PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

la prohibición

La primera vez que me llevaron a Madrid fue para que los médicos del corazón viesen a mamá, que cada día nos miraba con los ojos más pensativos. Nos llevó el tío Luis en el coche por aquellas carreteras solitarias, y nada más llegar al paseo del Prado, un guardia nos paró por no sé qué, y tres o cuatro mozas con acento madrileño de aquel que cantaban en los chotis, empezaron a darle la razón al guardia, que nos apuntó en un papel sin quitarse el cigarrillo del rincón del labio.
Venían con nosotros el abuelo Luis y su amigo Lillo, para asistir al entierro del que fue diputado republino por la provincia de Ciudad Real en los ominosos tiempos liberales. Y todo el camino estuvieron recordando los discursos de aquel prohombre, mientras mamá, con la cara de miedo que ponía siempre que montaba en el automóvil, miraba los árboles y las casas camineras que pasaban corriendo hacia las espaldas del auto. En Aranjuez nos paramos a tomar un refresco en la «Rana Verde», y el abuelo contó unas anécdotas muy tranquilas, de un pintor que hablaba en catalán y que por lo visto se llamaba Rusiñol.
Nos hospedamos en el Hotel Central, que estaba en la calle de Alcalá, casi casi en la Puerta del Sol, y era donde paraban todos los tomelloseros un poco señoritos. Y así que nos destinaron habitación, mi hermano y yo nos asomamos al balcón para ver los coches que pasaban por la calle principal de Madrid… Y contamos hasta diez autos y un tranvía en diez minutos justos, cifra que nos pareció tan grandísima, que luego en Tomelloso se la estuvimos repitiendo a los compañeros de la escuela qué sé yo el tiempo… Porque en aquellos tiempos en el pueblo había sólo veinte coches, según decía papá: el de Peinado, el de Bolós, el de Florentino Olmedo, el de don Jesús Ugena, el de la Loló, el de Marcelino el de la confitería, el de Ángel Soubriet, el de los Comptes, los de los Torres, el de los Camachos, el de los Espinosas, el del abuelo, que era un Ford modelo T, y algunos otros que no me acuerdo ahora.
Y fue en aquel viaje cuando papá nos llevó un domingo por la mañana al Retiro a oír tocar la banda municipal, en un quiosco que estaba entre los árboles, y que dirigía el maestro Villa, que era muy pequeñito, pero que todos decían que era muy bueno, mejor incluso de don Santos Carrero, el maestro de la municipal del pueblo. Y cuando en el descanso de la banda tomábamos unas gaseosas en el aguaducho con camareros blancos, se acercó a saludar a papá un señor muy elegante con bastón y una florecilla en el ojal, que nos dijo cosas muy amables. Y luego nos asomamos al estanque, que estaba lleno de barcas, con mocetes en los remos. Y vimos también un corro de soldados que, riéndose mucho, le daban a la rueda de una barquillera. Yo no sé qué tendría aquella mañana que todavía la recuerdo como un enjambre de luces, de flores y de aguas, y con la música allí alta, entre las hojas de los árboles que ponían sombras en los papeles blancos de solfeo que miraba el maestro Villa. Por lo visto, aquella tarde íbamos a ir al teatro, pero antes teníamos que recoger al abuelo y a Lillo, que habían ido a doblar la tarjeta y dar el pésame a la viuda del diputado republicano por la provincia de Ciudad Real, en los ominosos tiempos liberales… Pero yo no sé ahora distinguir muy bien la puerta de la casa del médico donde estuvimos por la mañana, y la puerta de la casa del diputado donde estuvimos por la tarde. Las dos me parecen en el recuerdo igual de barnizadas. Pero en la casa del diputado había un ascensor muy grande, que a mí me parecía un armario que subía y bajaba despacísimo.
Y de pronto salió de la casa del muerto un hombre bajito, con los ojos como entornados y una boquilla con cigarro bien mordida, que nada más verlo le hizo pronunciar a mi padre:
—Ahí va don José Ortega y Gasset, el mayor cerebro de España.
Y yo lo miré muy fijamente a la cabeza, más bien grande y con sombrero gris, a ver si comprobaba desde fuera el tamaño de su cerebro que decía mi padre, que hasta que se perdió de vista lo estuvo contemplando con cara de mucho arrobamiento y veneración… Porque yo creo que lo de Unamuno fue en otro viaje, al año siguiente, cuando entramos una noche en el café de la Montaña, que estaba casi debajo del Hotel Central, y vimos a un señor con el pelo cano que, sentado solo, leía un periódico muy grande con los labios contraídos. Mi padre y yo nos quedamos fijos en él unos segundos, pero él no se percató de nosotros ni de nadie, y seguía con los ojos sobre aquel periódico tan grande, que casi ocupaba todo el mármol de la mesa.
Desde el portal del diputado liberal muerto, vimos al abuelo y a Lillo —poco después de salir don Ortega y Gasset— bajar en aquel ascensor tan despacioso, que mi padre dijo que era hidráulico, pero muy seguro. Descendían los dos muy serios por amor al muerto, pero al mismo tiempo complacidos por ir en aquel ascensor tan grande, con cristales anchísimos y unas lunas detrás, en las que se reflejaban las espaldas de los descendientes… quiero decir de Lillo y el abuelo. Había en el portal una mesa con hojas de papel, donde firmaban y dejaban las tarjetas dobladas las visitas que subían, las que bajaban y las que no subían ni bajaban, porque sólo iban a echar la firma o a doblar la tarjeta.
Lo que yo no sé es por qué estuvimos aquella tarde tanto rato en la puerta del diputado muerto después de bajar Lillo y el abuelo Luis. Debía ser porque se quedaban hablando con gentes que iban y venían al pésame. Pero mis ojos en ningún momento se apartaron de aquel ascensor que se demoraba tanto en asomar y desasomar por aquella jaula de hierros negros que lo amparaban. Y además me daba en pensar cómo bajarían al día siguiente al muerto colocado en el ascensor tan brillante de lunas y cristales.
Y poco antes de ir al teatro merendamos en la confitería la Mallorquina, y por primera vez en mi vida vi gentes muy finas, que a la vez que comían los merengues, bebían copitas de vino dulce y se limpiaban con servilletitas. Mamá, la pobre, como se cansaba en seguida, se sentó; y la recuerdo mirándome con sus ojos azules, tan grandes, y comiendo el merengue en aquella tarde tan hermosa de sol. (Cuando se sentaba, cruzaba los pies, y la falda, más bien larga, le caía mucho, casi hasta los tobillos, cubiertos con aquellas medias negras de seda; y los zapatos muy brillantes.)
No recuerdo nada de lo que vimos en el teatro, ni si estuvimos en butaca o en platea. Sólo a Lillo a mi lado, riéndose mucho y con la gorra de visera puesta encima de los muslos.
Y fue después de la cena, en el comedor del hotel, cuando el abuelo se enfadó muchísimo recordando lo que le había pasado con la mujer del diputado muerto. Por lo visto, después de saludarla, dar el pésame a todos y decir que habían venido del pueblo sólo para acompañarlos y asistir al entierro de aquel diputado republicano de la provincia de Ciudad Real, como el bueno de Lillo pidiese ver el cuerpo presente de su correligionario y amigo, la señora les dijo: (Fíjate qué respuesta, decía el abuelo mirando a mamá.)
—No, por favor, que está muy poco favorecido.
—Te parece si, la tía puñetera, impedir que pasásemos a ver al difunto —repetía el abuelo sangrando de indignación— porque estaba muy poco favorecido. Pues cómo coño va a estar un muerto de casi veinticuatro horas. Y como si a nosotros nos importase o nos dejase de importar la hermosura del pobre diputado, cuando lo que queríamos era darle el último adiós por el mucho bien que hizo por la provincia y especialmente por nuestro Tomelloso…
Y cuando parecía que había olvidado ya lo que dijo la diputada y la conversación tomaba otros caminos, le volvía la indignación, y mirando por cima de las gafas, tornaba a la carga con razones como éstas:
—Y es que de verdad hay muy pocos prohombres que encuentren mujeres de sus hechuras y talento. Que sólo abundan las coseras y enhebragujas, incapaces de entender las elucubraciones del hombre algo más que mediano. ¡Dichosas mujeres! —repitió sin reparar que estaba allí mamá, mirando al suelo con sus tristísimos ojos azules.
… Y todavía cuando ya nos íbamos a acostar y apareció por el comedor don Eustasio, el dueño del hotel, el abuelo le refirió la prohibición que les hizo la señora del correligionario republicano de ver el cadáver de su esposo, porque estaba muy poco favorecido.
A las doce, papá nos sacó al balcón del comedor para ver bajar la bola del reloj de la Puerta del Sol, y el abuelo siguió hablando con Lillo y don Eustasio de las virtudes del diputado republicano durante los tiempos liberales, pero ya no volví a oírle nada de la prohibición que les hizo la señora del etc., etc.