Cuando papá y mamá marcharon a Madrid para que los médicos curaran a mi hermanillo el que se murió, me quedé sólo con Társila, la muchacha. Comíamos y cenábamos en casa de la abuela y veníamos a dormir a la mía.
Apenas salieron de casa mis padres, camino de la estación, Társila se entró en la alcoba, y después de estar allí un rato, en el que suspiró mucho y muy fuerte, como si se descargase de algo, salió al patio con la barriga muy gorda. Me miró de reojo por ver si me daba cuenta; y me di, pero ella se hizo la tonta y empezó a cantar.
—¿Por qué estás tan gorda, Társila? —le pregunté.
—Porque comí mucho potaje este mediodía.
Y no pensé más en aquello.
Cuando la misma noche salíamos de casa de la abuela para venirnos a dormir, nada más pisar la calle se nos acercó Facundo, el novio de Társila, que tenía patillas largas y andaba meneando mucho los hombros. Társila le recibió con morros, y no mirando al suelo y poniéndose tonta, como siempre hacía cuando llegaba él.
—¿Es que te has tragado la lengua? —dijo él.
Y ella no contestó.
—¡Que si te has tragado la lengua, te digo!
—No me he «tragao» «na».
—Entonces, habla como las personas.
—¿Has pensado ya dónde me vas a llevar? —dijo Társila, mirándole con mucha idea.
—¿Yo?, como no te lleve al cine…
—Pues eso se va a quedar esta misma noche «certificao».
—Ya han cerrado Correos.
Se callaron un poco, pero de pronto Társila empezó a sollozar.
—¡Vaya!, ya llegó el agua —dijo Facundo.
Társila me llevaba cogido de la mano y noté que la suya le sudaba mucho.
—¡Sinvergüenza! ¡Canalla!… Si no me llevas a tu casa, mañana voy con el cuento a la Guardia Civil.
—En mi casa no tienes tú nada que hacer, y en el cuartel de los guardias, tampoco.
—¡Canalla!… Si no eres más que un canalla.
Facundo tomó de pronto a Társila por el brazo y la paró en seco.
—¿Te quieres callar? ¡Mira que te arreo!
Társila agachó la cabeza y siguió llorando con más fuerza, pero sin decir esta boca es mía. Luego de un rato, muy mansica, dijo:
—¿Qué hago entonces, qué hago, Facundo?
—Calla que viene gente.
Esperamos que pasase un grupo de mujeres que venía por la acera y le habló con voz suave:
—¿Qué haces?… Ya sabes, lo que te tengo dicho.
—Sola en la casa, con esta criatura —y me señaló.
—Sí, allí. Mejor es que esté el chico solo… Ha habido suerte.
—Pero ¿quién me ayuda?
—Para eso no hace falta ayuda… Tú ya sabes mucho.
Társila seguía llorando cansinamente, mientras Facundo le iba dando unos consejos con medias palabras que yo no entendía.
Pasábamos junto a un hombre que estaba parado en la esquina con una carretilla de gaseosas. Nos paramos y Facundo compró una. Se la dio a Társila, que sin rechistar, entre sollozos y lágrimas, bebió unos tragos. Luego me la arrimó a mí a la boca.
—¿Quieres tú, jaro?
Bebí un trago. Luego se enjuagó él con un buche de gaseosa y escupió. Pagó y seguimos.
En la esquina de la confitería había parada una pandilla de mozos tocando guitarras y bandurrias. Llegamos a mi puerta, abrió Társila y nos quedamos asomados hablando con Facundo.
Társila, con ojos de macoca, miraba a los bandurristas.
—Son los del «Galápago» —dijo Facundo—. Me dijeron que vendrían por aquí a darte la murga.
Uno de los bandurristas volvió la cabeza, vio a Facundo y dijo a todos:
—¡Eh, chicos! Si están ahí «El Chani» y su novia.
Vinieron todos hacia nosotros sin dejar de tocar. Casi en las mismas narices empezaron a tocarnos un pasacalles muy ligero. Társila casi se reía.
—¿A que no me habéis traído la pandereta? —preguntó Facundo «El Chani» a uno. Y éste, sin dejar de tocar, dijo que sí con la cabeza y señaló a un muchacho. Facundo le tomó la pandereta que traía el chiquillo en la mano y con muchas alegrías comenzó a tocar. A veces me daba a mí con el parche en la cabeza y otra le dio a Társila. Luego hizo una seña a todos con la cabeza y echaron a andar calle abajo con sus pasacalles. Iban envueltos en una polvareda, rodeados de chiquillos, moviéndose salerosos al son de sus instrumentos. Cuando doblaron por la calle de la Paloma, nos entramos. Társila hablaba sola y entre dientes.
Yo dormía en una habitación y Társila en la de al lado. Nos acostamos, y a través del tabique oí cómo Társila suspiraba con satisfacción, como hizo en la siesta cuando se quedó gorda. Me dormí en seguida… Soñé con un globo muy gordo de goma roja. Lo llevaba Társila en la mano. Yo quería quitárselo y no podía. De pronto llegó Facundo, le acercó el cigarro y explotó, y riéndose se marchó tocando la pandereta entre muchos bandurristas cojos; sí, todos cojeaban hacia el mismo lado.
Me desperté asustado: Társila gritaba mucho; se quejaba como si la estuviesen matando. No sé el tiempo que llevaría durmiendo. La luz del cuarto de la chica estaba encendida; lo veía por las rendijas de la puerta. Algunas veces callaba un poco y se le oía resollar secamente, pero en seguida volvía a los gritos. Yo temblaba de miedo y no sabía qué hacer. Pensé en levantarme, pero no me atrevía. Calló un momento, y quejándose más bajito, noté que se tiraba de la cama, y como arrastrándose, llegó a mi puerta y echó el cerrojo… De miedo me castañeaban los dientes. Pensé si la habrían atacado ladrones, como los del «Crimen de Cuenca» de unas coplas que tenía la Társila y que decían:
Metieron a la criada
desnuda en la carbonera,
y le hicieron de beberse
la pringue de una pringuera.
A un Santo Cristo de palo
le dicen cosas muy feas,
y al hijo del señorito
le caparon con dos leznas.
· · · · · · · · · · · · · · · · ·
Aunque el miedo era tanto, estaba atento a todos los ruidos. La Társila no dejaba de quejarse, pero como pasaba el tiempo sin otra novedad, acabé por dormirme, hasta que de pronto volvieron los gritos, más fuertes que nunca, como si la mataran de verdad. Comenzaba a clarear el día. Por ello tal vez me atreví a llamar tímidamente a Társila, pero no contestó. Siguieron luego unos gritos imposibles, pero se calló de golpe… Pasó un ratillo y comenzó a oírse como cuando los gatos mayan de noche y parece que lloran… O como cuando llora un niño chiquitín.
Luego oí cómo Társila se bajaba de la cama quejándose mucho y abría la puerta de su cuarto; salió y abrió la puerta del corral. Me incorporé sobre la cama por si pasaba ante mi ventana, que daba al corral. Y cruzó. Iba liada en una manta hasta la cabeza y tambaleándose. Me tiré de la cama y pegué la cara a la persiana de la ventana… Társila estaba junto al pozo y tiró a él, cerrando los ojos, un lío blanco. Se esperó a que sonase, y volvió apoyándose en la pared, blanca como la cal, con los ojos hinchados. Al llegar a su cuarto se echó a la cama suspirando muy fuerte.
Cantaban los gallos y se oían ya por la calle los primeros carros.
Volví a dormirme. Cuando desperté era ya casi mediodía. La puerta de mi cuarto seguía cerrada. Társila roncaba en el suyo. No sabía yo qué hacer. Por fin decidí vestirme. Lo hice despacito, despacito, atento al menor ruido. Después me llegué a la puerta medianera y llamé con los nudillos.
—Társila… Társila.
Al cabo de un rato contestó con muy poca voz.
—Calla, Juanito, es temprano todavía.
—Tengo ganas de desayunar —dije.
Volví a llamar y al fin abrió, liada en una manta como antes y quejándose mucho. Se echó en la cama otra vez.
Ya no era hora de ir a la escuela. Fui a casa de los abuelos a desayunar. Cuando me vieron llegar sólo se alarmaron mucho y me preguntaron por Társila. Dije que se había quedado en la cama. La abuela dijo que era una fresca y mandó a su muchacha a ver qué sucedía. Yo me fui con ella. Una oscura curiosidad me impulsó.
Cuando llegamos estaba la puerta abierta y dentro del cuarto estaba Facundo hablando con ella, que seguía en la cama y lloraba mucho. Al entrar no nos hicieron caso y siguieron hablando. Facundo, muy enfurecido, la llamaba criminal. Y ella le contestaba llorando:
—Si me lo dijiste tú, Facundo; si me lo dijiste tú.
Facundo, casi atropellándonos, salió de pronto. Llevaba cara de malo de película.
Me dijo la chica de la abuela que me fuese a jugar y se quedó hablando muy en secreto con la Társila, que no dejaba de llorar.
—¡No será porque no te dije que tuvieses cuidado con él!
Yo, aburrido de no entender nada de aquello, comencé a jugar en mi patio con una pelota.
Sí sé que al poco rato comenzó a llenarse la casa de gente. Vino el señor juez, con su bigote blanco, y el señor secretario, don Enrique, muy elegante; y dos policías, y unos hombres con unos ganchos que empezaron a meterlos en el pozo y a tirar luego de ellos. Los guardias se quedaron en el portal para que no entrase más gente.
El juez y el secretario hablaban con Társila, que no dejaba de llorar y decía sus palabras entre hipos…
De pronto se oyó hablar mucho a las gentes que estaban en el corral, y decían:
—¡Ya le han sacado…, qué guapete era…, pobrecillo…! ¡Criminales!
Llegaron mi abuelo, mis tías y mis primos y me sacaron de allí.
Supe después que Társila estaba en la cárcel… Y siempre que pasaba por la plaza miraba a las ventanitas del sótano del Ayuntamiento por si veía a la muchacha de casa que estaba allí, no sabía por qué.