Siempre la veo —es el recuerdo que más me visita— por la calle de la Independencia arriba, embalada sobre sus botitas negras de pana lisa. Y con el pelo blanco bien recogido atrás, tan restirado, tan sincero. De mediana estatura y delgada. De luto desde que antaño murió su hijo Victorio y su madre, y más antaño su padre… y San Antón, el del gorrino color caramelo. Casi en la esquina se paraba un momento con las Corraleras. Hablaba rápida, nerviosa, más atenta a los textos secretos de su cabeza que a la sustancia de la parla ocasional. Tras de sus chicos ojos claros siempre había un romance que no decía. Una canción sin orillas que tal vez no atinaba a escuchar entera. A sus andares el aire se apartaba, porque iba segura a su pacífico destino.
Cuando mi madre estaba sentada a la puerta de casa, la tía Edelmira también se detenía. Y si yo estaba a su par, como solía, en mi butaquita de mimbre, tan serio, tan fijo en las incomprensibles caras de las gentes, en las increíbles formas de las cosas, ella, la tía Edelmira, hermana del abuelo paterno, preguntaba:
—¿Está enfermo el chico?
—No.
—Como está tan serio.
Y hablaban. Con los movimientos radicales de sus manos de hueso. Tan segura. Tan especiera en detalles y conductas. Mi madre siempre acababa riéndose. Y le ponía su mano suave sobre el hombro eléctrico. Y a la tía le daba gusto aquella cordialidad. Pero yo desde mi butaquita de mimbre me daba cuenta de que nunca estaba del todo en lo que decía, que mientras miraba fija y clarividente con un ojo azul, el otro lo volvía hacia el huerto interior de su magín, hacia la musiquilla secreta que no acababa de darle la cara.
—¿Seguro que no está enfermo?
Me daba una manotadilla en la cabeza y se despedía con un giro brusco, igual que el abuelo. Y tomaba el tole tole calle de la Independencia abajo hasta la puerta de las Corraleras. Superada esta etapa, como una golondrina bajera, doblaba rauda la esquina de la calle del Infierno, donde vivió su mocedad de asceta.
A mamá le quedaba la sonrisa largo rato. La quería mucho. Yo pensaba en sus pies tan delgados, tan nerviosos, siempre enguantados en aquellas botas negras de pana lisa.
—¿Por qué dice que si estoy enfermo?
—Ya sabes, como es tan nerviosa, no concibe que un niño pueda estarse tan quieto como tú.
Ella vivía en el pueblo de al lado, pero con frecuencia venía a pasar unos días junto a su hermano. Los domingos por la tarde gustaba de quedarse sola en la casa. Pero no se sentaba junto al jardín, como la abuela. Ni debajo de la parra, como el abuelo con su amigo Lillo. Ni en el cierre, como la tía; ni en la ventana del gabinete, como su nieta Juanita cuando era moza. Se sentaba, caprichosa, en el comedio del patio anchísimo. Parecía caída del cielo sobre su silla bajita de rejilla. Yo la vi alguna vez allí, en el centro del ejido, sola, entre las tinas de chopos o de pinos recién aserrados; de espaldas a la fábrica vacía, de cara a la portada cerrada. Sin oír otro ruido que el cocear en la cuadra de la yegua «Lucera», la carcamusa leve y cristalera del chorro de la fuente que ocultaba la yedra en el jardín o el grito lejano de chicos domingueros, aburridos. Si tocaba la banda en el paseo de las Moreras, siempre bajo la dirección de don Santos Carrero, a lo mejor llegaba hasta el patio de la casa algún compás desperdigado del pasodoble zarzuelero. Allí estaba en su silla hasta la trasnochada, como raya negra entre las calles o una golondrina desairada. Allí cosía sus costuras, recontaba sus muertos, y ella, Edelmira, le contaba a Edelmira sus pesares.
—A la tía no hay quien la entienda del todo —solía decir la abuela, su cuñada—; es tan suya, tan resuya, que siempre parece un poco forastera.
Cuando a la tía Edelmira le decían que la abuela comentaba estas cosas de su condición, encogía las narices, fruncía los labios, y cambiando el tercio, saltaba: «Pues como te iba diciendo…».
La vi por última vez cinco o seis años antes de su muerte. A los ochenta años se retiró de la vida junto a la chimenea del comedor de su hija, en el pueblo de al lado. El comedor era la pieza de respeto en aquella casa de mujeres relimpias, enemigas del polvo, de la mancha y de los bichitos repugnantes.
Cuando fui era feria. Y me dijeron: «Pasa a ver a la tía Edelmira».
Sentada a la par del fuego, con la ventana a las espaldas, con los ojos entornados, miraba las ascuas. Las manos de hueso, cruzadas sobre el mandil azul oscuro que amparaba su halda.
—Mira quien está aquí: tu sobrino nieto.
Me acerqué a besarla y me tomó la cara entre las manos. Se quedó mirándome un buen rato con aquellos ojos pequeños, claros, sin punto de fijeza. No sé si quería cerciorarse de que era yo o me tenía en aquella observación para desperezar sus recuerdos. Tal vez buscaba en mí la causa de aquello que siempre le pareció mi enfermedad. Luego de un rato se le arrugó la piel en forma de sonrisa, y con aquel arranque nervioso que todavía le quedaba me besó muchas veces, con hambre, con hambre repetida… Aún siento el frío de su nariz en la mejilla.
Me senté a su lado. Mi mano quedó entre las suyas.
—Qué bien estás, tía. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en el patio o en la calle? Ya comenzó el verano.
—Estoy aquí todo el día para rezar. Para rezar por el abuelo, por tu madre, por tu padre, por los tíos, por ti, por mi hija, por mi yerno, por mi nieta, por la abuela, por las Corraleras… Por todos mis vivos y mis muertos.
Y se quedó prendida de las brasas, con la boca plegada, casi ausente, como solía.
Al cabo de un rato, cuando le dio la gana o concluyó una procesión de su cerebro, volvió a hablarme con tono confidencial:
—La vida es una temporada. Y la mía, aunque está viva todavía, ya se ha «acabao».
—A lo mejor vives muchos años.
—Sí, pero ya se ha «acabao». Ya no quiero saber nada de nada. Sólo rezar. Aquí.
Y hablaba todavía con aquella energía de sus años fuertes.
Yo contemplaba sus ropas tan limpias, de un negro metafórico: el blanco puro de su pelo. Su piel vencida, pero limpia y rosa como una flor antigua entre las hojas de un libro. Y miré el brillo del suelo y de las cristalerías de los chineros. Las cortinas, como recién estrenadas. El fuego, tan recogido y limpio. Y recordé las veces que dormí la siesta en aquella casa, cuando íbamos por la feria, entre unas sábanas únicas, con olor de membrillos y romero. En una penumbra graduada por unas manos con pulso de párpado. La cal del patio sin mota ni cuarteo. Los tiestos repintados de almagre. Los rosales sin hoja seca ni brizna baldía. Las jaulas de los pájaros tan frotadas. Los botijos y cántaros con mantelillos albos. Las sartenes sin sombra. Aquellos refrescos de limón o vinagre al acabar la siesta como si fueran los primeros de la creación. La vajilla —espejo— sobre el mantel de hilo. La frasca del vino. La manera de cortar el melón. Tanta pureza. Todos los objetos parecían tener miedo de mancharse; sometidos a la magnífica tiranía de la pulcritud. Los seis ojos de aquellas tres mujeres vigilaban «los átomos del aire», los ademanes y descuidos de los que éramos de otro natural. En los veranos, a la caída de la tarde, las mujeres regaban la puerta, y cuando había volado el aliento cálido de la evaporada, se sentaban ante las cales puras, con una placidez de palomas cansadas de volar.
—Qué gusto da de veros tan tranquilicas, aquí sentadas —les decían algunas al pasar.
—¡Ea!
Y las tres mujeres se miraban entre sí sin decirse nada, siempre sorprendidas de la impresión que daban a los demás.
Recordaba yo todas estas cosas en aquella última visita, y la Edelmira, como adivinándome el pensamiento, dijo de pronto sin dejar de mirar a las brasas:
—Quiero que en seguida que me muera me envuelvan en una de esas telas de plástico translúcido que hay ahora. No quiero que la gente me resobe. Ni que me echen lágrimas encima. Ni que se me paren moscas. Ni que me caiga el polvo cuando barran la habitación la mañana de mi entierro.
—Pero luego, en la tierra… —le dije, confieso que con cierta crueldad.
—Yo no estaré allí —replicó con firmeza—. Estaré arriba, con los nuestros. Poniendo en orden aquello. Arrimándole el cenicero a tu abuelo, que siempre esturrea las cenizas. Limpiando las jaulas de las codornices. Barriendo el ejido que nos toque en suerte. Dándole sidol a los metales y limpiándole la cocina a tu abuela…, que vaya cómo lo hacía todo de ligero…
Unos años después me llegó carta de mi padre:
«… Ayer enterramos a mi tía Edelmira. Por fin acabó su “temporada”, como ella decía. El velatorio y entierro fueron un ejemplo de asepsia nacional. No dejaron que desfilara la gente por la cámara mortuoria como es costumbre. Iba envuelta en un plástico transparente para evitar las miasmas, y el crucifijo de plata que llevaba entre las manos brillaba como una estrella. Tampoco la destaparon en el cementerio… A estas horas ya tendrá “nuestro” ejido del cielo como los chorros del oro.
»A pesar de las bromas, estoy muy triste. Durante mi vida no he conocido a ninguna mujer tan perfecta y tan responsable. Tomó la vida como un servicio, sin la menor concesión a la vanidad o al egoísmo. Fue un ejemplo de limpieza material y moral para nuestra familia. Acuérdate de ella».