PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

el tío de américa

Cuando la Tala me abrió la puerta de la calle para que me fuese a la escuela, casi topé con dos señores que venían hacia casa. Uno era bajo y regordete, sin corbata y con boina muy ancha; el otro era alto, elegante, con botitos blancos, un kodak colgado del hombro y una gorra de visera, blanca. Yo creí que serían viajantes de los que venían a vender a papá pasas de Málaga y no pensé más… Y por la acera que daba el sol, me fui para mi escuela, que era la «del Pósito».
Tenía yo entonces unos zapatos de esos que son de dos colores: negros por lo más bajo y grises de ante por donde los cordones; y como hacía mucho sol y yo llevaba los zapatos muy lustrados —porque Tala los limpiaba así de bien—, iba por el camino fijándome cómo brillaban con el sol…, sin acordarme para nada de los viajantes. Y al entrar en la escuela, que era baja y húmeda y siempre olía a orines, me dio lástima dejar el sol en la otra acera, y dejar también el bonito juego de mirarme los zapatos, tan brillantes.
Y como siempre pasaba por las mañanas, al entrar en la escuela, el maestro estaba poniendo una cuenta de dividir en la pizarra; y yo, sin fijarme si el divisor era de tres o cuatro cifras, desde mi pupitre miraba con tristeza por la ventana el soletón que daba en la acera de enfrente… y entonces sí me acordé de la gorra de visera blanca que llevaba el señor viajante alto.
En un rincón de la clase estaba enrollada la bandera nacional con mucho polvo encima, y en un cuadro con el cristal roto estaban pintadas las cabezas de las razas humanas, que son cuatro: blanca o rostros pálidos, roja o indios, negra o africanos y amarilla o chinos…, y cuando con mucha pereza comenzaba a copiar con tinta violeta la cuenta de dividir, que era de las penosas de cuatro cifras, vi que entraba la Tala en la escuela. Por el pasillo que dejaban los pupitres venía un poco azorada, mirando muy fijamente al maestro que, empinado en la tarima, la esperaba muy serio, escudriñándola por cima de los lentes.
Habló la Tala con el maestro, y éste, con cara de pocos amigos, me dijo que me marchase con la chica, que me llamaba papá… Y es que el maestro se enfadaba cuando salíamos alguno de la escuela tan temprano, porque a él le daba también envidia el sol de la calle, y el de la glorieta, y el de la plaza. Recogí los libros muy contento, haciendo guiños a los que se quedaban, y en cuanto estuvimos en la calle le pregunté a Tala que por qué cosa me sacaban de la escuela. Y dijo que porque había venido un tío mío de América (raza roja o indios), que era el viajante de la gorra blanca y el kodak colgado al hombro. Y me dijo además que el otro viajante de la boina era también tío mío, pero no de América, sino de un pueblo que se llama Las Labores, y que era hermano del de América. Y como yo no sabía nada de estos tíos, Tala me dijo que no eran carnales, sino de los que son primos de mamá. Y aquello de que mamá tuviese un primo en América, a mí me gustó mucho.
Cuando entré en el comedor de casa, todos se quedaron mirándome con cara de gusto, y los dos tíos me besaron y me acariciaron el pelo. Sobre la mesa camilla de las faldas verdes había pastas, merengues, caramelos y botellas de vino; y como la mesa estaba al lado del balcón, entraba mucho sol, que daba sobre las copas, sobre las botellas y sobre los caramelos rojos, verdes, amarillos y blancos… Todo brillaba mucho. A mi hermanillo, que estaba sentado sobre las rodillas de papá, muy pegado al balcón, también le daba el sol en su melenaza rubia y en la cara, y por eso guiñaba sus ojos azules, tan grandes. Y sobre la bandeja, que parecía un hornillo encendido por tanto brillo, revolaban nuestras manos al tomar pastas y merengues y copas.
El tío gordo de Las Labores reía mucho, y hablaba de norias, de huertas y de su hijo Jerónimo; y el tío de América, riendo menos, hablaba de coches, de máquinas y de nombres raros que sonaban bien y tenían algo de otro mundo más bonito. Y luego el de América sacó un paquete de muchos colorines con cigarros de tabaco amarillo y con escudos dorados, que todos miramos con mucho respeto. Y cuando papá y el de Las Labores comenzaron a fumar, muy atentos al gusto del humo, empezó el aire a oler muy bien, como huele en esas casas elegantes en las que da vergüenza entrar… Y entonces se pusieron a hablar de tabacos, sobre todo de uno que se llama «vuelta abajo». Y yo me daba en pensar en qué se diferenciaría el tabaco vuelto hacia abajo del vuelto hacia arriba.
A todo esto, mi hermanillo no quitaba los ojos de la bandeja, y cuando los mayores parecían distraídos, después de espiar miedoso con sus ojos azules, tomaba un merengue y se lo comía de prisa, como si se lo fuesen a quitar…, y le quedaban boceras y pegotes en la nariz, que luego se lamía. Y si alguna vez lo sorprendían y le decían que no, con los ojos llenos de lágrimas decía:
—«Name»…, «name».
Mamá sólo tomaba pastas, pues los merengues le daban vergüenza, por si le dejaban boceras, como a mi hermanillo.
Luego, el tío de América sacó las fotografías de su mujer y de sus hijos, y dijo que uno se le había muerto del Mal de «Po» (que es un río de Italia y que yo no sabía que fuese tan malo). Después sacó un mechero, y una pluma, y un reloj, y luego enseñó la corbata, que se sacó del chaleco… Y todo aquello costaba pesos, que no son pesetas, sino mayores.
Por fin dijeron que se marchaban, porque tenían que ir a Socuéllamos a ver otros tíos. Papá les dijo que tomasen más de la bandeja, pero dijeron que no y se fueron.
Cuando volvimos de despedirlos de la puerta de la calle, mamá, mirando la bandeja, dijo que no habían tomado casi nada, a lo que mi hermanillo preguntó:
—Porque son tontos, ¿eh, papá?
… Y ya no era hora de volver a la escuela.