PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

el segundo muerto

…El primero —mejor dicho, la primera— fue la abuela Manuela. De su muerte sólo recuerdo una anochecida, cuando el médico, al lado de la cama, le hacía señas muy tristes a mamá con la cabeza.
Por lo visto, la pobre abuela Manuela era bizca, pero no tengo la imagen de sus ojos, ni de su cara, ni de su tipo. Sólo, no sé qué sombra cariñosa, qué palabras recordativas junto al balcón del comedor y un pañuelo negro a la cabeza. Pero aquella anochecida, que debió ser la última, el médico, don Alfredo, puesto delante de la cama, me tapaba la imagen de la abuela y no pude verle los gestos de la agonía. Luego, eso sí, durante mucho tiempo, la alcoba vacía —que era aquella que estaba al lado de la cocina— y la cómoda sola y cerrada. El único retrato que queda de ella, cuando moza, está tan alejado por el color del tiempo, que no se ve si es bizca y si lo que tiene en la mano es un libro o un cuadrillo de santos, con su marco.
… El segundo muerto fue mi hermano Isidorín, que acabó al segundo verano de su vida, por una de aquellas cacurrias que les daban a los niños en los tiempos de la monarquía. Siempre lo recuerdo caído, con los ojos apagados y sin ganas de ser niño. Mamá se pasaba las horas mirándolo echado en su cuna, con las piernecillas delgadas y la cara despidiente.
Una siesta que mamá estaba muy cansada, se acostó un poco en las alcobas de abajo, y nosotros nos quedamos con la chacha Ramona al cuidado de Isidorín, que no sé por qué le pusieron la cuna en el comedor de arriba siendo verano. Nos pusimos alrededor con intención de animarlo con carantoñas y decires, pero él nos miraba con aquellos sus ojos tan grandes y alejados. Como si fuese a otro al que hacíamos y decíamos. Cansados, por fin, de tan poca respuesta a nuestros mimos, nos pusimos junto al balcón, dejándolo solo. Y cuando pasó un buen rato —yo creo que fue la misma siesta que la chacha Ramona nos enseñó el mollete para que jugásemos a ponerle inyecciones— de pronto se oyó una pedorreta muy lastimosa en la alta cuna de mimbre. La Ramona, después de hacer oído, le quitó el culero al pobre Isidorín, y le vimos todo manchado de un verde enfermizo. Y mientras lo limpiaban, nos miraba con aquella triste indiferencia que tanto apenaba a mamá.
Cada vez que venía el médico, cuando al acabar la visita papá lo acompañaba a la puerta, yo lo veía mover la cabeza con mucho desánimo y ponerle a papá la mano en el hombro con cariño…
En el corral, la cuerda de tender la ropa siempre estaba llena de aquellos culerillos, cuyo tinte verde no quitaba del todo el jabón y la lejía, ni los polvos azules.
Rara era la noche que en el silencio de la alcoba grande no se oía alguna pedorreta tristísima, que obligaba a mamá a tirarse de la cama para cambiarle el culero al hermanillo y ponerle la mano en la frente a la luz de la mariposa que ardía en la taza con aceite sobre la mesilla.
Y algunas noches, mamá se quedaba junto a Isidorín horas y horas mirándole el dormir o, lo que era peor, aquellos ojos sin mensaje… La recuerdo entre sueños, en camisón, reclinada sobre la cuna, como si quisiera revivirlo con su aliento y su caricia.
Sólo quedó de él una fotografía en la que mi padre, de pie en la escalera de nuestra casa de la calle de la Independencia, lo tiene sobre su brazo derecho. Se le ve al pobre Isidorín una piernecilla delgada y, sobre el cuello de su vestido blanco, la cara murriosa y distraída entre el largo pelo rubio.
De pronto, una mañana, no nos dejaron salir al comedor, ni nos llevaron a la escuela. Desayunamos en la alcoba y oíamos los pasos de mucha gente por la galería… Ni mi hermano ni yo preguntamos a nadie lo que pasaba, porque cuando uno es niño tiene mucho miedo de que le digan lo que él sabe… si lo que sabe es malo. No sé dónde comimos, dónde dormimos ni dónde pasamos el día. Sólo recuerdo que todos nos miraban con tristeza, como si estuviésemos tan enfermos como mi hermano.
A la mañana siguiente, cuando nos llevaron a casa, unas mujeres sacaban muchas sillas del patio. En el comedor de arriba, mamá nos sentó a los dos sobre su falda, esforzándose por reírnos, mientras papá, sin dejar de fumar, iba y venía con la cara muy seria. En la que fue alcoba de la abuela, junto a la cómoda, pusieron un baulete muy limpio, donde estaban todas las cosas que fueron de Isidorín… Y alguna siesta, entre cortinas, yo vi cómo mamá, con manos de caricia y los ojos tristísimos, sacaba aquellos trajecillos blancos que casi nunca le puso; aquellos zapatillos negros con correa, que tiene en la fotografía donde está con papá y unos cuantos rizos de pelo guardados en una cajita dorada con tapa de cristal.
Todavía algunas noches, después de morir el hermanillo, mamá se despertaba sobresaltada y gritaba:
—Voy en seguida, hermosete.
Y yo, que a lo mejor estaba despierto, la veía entre las penumbras que hacía la mariposa de aceite, incorporarse sobre la cama, mirar hacia el sitio donde estuvo la cuna, y luego reclinarse sobre su almohada haciendo algún ruido de lloro… Y es que la pobre, como oí que un día le confesaba a la tía Josefica, algunas noches, entre sueños, creía escuchar las pedorretas tristísimas del ido.