Ycomo era por la noche y había llovido, el suelo de asfalto brillaba mucho, como una mesa barnizada. Y se reflejaban en él las luces de los semáforos: verdes, rojas, amarillas; y los farolitos rojos que llevan detrás los autos, los tranvías, los autocares y las motos… Y las letras de muchos carteles luminosos que estaban en el aire encendiéndose y apagándose, también se reflejaban en el asfalto negro, mojado. También brillaban sobre las aceras los zapatos muy limpios de algunos hombres.
Pasaban muchos autos muy de prisa, todos con el hombre que guía, muy serio; y algunos, además del hombre que guía, llevaban una señora también muy seria, que miraba hacia adelante muy fija… Menos una, que era señorita y no iba seria, sino que fumaba y echaba el humo por el cristal, que estaba bajado. Y algunos hombres de los que guían autos iban así, con un codo fuera, como si supiesen guiar muy bien y les diese igual ir de una manera que de otra. Y a los guardias que van en motos y llevan chaquetas de cuero, les brillaban las luces de los otros coches en las espaldas…, pero no se volvían a mirar, porque tenían que ir muy serios mirando a los otros guardias que tocan el pito cuando quieren que se pare todo el mundo.
En los escaparates de radios, de cuartos de baño, de aspiradores eléctricos y de todas esas cosas limpias y brillantes, había luz de esa que es de «neo» y que tiene un color feo, como de muerto. Los aspiradores, las radios y los cuartos de baño, en esa luz, parecen muertos, y quien los mira también. Además, tiene uno miedo de que esas luces de «neo» se pueden apagar de un momento a otro y todo se quede también en una oscuridad pálida, de muerto.
Algunas veces venían tantos autos, tantos tranvías y tantos autobuses, que no se veía nada más que el casco blanco del guardia, que movía mucho los brazos, y en vez de hablar, y en vez de respirar, tocaba ese pito que les meten en la boca cuando les hacen guardias. Pero otras veces, de pronto, no venía ningún auto, ni tranvía, ni autobús, y el guardia no sabía qué hacer, y miraba a uno y otro lado, como buscándolos, y se ponía triste y nervioso, porque no tenía trabajo… Hasta que de nuevo venían muchos vehículos de una vez, y el guardia, alegre, comenzaba a tocar el pito y a menear los brazos por todos lados… Y ningún auto, ni tranvía, ni autobús puede atropellar al guardia, porque les saca multa, y si atropellan a uno que no es guardia, no les sacan multa, y se los lleven en una ambulancia de esas que tocan mucho la campana y atropellan mucha gente por el camino, para luego volver por ella.
… Y cuando se mira para arriba en esa calle, parece que no hay cielo. Sólo se ve un callejón oscuro, sin estrellas, ni luna, ni nada.
A veces pasan señoras muy guapas, con muchas pieles y muchos colores, y los hombres que están parados o que van andando, se vuelven para mirarlas, como si llevasen algo colgando detrás, que yo no veo… Y junto a estas señoras pasan chicos y mujeres que van voceando periódicos, y no se vuelven para mirarlas. Les debe ocurrir lo que a mí, que tampoco les ven nada por detrás a esas señoras.
Por las ventanas de los «cafeses» se ven muchas señoritas y señores que toman cosas y que ríen mucho, y es que allí debe de vivir la felicidad.
Pero por la calle…, si uno se para en cualquier sitio, nadie lo mira ni le dice nada. Y si uno se muriese allí parado, nadie le diría nada. Y a uno le dan ganas de llamar a mamá…, porque si uno se está quieto, o corre, o grita, o da voces, nadie le dice nada… Y a uno, entonces, le dan ganas de sentarse en el suelo y empezar a llorar por si alguien se compadeciera.
Y es que el mundo y el «país», como dice papá, son así. Hay campos llanos y grandes donde no hay autos, ni nada; pero donde uno puede estar contento y merendar riéndose mucho, y, sin embargo, hay calles de éstas tan grandes, tan repletas de gente, de autos y de luces de «neo» donde uno llora solo, y no puede merendar de ninguna manera… Y hay campos donde se ve un cielo muy gordo, con muchas lunas y muchas estrellas, que se guiñan mejor que los anuncios…, y calles como éstas, donde el cielo es un callejón negro con chispas de tranvía que asustan.
A papá le gusta el campo y a mamá las calles como ésta, por los escaparates… Yo no sé cómo se casaron. Y es que el cura, cuando casa, no debe de preguntar a los novios si les gusta el campo o les gustan las calles… Y aunque lo preguntase, el novio no diría la verdad, porque va de etiqueta, y a un hombre de etiqueta no le debe gustar el campo… Y es que el «país» es así, como dice papá.
… Si en las esquinas de esta calle, en vez de semáforos hubiese zarzales con moras gordas y negras, de esas que parecen racimos de uvas enanos, la gente estaría mejor. Y la señora de las pieles, y el de los periódicos, y el guardia, y el que guía el auto tan serio, y las del bar y el «botones», que va siempre corriendo y diciendo: «Vaya gachí», se pararían juntos a coger moras…, pero en las calles de este «país» no se puede coger nada, todo es de los guardias, y tiene uno que ir solo por la calle, llorando y con las manos en los bolsillos. Y es que en el campo, como también dice papá, parece que la gente está deseando verte, y desde muchos pasos atrás ya se te acerca con los ojos clavados. Pero las personas de esta calle lo miran a uno, cuando lo miran, como si fuera transparente y no lo viesen de verdad.