Calculo que llegué a la media tarde del día siguiente de saludar a Rosita. Y por esas inercias del cerebro, esté donde esté, más que en otras figuras señeras o inconmensurables, al poner allí el pie, el costado o el ala —que no lo sé muy bien— pensé que al que primero encontraría sería a Raimundo, el padre de Rosita.
Pero no fue así. Tuve que saludar antes a muchas gentes conocidas. Paisanos, familiares y amigos se acercaban a darme besos en las mejillas. Y, cosa rara, hombres celebérrimos de todos los tiempos, que yo conocía por cuadros, retratos o bustos, también me besaban. Sin duda que tienen bien en la memoria la gente que los conoce por lo que sea, aunque no tuvieran ellos tiempo de tratarlos. Yo, de verdad que no alcancé a ver a doña Isabel de Portugal, la mujer de don Juan II, a no ser esculpida en su sepulcro de la cartuja de Miraflores, que me dio un abrazo muy apasionado; ni a don Cosme Damián Churruca, ni a don Práxedes Mateo Sagasta, ni a Juanelo, ni a don Francesillo de Zúñiga. Sin embargo, ellos, nada más verme, venga de darme besos en la mejilla como si me conocieran de toda la vida. Como si supieran que yo los conozco por los libros y vinieran a agradecerme mi fijeza y erudición… No se me olvida el gusto que le dio verme allí a doña Beatriz Galindo, la profesora de latín, y de verdad digo que los pocos latines que tengo, ya en el borde de la memoria, los aprendí muchos años después de la época de los Reyes Católicos… Pero Raimundo no aparecía… Hombre, tiene explicación que don Leopoldo Alas, alias «Clarín», sobre el que escribí en tiempos, me abrazase y contase una anécdota teatral; o que Garcilaso de la Vega me obsequiase con un dátil, que para eso me sé sonetos suyos de memoria, pero afectuosidades como la de Suero de Quiñones me resultaban —y me resultan todavía— totalmente inexplicables.
Total, que hasta bien abierta la madrugada siguiente, que allí es muy templadica y suave, no encontré a mí amigo Raimundo, el padre de Rosita.
Raimundo y yo estudiamos juntos el bachillerato, vivimos en la misma pensión en los tiempos universitarios, fui a su boda, al bautizo de Rosita y a su entierro, hace ya veinte años largos. Fui lo que se dice un amigo de toda su vida. Pero Raimundo, al verme, ni me dio besos, ni me dio abrazos. Se limitó a echarme la mano con una media sonrisa bajo el bigote, que todavía conserva, aunque sin canas. Que fue canoso muy precoz. Como antaño, llevaba unos cuantos «tebeos» bajo el brazo. Siempre leyó «tebeos» y así vivió feliz, creyéndose que el mundo era una malva.
Y yo, como estaba impresionado, porque su hija fue la última persona nueva que conocí o mejor reconocí allí abajo, en seguida se lo espeté:
—Hace unas noches saludé a tu hija Rosita.
—¿Sí? ¿Dónde?
—En el baile de mi pueblo.
—¿Y qué hacía allí?
—Pues que estaba de animadora. Era la gran atracción.
—¿De… animadora?
Raimundo se puso serio y quedó mirándose los pies. Y me di cuenta, claro está, de que al hombre no le había dado ni pizca de gusto la noticia. Pero ya no tenía remedio.
—Fíjate, fue todo muy gracioso —continué con aire de quitarle importancia—. Estaba yo con mi mujer y otros matrimonios y de pronto anunciaron su nombre artístico: Coral Lindo…
—¿Y por qué no Lindo Coral?
—Ah, chico, eso va en gustos.
—¿No te equivocarás?
—No, señor, que luego me fijé en los carteles.
—Bueno, sigue.
—Y salió una mujer estupenda. Yo no la conocí. Fíjate, dejé de verla cuando era una niña. Y como es tan guapa, y con un cuerpo tan rebién hecho, mis amigos y yo empezamos a hacernos lenguas de sus prendas, de su gracia, que la tiene por arrobas, de su buena voz y de la animación de sus movimientos. Ya te digo, una hermosura de mujer. Tan entusiasmados estábamos que nuestras cónyuges se picaron un poco, sobre todo cuando mi amigo Juan Antonio dijo que tenía muy hermoso el triángulo de escarpa.
De verdad que es una chica estupenda.
—¿Y cómo iba vestida?
—Con pantalones dorados y una blusita corta del mismo género, que le dejaba al aire como tres dedos de vientre, con el ombligo comprendido.
—Vaya, vaya.
—Si te molesto no sigo.
—No, continúa.
—Bueno, pues la Rosita cantó muy requetebién el «Congratulation» y otras tres cosas. Llevaba un micrófono redondo y largo en la mano y se movía divinamente por la pista… Y fíjate, ahora viene lo bueno, cuando nuestras mujeres estaban ya de verdad molestas por tanto celebrar a tu Rosita, pues que de pronto, después de los aplausos, la chica se viene a nuestra mesa. Llega, se para y me larga la mano. «¿Cómo está usted?».
Yo me puse de pie, la saludé muy fino con cara inexpresiva. Ella me dijo quién era, porque bien claro vio que yo no me aclaraba. La presenté a todos y la invité a sentarse y a tomar una copa. No era para menos siendo tu hija. Toda la gente nos miraba. Ya sabes cómo son en los pueblos. Ella estuvo muy fina y muy corriente. Te recordamos con mucho cariño y me dijo que acababa en el pueblo al día siguiente y que ya se despediría de mí. Luego se fue con un hombre calvo, que según la cuenta era su representante. Eso fue todo… Al día siguiente, como comprenderás, no tuve tiempo de despedirme.
Raimundo quedó pensativo, mirando distraídamente los «tebeos». Por fin alzó sus ojos y me preguntó, dolorido:
—¿Y cómo trabaja en eso?
—No sé. Por lo visto estudió en el Conservatorio y quiere dedicarse al teatro o al cine. No recuerdo bien.
—Claro, las pobres quedaron en muy mala situación.
—Hoy la vida es más fácil.
—Oye… ¿Y tú crees que ella? Tú me entiendes.
—¿Que ella qué?
—Hombre, ya sabes, ese oficio…
—Ahora son otros tiempos. Tú es que te viniste en los años cuarenta, cuando todo el mundo era muy moral en España. Ahora hay mucha libertad de pensamiento.
Sí, señor, ya no es pecado el bailar el agarrao.
—Bueno, pero tú no crees que ella…, vamos, que en ese oficio todo son peligros…
—Hombre, ya te digo, sólo hablé con ella unos minutos y delante de gente. No pude profundizar.
—Lo más seguro es que sí.
—Sí…
—Ese representante que dices u otros, quién sabe.
—Sí…, es probable. Pero ya te digo, ahora son otros tiempos.
—Claro.
Y se puso a leer sus «tebeos» sin volverme a dirigir la palabra. Yo esperé un ratillo, pero en vista de que nada decía me levanté.
—Adiós.
—Adiós —dijo sin levantar los ojos del «tebeo».
Y cayeron dos lágrimas por su mejilla hasta el papel de colorines.
Me fui arrepentido. Me había equivocado. Yo creí que allí se podía decir todo, pero resultaba que no.
Eché a andar y llegaron nuevas gentes a darme besos en las mejillas.