En la alcoba de mis padres había un perchero de árbol. Estaba en el rincón opuesto a mi cuna, entre el balcón y la puerta de «la alcobilla». Los ganchos curvados del árbol, durante el día, sin nada colgado, eran como los cuernos de un antílope disecado.
Mamá dejaba toda la noche una mariposa encendida sobre la mesilla. Aquella mesilla altísima y de patas finas. Aquella mesilla adolescente y espigada. Dentro de la taza ancha, mediada de aceite, mezclado con algo de agua, la mariposa flotaba toda la noche con aquella llama triste que parecía que daba muy poco resplandor, pero que al apagarse las luces eléctricas, resultaba que no. Y toda la enorme alcoba quedaba de un color aceite crudo, sobre todo el techo y la parte alta de las paredes. A los zócalos y al suelo no llegaba casi claridad. Al amanecer, conforme empezaba a llegar la luz del alba por las rendijas del balcón, la luz pajiza y tristísima de la mariposa se achicaba, y apenas se apreciaba su reverbero un dedo más arriba de la taza ancha. Y ya bien cuajada la mañana, cuando me levantaba para ir a la escuela, la mariposa, un poco renegrida, seguía con su lucecilla color ánima del purgatorio. Algunos días se les olvidaba apagar la mariposa, y quedaba con su luz inapreciable sobre la mesilla. Y a eso del anochecer, poco a poco, volvía a crecer su luz de pinocha seca por las altas paredes de la alcoba. Claro, que cuando así ocurría, mamá, a la hora de acostarme, echaba más aceite, y ponía una mariposa a estreno, bien rígida y encerada. Por lo visto encendían aquella mariposa toda la noche para que no me diese miedo, para remediarme la angustia si me despertaba en la oscuridad de la noche altísima. Pero, luego, toda la vida, no recordé lo oscuro, sino la luz muertil de aquella taza de la mesilla de noche de las patas larguísimas, como los galgos recién nacidos.
Pero lo que yo quería contar ahora era lo del perchero, lo que pasa es que la pluma se me ha ido demasiado rato a lo de la mariposa en la taza.
Al acostarme, como dije, los ganchos estaban vacíos, y caracoleros y cornelinos, hacían sombras sobre las paredes del rincón. Y en ese rato que está uno en la cama sin dormirse, mecido por las olas de la modorra y de la vigilia, clavaba los ojos en el ramaleo de los ganchos y de sus sombras, imaginándome un ciervo u otro animal más sanguino, que a veces parecía rebullirse un poco.
Mamá, antes de acostarse, se acercaba a la cuna, me daba un beso, me remetía la ropa, y al desnudarse, colgaba su bata en el perchero, tapando un gancho o a lo mejor dos. En el gran espejo del lavabo de la alcoba, que estaba justo enfrente de su cama y de la mesilla de noche de las patas larguirutas, se reflejaba la taza con la mariposa. Pero parecía otra. A ver si me explico, parecía otra que la que se veía mirando directamente a la mesilla. Parecía otra más bonita porque se esfumaba espejo arriba un licor misterioso de luz. Y me recordaba, en alegre, cuando el abuelo acercaba la cerilla a una bebida que hacía con ron y no sé qué más, y el vaso echaba una llama recortada del mismo color del caramelo. Por el contrario la luz de la taza —no del reflejo de la taza en el espejo del lavabo— me hacía pensar en la iglesia, en ciertos altares muy oscuros, que sólo tenían una lamparilla así.
Me despertaba siempre cuando mi padre llegaba del casino bien pasada la media noche. Que aunque entraba despacio, siempre hacía ruidetes y le daba a la puerta de la alcobilla de una manera que me despertaba.
Para desnudarse, mi padre se ponía junto al perchero de árbol… Bueno, primero se asomaba a mi cuna y yo me hacía el dormido, y después se iba junto al perchero. Antes de empezar el desnudo dejaba el sombrero en la parte más alta del árbol, en aquel boliche en forma de berenjena. Luego la chaqueta y la camisa. Y entones empezaba a rascarse con los dos brazos cruzándose el pecho, y los costados. Y a lo mejor, mientras se rascaba, se paseaba un poquito, que su sombra oscurísima se veía ir y venir muy despacio por las paredes, como el que piensa mucho. Y a lo mejor, también, mientras se rascaba, tropezaba la punta de su zapato con el orinal de porcelana que estaba debajo del larguero de la cama de matrimonio. Y al tropezar la punta del zapato con el orinal de porcelana, hacía un ruidillo y mamá suspiraba. Luego mi padre se sentaba en la cama para descalzarse, y siempre siempre, un zapato por lo menos, se le caía, daba un golpe, y mamá suspiraba otra vez. Mientras estaba sentado, de espaldas a la cuna, quitándose los zapatos, yo veía la forma de su espalda cubierta con la camiseta y el pelo tufoso y despegado, porque también se había rascado un poquito la cabeza. Por fin, otra vez de pie, colgaba los pantalones en otro gancho del perchero más abajo del que sostenía la americana y la camisa. Ya al pie de la cama, antes de echarse, volvía a rascarse otro poquito con los brazos cruzados ante el pecho, y por fin, después de bostezar, se metía bajo las mantas o entre las sábanas solas, según el tiempo. Mamá suspiraba otra vez y la sombra de los dos cuerpos arrebujados se veía como una cordillera en la pared.
Pero una noche, y es a lo que iba, el sombrero, la chaqueta y la camisa, quedaron con tal compostura colgados en el perchero, que hacían una sombra en la pared a la luz de la lucecilla de la mariposa que estaba en la taza de la mesilla de las patas altiruchas, que era totalmente como la de un hombre misterioso, vampiro y draculatorio de las películas de frankestein y otros monstruos horrendos. Y yo, que solía dormirme en seguida que mi padre dejaba de hacer ruidetes y de rascarse con los brazos cruzados sobre el pecho aforrado con la camiseta fina de verano o gorda de felpa, según el tiempo, me desvelaba, porque empecé a imaginarme que el hombre del sombrero iba y venía por la habitación con aire misterioso, y que luego se acercaba a la cama de mis padres y le hacía algo a mi mamá, porque ésta suspiraba y daba gritejos cortados que sólo podían ser de miedo… Luego, si me fijaba bien, resultaba que no, que el hombre estaba quieto, metido en su sombra. Con aire aquilino, de vampiro cruento, pero quieto. Pero si se me volvía a ir la conciencia un poco, creía verlo otra vez dando vueltas por la habitación en busca de las sangres de los que dormían. Y en uno de esos momentos en que pensé que el hombre del perchero de árbol llegaba a mi cuna, mamá dio así como un quejido, y asustado, alcé un poco la cabeza, y vi que de verdad parecía que querían matar a mi mamá, que luchaba con ella bajo las ropas, mientras papá debía dormir más allá, hundido al otro lado de la cama, tal vez roncando tranquilo. Y angustiado, me incorporé con los ojos muy abiertos y grité:
—¡Mamá!
La pobre de un salto, azoradísima se tiró de la cama y vino hacia mí con los pelos en la cara.
—¿Qué te ha hecho? —le pregunté—. ¿Qué te ha hecho el hombre del perchero?
Madre me besó mucho y me dijo que nada, que debía estar soñando, que no había ningún hombre. Y estuvo un rato largo con la cabeza reclinada junto a la mía a ver si me dormía. Y luego, al cabo de un ratillo, cuando me creyó tranquilo, se volvió a la cama y habló luego en voz baja con papá. Pero estuve desvelado casi hasta el amanecer, vigilante, por si el hombre del perchero volvía a atacarles.