PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

la invención del paraguas pequeñito

Yun día el cielo amaneció sucio y entelarañado de gris. Desde el balcón se veían las nubes plomizas pasar veloces, una tras de otra, a no se sabe qué cita lejana… Y algunas mujeres apercibidas, llevaban impermeables de papel de caramelo y paraguas al brazo. Y muchos hombres gabardinas y paraguas. Todos llevaban paraguas. Todos iban dispuestos a abrirlos en cuanto el cielo cumpliese su promesa. Y algunas veces caían gotas finas, y la gente, tímida, miraba hacia arriba. Unos abrían los paraguas; otros no. Algunos los volvían a cerrar en seguida; otros seguían con ellos abiertos, con cara de valientes.
Todo esto lo miraba el niño desde su balcón.
Luego arreció más el chispeo, y por las aceras iban y venían paraguas negros, rojos, verdes, amarillos; brillantes, oscilantes, moviéndose de arriba abajo, de derecha a izquierda para dejar paso a los que venían por la misma acera. Por la calle estrecha y triste, paraguas y más paraguas. Una obsesión de paraguas… Pero los niños no llevaban paraguas. Iban de la mano de su padre o de su madre cobijados bajo el paraguas grande. Algunos niños llevaban impermeables con capirote. Otros iban solos, tristones y harapientos, sin impermeable, sin paraguas de papá ni de mamá… Pero ninguno de los niños que pasaban por la calle llevaba paraguas. Y el niño del balcón quería imaginarse cómo sería un paraguas pequeñito, de niño. No había visto nunca un paraguas de niño. ¿Sería tal vez como esos rojos, verdes y amarillos de las señoritas? Sí y no. Sí, por el tamaño del puño; por lo demás, no. Los paraguas de niño debían ser de otra manera… más pequeña. Porque a los paraguas de señorita les pasa lo que a las señoritas: parecen pequeñas y luego no lo son.
Cuando llegó su papá (también con paraguas negro y gabardina verde) el niño le pidió en seguida que le dibujase un paraguas pequeñito, de niño. Y su padre, sin dudarlo un momento, con un lápiz rojo y en el margen de un periódico, le pintó el paraguas…
Pero no, no; el paraguas pintado no era de niño, no valía. Aquél no era un paraguas pequeñito.
El papá, riéndose, decía que sí, que sí era pequeñito. Que apenas tenía medio dedo de largo. Pero el niño bien veía que aquel paraguas dibujado de menos de medio dedo de largo, parecía grande; era paraguas de hombre… Su papá le pintó hasta cinco paraguas y todos le resultaban grandes.
El niño, y con razón, se quejó a su mamá.
—No me quiere pintar un paraguas de niño.
—Si paraguas de niño no hay —contestó ella.
—¡Ah! ¿Es verdad que no hay paraguas de niño, papá?
—No. Ya has oído a tu madre.
Claro, ya sospechaba él. Por eso no lo podía pintar su padre, que pintaba tan bien… No, no había paraguas de niño, como no había panes de niño, ni plazas de niño, ni tranvías de niño… Claro. Luego… ¡él había inventado el paraguas de niño! Sí, sí, no cabía duda. Él lo había inventado. Bien que lo veía él ahora en su imaginación. Era…, bueno, bien sabía él cómo era. Entonces, ¿había que llegar a hombre sin ver en su vida, sin tener en su vida un paraguas de niño? Sí. No cabía duda.
Una idea le asaltó de pronto: cierta vez dijo a su papá que le pintase un martillo de niño… Y se lo pintó. Pero pintado parecía grande… y martillos de niño sí que había. Él mismo tenía uno que clavaba y todo.
Con la cara pegada a los cristales estuvo toda la tarde, aguardando ver pasar un niño con paraguas de niño…
Era ya casi noche cerrada cuando paró un coche lujoso frente a su casa. De él salió una señora con un paraguas grande, rojo, que abrió al pisar el asfalto…, y detrás ¡una niña con paragüitas… pequeño, pequeño! ¡Allí estaba!
—Pero, ¡quiá! —dijo el niño del balcón cuando se fijó mejor—; aquello no era un paragüitas de niño, aquello era… otra cosa. Parecía de nata o de merengue… o de caja de niño muerto. Aquello era un paraguas de niña, un paraguas estúpido… Aquél no era paraguas de niño, que no existía, ¡que lo había inventado él!
… Y se imaginaba a sí mismo por la calle paseando con un paraguas de niño. Tenía el puño de color caoba y unos anillitos dorados. Y yendo abierto veía pendulear la gomita que sirve de broche cuando se enrolla. Se imaginaba también el patio de recreo de su escuela, lleno de niños con paraguas pequeños. Desfilaban cantando, con los paraguas abiertos. Y el maestro iba delante con un paraguas grande y horrible… Luego se deshizo la formación y todos empezaron a dar carreras y a saltar, llevando en sus manos los paraguas de niño. Algunos simulaban batirse con los paragüitas cerrados.