…Yla gente creía que todas las escuelas nacionales del pueblo celebraban el día del ahorro porque acababan de poner en Tomelloso una sucursal del Banco Popular de los Previsores del Porvenir. Claro que también pudo ser, y es lo más seguro, que fue por decreto del Ministerio de Instrucción Pública. Pues como decía el abuelo, que siempre recibió muchos disgustos de los bancos, no iban a ponerse a cantar todos los mocosos a la vez porque lo dijese don Resucito García, que era el director recién nombrado de los «usureros del porvenir», como él llamaba también a este banco flamante.
Durante no sé yo cuántos días, a las diez de la mañana acababan las lecciones, y se concentraba «todo el alumnado» en el aula grande de la Escuela de las Huertas, para que don Francisco, que era mi maestro en la Escuela del Pósito, nos enseñase a cantar el Himno del Ahorro. Y es que don Francisco, además de ser muy buen maestro, sabía de solfeo y batuta. Y en largas hileras íbamos por las calles hasta la graduada de la calle de las Huertas. Y allí, apretujados en un aula anchísima que tenía muchas ventanas que daban al patio de recreo y estaba lleno de árboles densísimos y enredaderas cuyas hojas asomaban por los cristales más altos, entrábamos de dos en dos con nuestros guardapolvos, los cartapacios colgados al hombro, pisándonos, diciéndonos obscenidades y dando capones a los de delante hasta quedar hechos una piña. Y ya cuando estábamos en nuestro sitio, en el rato antes de empezar a cantar, yo miraba aquel mapa tan grande y tan antiguo, de tinte amarillento, que con letras muy recomidas, en vez de decir Océano Atlántico, decía «Mar Oceana». Y es que, como explicaba Jesusito, que era hijo de un maestro y sabía más que los que no éramos hijos de maestros, aquel mar fue hembra hasta los gloriosos tiempos de la Dictadura, que lo declararon masculino como todos los mares que bañaban la Península Ibérica… Porque, para Jesusito y su padre, todo lo bueno que había en España lo había hecho la Dictadura de don Miguel.
El abuelo hacía bastantes chistes porque teníamos que ensayar todos los días el Himno al Ahorro, pero al primo y a mí nos daban mucho gusto aquellos ensayos, pues nos pasábamos toda la mañana de choroviteo, sin tener que salir a la pizarra ni estar toda la mañana sentados en aquellos pupitres raquíticos de la Escuela del Pósito, que tenían tantas iniciales de alumnos antiquísimos grabadas a navaja sobre la tabla.
Y cuando los maestros nos dejaban colocados en aquella aula tan grande que digo, don Francisco se subía a la tarima, vestido con su traje color café oscuro, el bigote estrecho y algo canoso, la batuta y la partitura del Himno al Ahorro que dejaba encima del atril. Se salían entonces los demás maestros que no tenían que cantar ni dirigir al patio del recreo; se hacía un silencio muy respetuoso, y don Francisco, mirándonos con severidad por encima de sus gafas con forma de uva, alzaba la batuta, nos daba el tono y en seguida, primero los que estaban más cerca de la tarima, con olas de voz muy suave, y luego todos, empezábamos la letra y el son. Si la letra y «las modulaciones de voz», como él decía, iban por buen camino, a cada compás se le dulcificaba el gesto y había momentos en que, entusiasmado, hacía como si volase muy suave y enajenado… Pero si a lo mejor de pronto había una metedura de voz o desafine, enfadándose mucho, daba batutazos sobre el atril y decía:
—¡Fuera! ¡Fuera! Otra vez. Venga:
… Grano a grano se llena el granero
Y como el verso siguiente había que decirlo con música más calderona, como creo que decía él, para que no nos olvidásemos del momento calderón, bajaba mucho la batuta y la cabeza como si fuese a lanzarse al estanque a la vez que cantaba:
… Gota a gota la mar se formó
Y yo al cantar aquello miraba de reojo la Mar Oceana, que está en el mapa pajizo, sin acabar de explicarme cómo un mar tan grande podría haberse formado gota a gota como decía el Himno del Ahorro.
Así que llevábamos un rato en aquella aula, empezábamos a sudar y a sentir hormiguillo en las piernas. A los que les tocaba al lado de la ventana —yo lo conseguí una vez— se sentaban en los poyos y cantaban más descansados y fresquitos. Pero anda, que los que estábamos de pie, llegábamos a sentir un ahogo tremendo, y sobre todo, yo no sé por qué, cuando llegábamos a aquellos versos que decían:
… La lección del humilde hormiguero
es hermosa y honrada labor…
El día que conseguí sentarme en el poyo de una de aquellas ventanas que daban al patio del recreo, como estaba más alta, veía muy bien a los chicos que cantaban. Y daba risa contemplarlos a todos tan serios, con las cabezas así echadas un poco hacia atrás, las bocas abiertas y los ojos fijos en la batuta de don Francisco. De verdad que no parecían los mismos. Yo estaba acostumbrado a verlos reír, llorar, jugar, hablar o mirar a un lado y a otro, pero no así tan quietos, boqueando despacio, como si estuviesen masticando algo muy blandorro.
Los otros maestros que no nos enseñaban a cantar, mientras nosotros estábamos allí apretujados debajo de la batuta, se paseaban tranquilamente por el patio del recreo de la Escuela de las Huertas, fumeteando y contándose cosas políticas. Y a los que les tocaba sudar, porque no estaban en un poyo de las ventanas, les daba envidia ver el patio solo, con los maestros tan pacificados y sonrientes, haciendo hora bajo los pájaros que piaban entre las moreras o volaban bajo el sol y en la anchura del aire.
Porvenirrrrr…
Y esta tarde se fue. Te.
Y ninguno sabíamos por qué había que decir «Te» al acabar el verso, hasta que me lo explicó papá, y era porque al autor le salió más larga la música que la letra, y para emparejarlas, don Francisco nos mandaba que metiésemos aquel «Te», que no quería decir nada y venía a ser como los jipíos que dan los cantaores de flamenco cuando les falta verso, pero aquí en forma de «Te».
Luego ya, pasado el «Te», el cantar era más fácil, más de carrerilla hasta llegar a la parte que ahora voy a decir, cuando el maestro echaba un chito para que no gritásemos:
… Es hermoso llegar a mañana
conservando un pedazo de pan…
Claro que algunos graciosos, aunque a don Francisco le daba mucha rabia, para hacer juego con el «Te», al cantar este verso decían:
Conservando un pedazo de pan… ¡Pan!
—¡No hagáis fantasías! —gritaba don Francisco mirándonos con los ojos fijísimos por encima de las gafas y dando golpes muy menudos con la batuta contra el atril.
… Ya digo que aquellos días fueron muy hermosos a pesar de lo apretujados que estábamos en el aula grande de la Escuela de las Huertas, y yo creo que me sirvieron para pensar por primera vez lo bueno que es en la vida poder hacer cosas distintas. Y también me sirvieron, sobre todo cuando me acordaba de los pupitres durísimos, para entender mucho mejor aquello que nos decía mi padre de vez en cuando: vosotros a estudiar para conseguir una profesión liberal y no tener que sentaros en «burós» y depender de señoritos y de jefes.
El día antes del «magnífico acto», don Francisco nos dijo que debíamos vestirnos de domingo y presentarnos a las once en punto de la mañana en el Teatro de Alvarez. Que irían todas las autoridades, y que al acabar nos regalarían a todos los escolares una cartilla de ahorros del Banco Popular de los Previsores del Porvenir con una peseta a nuestro favor; y el pueblo entero nos ovacionaría por nuestra invitación a la economía, que era la mejor lotería y yo que sé cuántas cosas más.
… Pero por más que le doy a la cabeza no consigo recordar qué narices pasó para que llegásemos tarde al «magnífico acto» aquella mañana con sol de un domingo del mes de mayo, que por lo visto es el mes bueno para el ahorro y para todo. Lo cierto es que cuando entramos el primo y yo de la mano de mamá en el Teatro de Alvarez, los chicos de todas las escuelas nacionales del pueblo estaban ya subidos en el escenario con los trajecillos nuevos, sin cartapacios y cantando muy serios y responsables lo de:
Grano a grano se llena el granero,
gota a gota la mar se formó.
La lección del humilde hormiguero
es hermosa y honrada labor…
En el fondo del escenario estaban desplegadas las banderas nacionales de todas las escuelas, y sobre un telón, pintada, una hucha tan grande como aquel globo terráqueo que nadaba sobre la Mar Oceana en el mapa pajizo de la Escuela de las Huertas.
Y como todas las localidades estaban ocupadas, nos tuvimos que quedar de pie en la puerta del patio de butacas, bien cogidos en las manos de mamá que debía estar tristísima, pues lo regular es que fuera ella la culpable del retraso.
Y con los rostros muy compungidos mirábamos a todas las autoridades y señoras sentadas en las plateas principales con los pechos muy salidos, y a don Francisco con el traje oscuro que se ponía los domingos o cuando iban los inspectores de primera enseñanza, o sea del magisterio, dirigiendo con cara de mucha sensibilidad y dulzura a tantas docenas de niños serios con la boca abierta, pero contentos de estar interpretando sobre un escenario el Himno al Ahorro.
Mamá, sin mirarnos, nos puso las manos sobre los hombros, digo yo que para contentarnos un poco. Y cuando acabaron el Himno al Ahorro y los aplausos fueron tan atronadores que los niños de las escuelas públicas no tuvieron más remedio que repetirlo, mamá, bajando su boca hasta la altura de nuestras orejas, nos dijo:
—Venga, cantad. Si desde aquí también se puede cantar.
Y mi primo y yo, mirándonos con algún consuelo y sin alzar mucho la voz, hicimos un momento oído, y los alcanzamos cuando iban ya otra vez por aquello de
Porvenir…
y esta tarde se fue… Te.
Pero el consuelo se arrugó en seguida, porque así que nos animamos un poco y fuimos alzando la voz sin darnos cuenta, los que estaban sentados delante empezaron a volver la cabeza con cara de disgusto, y a chistar para que nos callásemos porque interrumpíamos «la armonía del orfeón colectivo», como dijo no sé quién. Y completamente avergonzados fuimos bajando la voz hasta quedarnos totalmente en silencio y llenos de indignación. Mamá, la pobre, contrariada por lo mal que había salido nuestra colaboración desde la puerta del patio de butacas, volvió a ponernos las manos en los hombros y a apretarnos un poco como aconsejándonos resignación porque las cosas de la vida eran así.
Cuando acabó la pieza, se repitieron los aplausos y el director de la sucursal recién inaugurada del Banco de los Previsores del Porvenir, desde el palco que estaba pegado al escenario, saludó a todos con ambas manos, pidió silencio y dijo que se iba a proceder al reparto de las cartillas de ahorros a todos los alumnos que habían cantado en «honroso himno con tan finísimas melodías». Y en seguida los niños empezaron a bajar por las escaleras que habían puesto en los picos del escenario y conforme pasaban, desde los palcos proscenios les daban una cartilla a cada uno con una peseta ya ahorrada para toda la vida. Y después de coger el «delicado obsequio» venían en fila por los pasillos, con sus cartillas de ahorros en la mano y pasaban delante de mi primo y yo sin mirarnos, como príncipes de una raza superior que habían conquistado la hermosura de llegar al día de mañana conservando un pedazo de pan y teniendo en su casa un granero formado grano a grano y un mar hecho gota a gota… Y la leche que les dieron, porque quien había inventado que el mar se hizo gota a gota y que el porvenir se fue por la tarde con «Te» o sin «Te»… Y yo no sé qué pasó, pero al verlos pasar tan engreídos, mi primo y yo nos cabreamos juntos, que para eso éramos primos, y nos pusimos a acordarnos de la madre que nos parió a todos, y con gran asombro de mamá, que se avergonzó muchísimo y había dicho que iba a pedirle unas cartillas de ahorros a don Francisco para nosotros ya que habíamos llegado tarde, comenzamos a tocarnos las braguetillas y a sacarle la lengua a toda aquella tropa de imbéciles que pasaba delante de nosotros sin mirarnos con las cartillas en la mano, como si fuesen los príncipes de una raza superior que hubieran conquistado la hermosura de llegar al día de mañana conservando un pedazo de pan y teniendo en su casa un granero, etc., etc., etc.