullándolo, cambiándoselo de brazo, posándolo un momento en el suelo para respirar, haciéndole cosquillas. El niño, cuando la sentía desfallecer, con los brazos dormidos y el gesto caído, tal vez sudando, le sonreía, la daba besos y la pobre chica, fortificada con aquellas caricias, olvidaba el dolor y continuaba el paseo con su carga… Alguna vez la vi sentada al pie de un árbol, apoyada en un tronco, disimulándose como podía con los vecinos de la glorieta, mientras el niño a su lado, sobre un periódico para no mancharse, jugueteaba con algo.
Otras ocasiones la vi en la casa acompañando a las niñas mayores, casi de su edad, en parte también a su cuidado, hermanas del niño gordo de dos años. Las niñas vestidas con lindos trajes y cintas al pelo se distraían con juguetes increíbles para la niñera. Juguetes mecánicos ingeniosísimos que a la pobre Eleni le producían un asombro impintable. La recuerdo con la boca abierta y cierto gesto de temor no fuese que alguno de aquellos juguetes diese de pronto un salto incontrolado y se le parase a ella en el hombro o le diese un porrazo en la cabeza. Ni siquiera la envidia apuntaba en sus ojos. Todo aquello le parecía inasequible, gajos de un planeta todavía no explorado…
Alguna vez cuando los niños estaban en el colegio, se acercaba temerosa al anaquel de los juguetes eléctricos y como quien hace una experiencia peligrosísima, con tiento temeroso, siempre presta a soltar la presa al menor movimiento imprevisto, intentaba dar cuerda o conectar la corriente de aquel macaco que daba vueltas sin fin en un trapecio, del perro negro que andaba y de vez en cuando daba una imprevista pingota o en el coche de la «pólice» que tocaba la sirena, giraba y se encendía la luz de sus faros. Si Eleni conseguía poner en marcha el juguete, primero daba un leve respingo de susto, pero en seguida, confiada, miraba su trajín, con la sonrisa más inédita y entregada, con los ojos más alucinados y jubilosos que he podido ver. Posiblemente, Eleni, alguna noche cuando sus señores y los niños dormían, se levantaba pasito de su cama plegable, tomaba alguno de aquellos juguetes del cuarto de los niños, y lo llevaba a su cuarto para acariciarlo en silencio o ponerlo en marcha sobre su descolorida colcha de cretona.
Pero tal vez el gesto más conmovedor de Eleni se producía cuando veía a las niñas hacer con la «miss» sus deberes en inglés. Nunca se ha podido ver a un ser más anulado. Con los brazos cruzados sobre sus rodillas y los ojos muy abiertos, prudentemente apartada, sentada sobre una banqueta y la boca laxa, escuchaba los recitados y las conversaciones, como si aquél fuera el verdadero idioma de quienes saben leer y escribir. Otra vez que la «miss» explicaba a las niñas sobre un mapa, la pobre Eleni seguía el itinerario que marcaba el dedo de la profesora como quien ve escribir en el aire o papa moscas… A fuerza de fijarse y mediante el auxilio de las niñas, de sus niñas, consiguió aprender a escribir los diez números en una pizarra y a decir riendo: «¡Oh yes!»… Muchos días, mientras hacía sus faenas, solían oírla cantar en pleno goce de su reciente cultura británica: «¡Oh yes!»… «¡Oh yes!»…
Hacia la primavera, Eleni había tomado un claro color ciudadano, sus carnes aumentaron en tres o cuatro kilos hasta darle a su carita vivaz un suave contorno ovalado y a sus piernecillas, cierta dignidad. Si bien es verdad que su esqueleto, desmedrado por tantas privaciones propias y hereditarias, apenas había experimentado el menor cambio de calibre. Pero a medida que aumentaba el calor y maduraban las mieses en el lejano campo de Castilla, el optimismo de Eleni sufría prolongadas crisis de tristeza. Cuando oía hablar a sus señores del próximo veraneo y a los niños de las bellezas del mar y de la docilidad de las arenas para hacer con ellas toda clases de castillos, colinas y ríos con puentes de concha, sus ojos se apagaban pensando en no sé qué crueles rastrojos y su boca se reducía sintiendo ya la brasa agostina de la era. No sabía cómo era el mar, ni llegaría a saberlo, pero se lo imaginaba gozoso y sorpresivo, como aquellos juguetes eléctricos que ella manejaba en las soledades furtivas de su alcoba a la media noche. Como la risa que provocaba en todos aquel «¡Oh yes!» que cantaba cuando lavaba las braguitas de su niño gordo de dos años a quien ella «enseñó» también a decir «¡Oh yes!».
No, la cosa no se arreglaba con dinero. Era inútil pagarle la siega y la vendimia. Su padre no transigía. La necesitaba para sus combinaciones económicas y familiares. La necesitaba para mantener, digamos, la moral de su clan. No quería que mientras sus hermanos «se “despedazaban” contra las cebadas y las cepas, ella estuviera hecha una “señoritinga” por esos mares de perdición».
Y al comenzar junio se presentó el padre en el piso de los señoritos, con la gorra en la mano y un traje azul descolorido, sin mirar a nada ni a nadie. Reseco y duro, con la misma cara de una Eleni cuarenta años mayor, con barba y calva descolorida. Se presentó sin querer enterarse de nada ni tomar una copa, sin duda temiendo que la debilidad le venciese ante cualquier incitación. Era un Abraham consciente del sacrificio que se le había impuesto.
Eleni, después de besar mucho a todos los niños, salió sollozando. Su padre le llevaba puesta la mano sobre el hombro y caminaba mirando tercamente al frente. En la otra mano llevaba la pobre maletilla de cartón de Eleni. El niño gordo y rubio de dos años, desde el extremo del pasillo, despedía a su manera a Eleni, la despedía con la frase que él sabía muy bien que a Eleni le gustaba: «¡Oh yes!… ¡Oh yes!…».
Hace pocos días, exactamente el 14 de agosto, Eleni volvía desde el tajo para pasar la fiesta del siguiente día en el pueblo. Venía sentada en el tractor junto a su padre. Era ya muy de noche. Eleni, amodorrada, cabeceaba en su asiento. Debió quedarse totalmente dormida. Y en un brusco movimiento del tractor para eludir un bache o no sé qué accidente de la carretera, Eleni cayó de su asiento y murió entre las mismas ruedas del tractor.
Aquella misma mañana, el niño gordo y rubio, mientras corría por la playa jubiloso, momentáneamente añoró a su niñera y cantó varias veces: «¡Oh yes!, Eleni… Eleni. ¡Oh yes!».