Yo debía estar malucho aquel día, porque me recuerdo sentado en el balcón, con un «tebeo» delante, en esas horas de la tarde que no hay nadie por la calle. Los niños no habían salido de la escuela, los hombres trabajaban en sus tajos y las mujeres todavía no habían tenido tiempo de salir de compras o a arregostarse en la puerta de su casa. A lo mejor se asomaba alguna un momento, con el mandil cogido de un pico, miraba hacia la plaza con cara de pensar en otra cosa, y cerraba rápida.
El sol andaba medianero y en todo había una calma desusada. Bandadas de pájaros callados y un perro cojo caminaba a duras penas, apoyándose de cuando en cuando en la pared.
Yo recordaba conversaciones cansinas, y no sé qué cara que vi una vez asomada a la ventana del comedor de abajo.
Todas las casas parecían deshabitadas. Con las puertas cerradas hacía mucho tiempo.
Y me llegó también de pronto a la memoria una gallina sola, en un corral grandísimo, que con el cuello vuelto se picoteaba las plumas.
No pasaba un alma por la plaza. Y estoy seguro, que un cura, arrimado a la puerta del casino, miraba al silencio con el sombrero sobre la nariz para evitarse brillos.
Y recordé un corderillo sucio que hubo en la finca y mataron en la Pascua sin decirnos nada. Y el pelo suelto de una mujer que vimos peinarse hacía mucho tiempo en el trascorral de su casa.
Debían estar ya azules las piedras bajas de la iglesia y, seguro, que un niño novillero se orinaba en el hito del pretil con un chorrete que el sol agujaba de reflejos.
En la cocinilla de abajo estaba el arcón de pino en el que mamá guardaba la silla de montar que fue del tío Higinio. Y colgadas de las vigas las anillas quietísimas, en las que hacíamos ejercicios los jueves por la tarde.
Hay tardes así, echadonas y calladas, en las que uno se distrae de la lectura y recuerda muchos trozos de cosas o palabras, de conversaciones; o ropas interiores de mujeres puestas a secar. O aquellos perros ligados que perseguía un guardia con el sable desenvainado. Tardes color olivar. Tardes con uvas de gallo y una vocecilla muy lejana.
Vicente Pacheco, el comerciante de enfrente de casa, salió a la puerta de la tienda a enseñarle el color de una tela a la parroquiana. Y luego, antes de entrarse, quedó un momento como sorprendido de aquella tarde sin ruidos ni figuras.
Y que había protestantes en el pueblo. Y que a un niño herido le habían hecho una transfusión con sangre de cordero. Y que las furcias iban todos los jueves a la Casa de Socorro a que les reconociesen la vejiga de la orina. (Llegaban del bracete, culeando mucho, y unos viejos sentados en los bordillos les decían obscenidades anticuadas.)
En la paz de mi balcón, tras la persiana caída y el «tebeo» sobre los muslos desnudos de mi infancia, oí de pronto que unos ruidos muy recios cuarteaban aquel estar de la tarde. Se me estiraron los ojos y los oídos y vi allí, en una esquina lejana, en una esquina todavía color gualda, un hombre arrodillado que golpeaba el suelo con un mazo de madera. Y daba voces. Los mancebos de la botica salieron a la puerta, y noté que se movían las persianas. El hombre, se levantó por fin y siguió su camino hacia mi casa, con pasos blandos y bailones. Llevaba blusón azul, gorra de visera y un bigote blanquísimo. Haciendo molinetes con el mazo y unos traspiés de risa. Mi madre, con el peinador sobre los hombros, se asomó conmigo:
—¿Pues qué pasa?
Le señalé al hombre de los mazazos.
—Ah, es Rosario el Cubero. Siempre está así… Una vez nos regaló una liebre.
—¿Por qué se enfada tanto contra el suelo?
—Está borracho.
—¿Y el día que nos regaló la liebre no estaba borracho?
—No… Cuando murió el abuelo lloró mucho el pobre… Estuvo en casa de cubero muchos años.
En los ojos de mi madre había ahora fotografías antiguas. Se le notaban en aquel mirar y no mirar, en no sé qué humo que cruzaba el azul de sus pupilas.
Pasada nuestra casa Rosario se había caído otra vez, martilleaba el suelo y voceaba rabioso, como si llamase a alguien que estaba debajo de la tierra. Yo ahora le veía por detrás los pantalones de pana clara, las suelas de los alpargates y el mazo de madera que alzaba y bajaba delante de su cabeza.
De pronto noté que la calle había tomado otro color. Y es que con los mazazos de Rosario se había acabado la tarde. Salían los chicos de las escuelas. Cabezas en los balcones. Dos carros, una bicicleta. El sol en los aleros. Niñas con delantales blancos comían bocadillos. La gente hacía corro a Rosario. Sonó, como liberado, el reloj de la torre.
—¿Y por qué os regaló la liebre?
—No me acuerdo, pero era muy hermosa.
Entre dos hombres se llevaban a Rosario el Cubero.
Se deshizo el corro.
La gente comentaba:
—«A sus años».
—En la cocina tienes la merienda —dijo mi madre al entrarse.
La tarde ya era otra cosa. Todo era ir y venir. Ruidos y bicicletas. Siempre bicicletas. Hasta los pájaros piaban sobre los cables de la luz que cruzaban la calle.
Y con el ruido de los mazazos en la cabeza que nunca he olvidado, por la oscura galería, andando muy despacio, me fui hacia la cocina.