PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

el hijo del héroe

Era una noche de verano, y en el porche de las columnas de piedra que tienen dragones en los capiteles, estábamos mi madre y yo. Ella bordaba y yo jugaba con la gata Atenea… Mi madre, doña Mencía, bordaba con hilos pajizos y azules; Atenea era parda y también con los ojos azules.
La tarde estaba muy pesada y no se oía más que el lejano cocear de los caballos en la cuadra, el poco meneo de las hojas de la parra del porche y el chillar de las golondrinas en el aire.
Y yo, de cuando en cuando, preguntaba a mi madre, doña Mencía:
—¿Dónde estará ahora don Rodrigo, mi padre?
Y ella, levantando los ojos del lienzo y mirándome con mucho amor, me decía:
—Matando moros.
Y como siempre me respondía de la misma manera, yo me daba en pensar cuándo descansaría mi padre don Rodrigo de matar moros y más moros. Y con este pensamiento le pregunté otra vez:
—¿Y cuando don Rodrigo deja de matar moros, qué cosa hace?
Y mi madre, levantando al cielo sus ojos un poco entristecidos, me dijo, después de suspirar:
—Piensa en nosotros.
Pero yo, por no sé qué aprensión, no veía claro aquello de que mi padre hiciese sólo aquellas dos cosas… de matar moros y pensar en nosotros.
Cuando ya iba oscureciendo, mi madre dejó de bordar y quedó mirando al ejido; yo dejé de jugar con la gata porque le brillaban mucho los ojos y me daba miedo…, y en un caballo, a todo galope, llegó el viejo escudero de don Acacio, quien dijo a mi madre que desde Madrigal se veía la polvareda de la mesnada de mi padre don Rodrigo que venía. Y como mi madre pusiese en duda la noticia, el escudero juró tres veces haber visto con sus propios ojos los pendones de don Rodrigo, que eran blancos con una copa rebosante de púrpura…
Y mi madre no sabía si reír o llorar, y al fin llamó a voces a la dueña y a todos los criados y les ordenó que hiciesen muchas cosas de cocina y dulces; y al escudero mandó darle por la feliz nueva dos maravedises de la moneda vieja.
Me vistieron un trajecillo morado con espadín damasquinado y me sentaron en la mesa, guarnecida de oros y flores. Y mi madre doña Mencía se puso su saya granate y una doble cadena de oro en el pecho… Y por todas las cámaras se oía el trajinar y rebullir de gozo por la llegada de mi padre don Rodrigo. Y mientras lo aguardábamos, mi madre, precipitada, con los ojos brillantes y la boca llena de agua, me contaba las muchas hazañas de mi padre… Cómo de un solo golpe de su espada tajadora partía en dos a un moro gigante; y cómo, cuando terminaba la lid, don Rodrigo había de mudarse de brial, porque el brazo le quedaba tinto en sangre hasta el codo de tantas heridas como hacía en los haces enemigos…
Y como nos quedamos en silencio porque había pasado tanto tiempo de más y no llegaba don Rodrigo, mi madre, un poco pensativa, se asomó al alféizar por ver si venía…, pero con cara de resignación hubo de sentarse otra vez, y me contó de nuevo cómo don Rodrigo entró en Baena y los muchos moros que allí mató… Y yo, aunque no me cansaba de oír estas historias, notaba que las lámparas se menguaban mucho, que mi madre, impaciente y con la frente arrugada, hacía oído a cada nada, y que a mí me llegaba el sueño con mucha prisa.
De cuando en cuando, la dueña entraba en el refectorio, nos miraba a mi madre y a mí con pena, hablaba unas palabras con ella y tornaba a salir dándole vaivén a la cabeza… Y ya muy luego, cuando habían despabilado cuatro veces las torcidas de las lámparas y el cuerpo, de puro sueño, se me tronchaba hacia todos lados, me dieron unas sopas de suero y me llevaron a la cama. Mi madre, doña Mencía, después de besarme, quedó de rodillas en su oratorio.
Y como yo le preguntase a la dueña mientras me acostaba que por qué no llegaba don Rodrigo, mi padre, me dijo con cara de mucho retintín que «habría algara en Madrigal».
Caí dormido en la cama de tal manera, que la dueña hubo de llevarme la mano para acabar la señal de la cruz…
Y casi al alba, me despertó un grande ruido que hacían las voces de muchos hombres y el chocar de sus armas. Y conociendo que sería la mesnada de mi padre que llegaba, me levanté de un salto, me asomé al alféizar, y casi me asusté por la algarabía que allí se traían. Todos los hombres cantaban, brincaban, daban cuchilladas en el aire y movían las teas encendidas haciendo ruedas en el aire, como si quisiesen hacer eso que dicen que se hace uno en la cama cuando juega con tizones por la noche… En la noche tan oscura parecían endemoniados. Pero a pesar de todo, y por ver a mi padre don Rodrigo, me trasladé a las barandas del corredor por verlo entrar… y vi cómo lo pasaban entre dos mesnaderos, con la barba clavada en la loriga, la espada tajadora arrastrándole y arañando las tarimas con los acicates. Mi madre lo acorrió, y entre todos lo sentaron en un escabel alto, quitáronle las armas, abriéronle el brial y él, como mal herido, sacaba la lengua, se escupía muy de recio por las barbas abajo y entre bascas, suspiros y lengüetazos al aire, medio decía unas palabras gordas que yo no sabía bien lo que querían decir. Y me convencí que debían ser muy malas heridas las que padecía, cuando vi cómo mi madre y la dueña le ponían sobre la frente paños de agua fría, que le escurría por toda la pelambrera de su cara.
… Y entre aquellas palabras que con lengua gorda mi padre don Rodrigo decía en su agonía, pude alcanzar unas que me extrañaron y me hicieron, amedrentado, tentarme el escapulario de mi pecho. Y las palabras eran: «Dios salve al Demonio».
Por fin, entre aquellos dos caballeros que lo trajesen, mi madre y la dueña, se lo llevaron al lecho, sin que yo viera sangre ni heridas por parte alguna… Todas las ropas y armas que le quitaron las fueron sacando fuera. Y como me pareciese que su brial tenía grandes manchas rojizas, pensé otra vez en las malas heridas que debía sufrir, y con tiento bajé y me acerqué a las ropas por ver la sangre aquella… Mi padre daba ahora grandes voces y todos los criados de la casa entraban y salían en su cámara llevando aguas y vinagres, de manera que nadie se paró en mí. Tomé el brial entre mis manos, y como la sangre aquella me pareciese demasiado ligera, la olí y me olió a vino tinto…, cosa que no sabía explicarme.
No me atreví a preguntar nada por miedo a que me riñesen y me volví a mi cámara de puntillas… Y en el patio los mesnaderos seguían voceando y cantando, tirando por el aire las antorchas y diciendo también «Dios salve al Demonio»…
Y yo no sabía qué pensar: si don Rodrigo estaba herido o no. Pensaba que no por la alegría de los mesnaderos, y creía que sí porque, según vi, con vino le debían haber lavado las heridas… Y es que, como yo era tan niño, no entendía nada de heridas ni de caballeros.