–Mamá, ¿para qué queremos esa miss que dice papá que va a venir?
—Para que te enseñe inglés, hijo.
—¿Para que me enseñe inglés?
—Sí.
—¿Es un libro una miss?
—No, hijo. Una miss es una señorita inglesa.
—¡Ah! ¿Y en este pueblo hay muchas misses?
—No. La que te va a traer papá será la primera.
—Qué gusto. Yo sólo tendré una miss que me enseñe inglés. Ni Pepito, ni Jeromín tienen miss.
—No, no la tienen.
—Qué gusto… (pensativo). Pero si la miss sólo habla inglés, ¿cómo la entenderé?
—También habla español. Posee las dos lenguas.
—¡Ah!, posee las dos lenguas…
La madre y el hijo están sentados en el hueco de un mirador que da a la calle. Llueve constantemente, tamizadamente. Las aceras de cemento, largas, estrechas, brillan como raíles del tren laminados. El centro de la calle, empedrado, está cubierto de charcos, de charcos de agua turbia, amarillenta, con pajas, con papeles, con cáscaras de naranja. De cuando en cuando, rompiendo los sucios espejos, pasa un carro de labrantín. La mula, acobardada, brillante por la lluvia, con las orejas flojas, anda filosofante. El carrero, arrebujado en su manta, deja ver solamente sus ojos, tristes, turbios como el agua de los charcos. Los pocos transeúntes pasan rápidos por las aceras, esquivando el agua de los canalones.
La madre cose. El niño, con la cara pegada a los cristales, sueña, mira a la calle, medita…, pregunta. En la fachada de enfrente, despintada y sucia, hay junto a la puerta de la calle, un brochazo de pintura roja, desvaída ya por el tiempo. Desde que el niño fue consciente de sus sensaciones visuales, lleva viendo ese brochazo. ¿Qué forma tiene? ¿Qué quiere representar ese brochazo de pintura roja? Tiene una forma curva, amplia. Pero el niño no ha dado todavía con lo que quiso representar su ejecutor. ¿Es una «E», es una circunferencia medio borrada, una «C»?… ¿El qué? El dueño de la casa de enfrente se llama Sebastián, pero una «S» no es.
El niño vuelve a tu tema. Deja de mirar el pintajo.
—¿Y cómo son las misses, mamá?
En este momento el abuelo entra también en el mirador. Bajo su poblado bigote, medio cano y medio rojo, esconde la punta del puro apagado. Tras las gordas gafas de oro, mira al cielo, sólido, grisáceo, feo.
—Mamá, que ¿cómo son las mises?
—Hijo —dice el abuelo—, son altas, feas, zancudas, «escurrías» de nalgas y altas de cuartillas, como el caballo de la noria.
—¿Sí, mamá?
—Di que no, hijo. Las hay también rubias, guapas, graciosas, como las artistas de cine.
—No hagas caso. Todas son huesantonas, con las piernas de palo, con gafas y feministas.
—¿Qué cosa es feminista, abuelo?
—Ya tendrás la desgracia de saberlo.
—Abuelo, ¿y dónde tienen la otra lengua?
—¿Qué otra lengua?
—La otra. Mamá dice que las misses poseen dos.
La madre se ríe sobre la costura. El abuelo, haciendo un milagro de equilibrio, enciende el puro sin prenderse el bigote.
—Pareces tonto, hijo. Tu madre quiere decir que habla dos lenguas.
El niño, un poco corrido por la fuerte respuesta del abuelo, casi haciendo pucheros, vuelve los ojos a la calle, mira hacia la fachada de enfrente, donde el brochazo rojo. Y piensa: «Yo no soy tonto. Sé que en algunas paredes los mozos escriben: “P… la fulana”. Pero ese brochazo no es “P”, tiene la panza hacia el otro lado… Una vez el abuelo le dio una bofetada con la mano vuelta y le hizo daño con aquel grueso brillante que llevaba en el dedo “chico”. (De reojo mira la mano del abuelo, morena, amarillenta por el tabaco, enganchada ahora con el pulgar del bolsillo del chaleco…) Brillante… no, “B” tampoco es eso del brochazo».
—Qué bien le irá este temporal a la tierra —dice el abuelo.
—Sí —afirma la mamá.
… «No… “C” tampoco es».
Un chico, haciendo equilibrio sobre unas piedras, intenta cruzar la calle.
… «Como las misses son zancudas, según el abuelo, cruzarían bien la calle…» «… Aquel brochazo lo pintarían en el carnaval o por ahí… El Domingo de Ramos, que es cuando hacen eso…», sigue pensando el niño.
El abuelo entra en el comedor.
Comienza a anochecer.
—¿Verdad, mamá, que será guapa mi miss?
—Sí, hijo.
—Si no, se reirán mucho mis amigos de mi miss.
—Claro…, ya verás cómo es bonita.
—Yo no la quiero zancuda.
—Ya verás si lo es —dice el abuelo desde dentro.
El niño vuelve a recordar la bofetada de antaño. No lo vio, pero está seguro que al girar la mano para pegarle, el brillante dibujó en el aire un arco de fulgor. ¿Ha soñado más veces con el brillante que con el brochazo rojo de la fachada frontera? No, no puede decirlo el niño, pero ambas imágenes ocupan frecuentemente el maquinar de su cerebro… El pintajo que no descifra y aquel violento brillante que tampoco descifra.
Surgiendo de la penumbra del comedor, el abuelo sigue hablando con voz agria.
—No me gustan las inglesas, y menos en mi casa… Piratas… La rubia Albión… Drake… Fariseos con flema. No me gustan.
—Está bueno, papá; el marido lo quiere así y no vamos a rectificarle. Hoy la vida se concibe de otra forma. Con ingleses y todo.
—… Tu marido no sabe una palabra de historia.
—Tal vez…
El niño abraza a su madre, y besándola en la mejilla, le dice al oído:
—Mamá, ¿verdad que sí sabe historia papá?
Y la madre, también muy bajo:
—Sí, hijo.
—La pérfida Albión —sigue el abuelo—. Bien hicimos en ayudar a los americanos en Saratoga. Será una antipática… zancuda, siempre con la Biblia. Paganizará al pequeño. Como si en España no hubiese buenos profesores.
—Ya está bien, papá.
—Ya está bien, hija… Odio a la pérfida Albión.
—Mamá, ¿la miss se llama Albión?
—No, hijo; se llama «Mery».
—… ¿Mery?
—Sí.
Arrecia la lluvia. El pintado rojo de la frontera pared se aviva con el agua. Sobre los turbios charcos de la calle se reflejan las luces amarillentas, eléctricas. Al encender de nuevo el puro en la oscuridad del comedor, brilla el diamante del abuelo. Brilla muy bien.
La lluvia tamborilea sobre el tejado de cinc del mirador. El niño mira a la calle con la cara pegada a los cristales. La madre, con la costura abandonada sobre el halda, calla.
… La lumbre del puro, de cuando en cuando, se aviva en la oscuridad.