PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

la matanza

I
El día antes de la matanza, siempre era sábado y jugando por el patio veíamos hacer los preparativos. En el porche, la abuela y las chicas fregaban la máquina de hacer chorizos y los lebrillos y las orzas y los barreños. En medio del patio, la Tala lavaba la mesa de matar. Y luego llegaba un carro con las aliagas para chamuscar el guarro cuando estaba muerto. Y en seguida que llegaban las aliagas iba el abuelo a verlas y decía que eran peores que las del año pasado, que habían costado más, que no sabía dónde íbamos a parar y que aquello era el «acabóse». Luego llegaba un carro con las cebollas de matanza, esas que son como bombas antiguas, y que sirven para rellenar morcillas. Y el abuelo tomaba una cebolla en la mano y decía que eran hermosas y baratas, porque se las había vendido su amigo, el de la huerta de «Matamoros»…
… Caía la tarde detrás de la chimenea alta de la fábrica de alcohol, que echaba un humo negruzco y pesado como un chorro de morcillas. Y, de cuando en cuando, íbamos a ver el guarro, que andaba hociqueando en la pocilga. Y nos daba algo así como lástima de que el pobre no supiese que al amanecer lo iban a matar… como a los hombres que condenan a muerte, que también los matan por la mañana, que debe ser la hora buena para matar a la gente y a los guarros… Y yo pensaba entonces, mirando al gorrino, cómo la gente muere o la matan sin que se entere, sin notar nada antes, sin presentir nada… Porque la muerte, como dice Tala, es algo que llevamos detrás de la oreja, y como va detrás y no pica, no la vemos ni la sentimos… aunque falte un día para llevarnos.
… Y volvíamos a jugar al patio deseando que llegase pronto el otro día.
Luego salían los operarios de la fábrica y hacían corro en torno a mi abuelo para que los invitase a la matanza. Y mi abuelo los invitaba, pero la abuela gruñía porque decía que así todo el gorrino se iba «en presentes»… Y empezaban a discutir cuántas arrobas tendría el marrano, y como no se ponían de acuerdo, iban a verlo a la pocilga… Y el pobre guarro seguía allí, hociqueando, sin saber por qué mala causa era toda aquella visita. Luego, un operario que era francés y se llamaba «Franquelín», decía que no iba a cenar aquella noche, para venir mañana a la matanza más hambriento. Y Luis, que era un aprendiz pálido que no comía casi nunca porque sus padres eran muy pobres, cuando los demás hablaban de lo mucho que se iba a comer allí al día siguiente, bajaba los ojos y reía un poquillo por lo bajo, con vergüenza.
Aquella noche nos acostábamos toda la familia en casa de los abuelos, y decíamos a las muchachas que nos llamasen temprano, cuando fuese el matador… Y la cena se hacía insípida pensando en el gorrino del día siguiente.
II
Y por la mañana temprano, que hacía sol casi siempre, salíamos a desayunar a la mesa grande del comedor de la abuela, y allí estaba el abuelo tomando el café y con la radio puesta… Y daba gusto oír la radio tan temprano, porque se oía muy bien y las que hablaban tenían la voz de recién levantados. Y decían con mucha claridad las noticias. Así: «Ayer tarde, S. M. el Rey recibió en el Palacio de Oriente al nuevo embajador de Alemania, que iba acompañado del jefe del Gobierno, señor Marqués de Estella, y el introductor de embajadores…».
Y cuando llegaba el matador, el abuelo mandaba que lo entrasen en el comedor (y yo creía que vendría también con el introductor de embajadores…) Entraba llevando colgada del brazo una cesta muy larga, cargada de ganchos y cuchillos, que él llamaba «la herramienta». El abuelo lo invitaba a una copa de aguardiente, que era bueno para «matar el gusanillo». Luego, liaban un cigarro y hablaban de cuántos cerdos se matarían aquel año en el pueblo… Después nos íbamos todos a la pocilga. Pero desde hacía mucho tiempo, en la cocinilla de los gañanes las mujeres cocían agua y fregaban los cacharros… La abuela, en las mañanas de matanza, siempre se ponía en la cabeza un pañuelo blanco para que no le cayesen canas en las morcillas… A los chicos nos daba miedo entrar del todo en el corral del guarro y nos quedábamos en la puerta… Y el matador, con el gancho en la mano, corría detrás del guarro llamándolo: «Marrano, marrano», hasta que lo enganchaba en un rincón. Y comenzaba a tirar de él andando para atrás, apoyándose mucho en los pies y poniendo cara de mucha fuerza. Y su ayudante, cogía luego al gorrino por el rabito por si se quería escapar. Y el gorrino, con los ojillos entornados por el dolor y la boca a medio abrir y babosa, chillaba de una manera que daba miedo… Y era porque entonces comprendía que la muerte se le había salido ya de detrás de la oreja… Y yo temblaba al pensar lo terrible que debe de ser que entre dos hombres cojan así a uno para matarlo, que sabe que no tiene escape ni por el cielo ni por abajo, que no hay más que dejarse hacer, porque la fuerza es algo muy serio… y no queda hacer más que chillar… porque eso da miedo a quien lo oye y a lo mejor sirve para ahorrar otra muerte por miedo de oír chillidos así otra vez… Pero los matadores de oficio deben aguantarse muy bien el miedo a los chillidos. Y es que los hombres malos lo son porque saben no hacer caso de nada.
Cuando llegaba al corralazo, el guarro ya iba casi entregado, y no hacía tanta fuerza como antes… Iba más bizco y no chillaba tan seguido. Y es que hasta a esos momentos tan últimos se acostumbra el cuerpo cuando no ve cómo salir de ellos. Luego, en el mismo corralazo, en la mesa de matanza que estaba bajo la parra, lo echaban encima. La chica venía corriendo con un cubo, que ponía debajo del cuello del gorrino, y el matador le metía por allí un cuchillo muy largo. Y el gorrino, después de chillar muy fuerte un momento, respiraba muy hondo, y quedaba como descansando… Ya no hacía más que respirar a golpes fatigados; algunas veces movía una pata o intentaba cabecear. Y la sangre, por el lado del cuchillo, salía gorda, con mucho humo, a mucho chorro, sobre el cubo, en el que la chica batía y batía para que no se cuajase… Y el guarro se iba quedando poco a poco vacío de vida, hasta estar como dormido, que era cuando ya casi no caía gota de sangre en el cubo.
Entonces comenzaban a encender ramas de aliaga, como si fuesen antorchas, y las pasaban sobre los pelos del guarro para quemarlos. Y olía muy mal… El humo azul de las aliagas subía hasta la parra, y luego, más azul, hasta el cielo, donde ya no se veía. Cuando terminaban de chamuscarlo, lo raían con cuchillos viejos hasta dejarlo mondo y limpio.
… Y a mí me daba que pensar aquello de que los cerdos, que son animales tan guarros, no los laven hasta que se mueren. Y es que, como dicen los santos y Dios, «a uno, cuando va al infierno, le obligan a hacer todo lo que no quiso hacer cuando vivo»… Aunque eso de morirse es un trago que no creo que les guste más que a los viejos. Pero el guarro no era viejo, porque sólo tenía once arrobas, que entre gorrinos debe ser la edad de la escuela…
… Y cuando pasaba esto de mondarlo, el guarro ya parecía muerto del todo… Yo pensaba la cosa tan seria que es la muerte, que a un cuerpo tan vivo y tan gordo lo deje quieto y hueco como a un tubo…, que ya no es nada. Que todo lo que se movía, hacía y pensaba, se le ha ido no se sabe cómo ni dónde.
Luego lo abrían en canal… y ya no puedo decir por orden cuántas cosas pasaban, pues empezaban a sacarle tantas cosas de dentro al guarro, que echaban humo y no olían bien, y se las llevaban las mujeres en cubos y lebrillos con tanta prisa, que era muy difícil fijarse. Si sé que lo hacen todo con los brazos remangados.
Luego, colgaban al guarro de una viga del porche, con la cabeza para abajo, y allí se quedaba tieso todo el día, con aquella raja tan grande en todo lo largo de la barriga, y un plato debajo del hocico por si goteaba alguna sangre descuidada… Y entonces nos habían dado la vejiga, que es cuando se hincha como un globo sucio. Primero la salábamos con ceniza para que se secase, y luego, inflada, la atábamos a un carrizo, y así jugábamos con ella. Yo nunca me fijaba bien de dónde le sacaban la vejiga al guarro, y cuando se lo preguntaba al abuelo, él y el matador se reían y a lo mejor me decían mentiras como que era el fuelle de los p… Si se lo preguntaba a las chicas se reían más que el matador, y una, poniéndome la boca en la oreja, me dijo que era una cosa que yo no sé lo que es, pero que se dice con un pecado muy gordo, de esos que se llaman tacos. Y se reían mucho todas de mí porque yo ponía cara de no entender.
Luego nos asaban unos somarros, que son trozos de cerdo muy pringosos que hay que tomarlos con vino, según decía el abuelo.
Ya pasadas las doce, llegaban los operarios a comer. Y comíamos todos juntos en el jaraíz, haciendo corro a una sartén muy grande de gachas de hígado, que es lo que se come en las matanzas, y luego guarro frito, y luego naranjas, café y copa; y mientras la comida, se bebía mucho vino con la bota de cuero, que siempre andaba por el aire.
Y cuando todos habíamos terminado de comer, Franquelín todavía iba por las gachas, cuya sartén tenía ya él sólo entre las piernas. Comía a dos carrillos y con los ojos entornados, como el gorrino. Y aunque no era manchego, sino francés, sabía muy bien cortar el pan para pincharlo con la navaja y sacar en él las gachas como si fuera cuchara. Todos reían mirándolo comer… Y Luisito, el aprendiz pobre, cuando le preguntaban si había comido bien, se reía un poco y bajaba los ojos.
Terminada la comida, los hombres echaban chistes y las mujeres se iban en seguida a la cocina para seguir guarreando. Franquelín pedía el postre, y luego, con el cinturón colgado al cuello, porque ya no le alcanzaba ningún ojo para ponérselo, de gordo que estaba, se iba a pesar a la báscula del porche pequeño, y todos, riéndose, iban detrás de él por ver lo que «había hecho».
La tarde solía ser bastante aburrida. Nos cansábamos de jugar por el patio, y de cuando en cuando íbamos a la cocinilla a ver a las mujeres hacer chorizos y morcillas. O íbamos al porche a ver el gorrino ya tieso, o al jaraíz a ver a los oficiales y al abuelo jugar al «mus», que es ese juego de las «chinas» y de los «envidos» y de una palabra más fea que es «órdago».
El sol se iba subiendo poco a poco por la parra arriba, luego por los tejados, como gato; luego por el puro de la chimenea, hasta perderse. Y todo lo dejaba callado… Y ya habíamos roto la vejiga, y estábamos cansados, y habíamos merendado cerdo, y cenaríamos cerdo, y ya todo el año cerdo, porque de él se come todo, desde las orejas hasta el rabo…, menos la vejiga, que es viento puro.
Ya casi de noche, bajaban al guarro y lo hacían cuartos, que es quitarle los blancos, descuartizar las costillas de las chuletas… Se iban los oficiales… Las mujeres iban a dar los «presentes» a los vecinos… Y nos acostábamos rendidos, desilusionados, tristes.