Yo creo que cuando nací ya estaba en casa el Ford color verde aceituna. Por las tardes de verano, en medio del patio, Emilio —que era el chófer— lo lavaba con una esponja y una gamuza de esas que cuando se mojan brillan y están muy suaves, y cuando están secas, se ponen duras como un cartón. La abuela también ayudaba a lavarlo, porque quería que tuviese mucho brillo. Y cuando ya estaba limpio y seco, quedaba en el centro del patio brillante como un jaspe, dándole el sol en el parabrisas con muchos reflejos, y en el tapón del motor, que era una mujer con alas, niquelada, que mi tío la llamaba Victoria, y decía que era de Samotracia, que es un pueblo de los que ya no están en el mapa.
Estaba el Ford tapizado de cuero negro con botoncitos redondos de vez en cuando, haciendo bullones. Y no tenía cristales, sino celuloides de esos con los que hacen las gafas de juguete y las púas de tocar las bandurrias. La bocina era muy hermosa, con la pera negra y tan gorda que yo no podía abarcar con la mano, y para tocarla tenía que tirarle pellizcos… y su forma me recordaba una cosa que no quiero decir. La trompeta de la bocina era muy larga y niquelada también, y sacaba un sonido muy señor, al decir de mi tío. También tenía el Ford un claxón, que era un botón que estaba debajo y a la derecha del volante, y al apretarlo sacaba un sonido bronco…, como si carraspease un hombre gigante. El volante era negro-azulado, bien redondo y suave; y debajo tenía dos varillas blancas que cuando se bajaban o subían hacían que el motor aprestase mucho. Tenía también el auto aquel, tres pedales muy altos, un botón para arrancar, que era como un ombligo sacado, y un freno que el tío decía ser muy duro… Lo que menos me gustaba del Ford era la manivela, demasiado fina, y siempre colgante como el rabo de un perro.
Cuando se ponía en marcha, comenzaba a retemblar un poquitín todo él, y hasta no acostumbrarse, parecía que era uno el que tiritaba. Y eso sí, al arrancar, y cuando el tío le bajaba y subía aquellas varillas doradas de debajo del volante, soltaba el demonio del auto unas pedorretas muy graciosas que asustaban a las mulas y a los caballos.
En junto, la vista del Forinche era simpática. Era más bien alto y fino, como los chicos de quince años, o las potrillas, o los buches, o los galgos jóvenes. Y yo no sé qué compostura tenían los asientos y los respaldos, que desde fuera, los que iban detrás parecían demasiado tiesos, como si llevaran corsé o fueran sentados sobre el borde de alguna cosa. Por la trasera tenía un cristal grande y cuadrado, que era por donde los que se iban decían el último adiós con la mano…, y en este cristal había puesto mi tía un monito de lana colgado de un cordoncito, que iba siempre bailando cuando el auto marchaba, y si corría mucho, el muñeco se volvía loco de tanto zarandeo. La toldilla era brillante, negra, de cuero fino de zapato.
Cuando yo montaba en él para ir a la huerta o Argamasilla, disfrutaba mucho viendo cómo se asustaban las mulas y los caballos, y cómo los carreros nos echaban maldiciones cuando pasábamos… Y también me gustaba el ver a los árboles quedarse atrás, y los perros que venían ladrando envueltos en una nube de polvo, hasta que se cansaban y quedaban parados, meneando la cola y mirándonos con la lengua fuera, resollando y con los ojos vencidos… Y es que el hombre, por lo que inventa —como decía el abuelo— es el mayor animal de la creación y vence a todos. (No estoy muy seguro si decía «el mayor animal» u otra cosa parecida, pero yo lo entendía muy bien.)
Cuando atravesábamos la llanura a la caída de la tarde y el sol nos daba de frente, hacía tantos brillos en el parabrisas y en las conchas de las cortinillas, y en los niquelados, que parecía que íbamos metidos en una bombilla… y por ello todos nos poníamos la mano sobre los ojos y nos picaban las narices y estornudábamos. Y si el sol nos daba de lado, brillaban mucho los pendientes y los collares de las mujeres, y la sombra del auto, muy raquítica y muy estirada, con nuestros cuerpos dentro muy largos y muy salidos, nos seguía todo el tiempo, sobre los surcos de la tierra, o los montones de piedras, o los árboles, o las fachadas de las casas…, subiéndose por ellas.
Cuando acabábamos el viaje, el Ford parecía cansado. Estaba lleno de polvo, echaba humo por el radiador, donde tenía la Victoria, y quemaba por todas partes. Si entonces, como solían, le echaban unos cubos de agua en las ruedas, el auto parecía agradecerlos y sentirse mejor…
Yo le tenía mucho cariño, porque el pobre Ford hacía todo lo que podía por darnos gusto… y, sobre todo, cuando le metían por barbechos y eriales para demostrar que era duro, el pobre cumplía muy bien, y con su paso borriquero y sus pedorretas, se saltaba todos los obstáculos como podía y sin quejarse jamás.
Cuando llovía, el pobre Ford también pasaba lo suyo: iba por barrizales y baches, con el parabrisas y las cortinas de concha cuajados de lágrimas; resbalando a veces, de barro hasta las puertas, pero sin pararse, como un valiente… Luego, cuando se quedaba en la cochera, a mí me daba lástima dejarlo tan solo, tan helado, tan «custrío» de barro, tan derrotado.
Muchas veces oí contar en casa las dos grandes aventuras del Ford, que fueron cuando yo no había nacido o cuando era todavía muy tierno. La primera fue cuando, recién comprado, lo conducía mi abuelo, que como era muy nervioso y «de otros tiempos» (pues sabía conducir muy bien tartanas, tílburis y hasta jardineras de yunta), no guiaba bien el auto y chocó con un carro. Y ello le dio tanta rabia, que se bajó, le dio una patada al pobre Ford y lo dejó solo en medio de la calle. Tuvo que ir mi tío a recogerlo, y desde entonces ya no condujo más el abuelo, pues decía que «aquello no era para él».
La otra aventura fue cuando el tío José y el otro tío y papá, en vez de ir a Manzanares para matricular el auto, se escaparon con él hasta Madrid y se corrieron la gran juerga. Las mujeres siempre contaban esto con cara de un poco disgusto, y ellos se reían mucho porque aquello había sido «una hombrá». Y hablando de este percance fue cuando yo empecé a darme cuenta de que a las mujeres les gustan de los hombres las cosas que dicen que no les gustan, y de que los hombres, como lo saben, muchas veces hacen algunas cosas, no porque las deseen mucho, sino porque saben que a las mujeres les gustarán, aunque luego digan que no. Y es que, como decía el abuelo, la mujer es un hombre a medio hacer…, o como decía Lillo: entre el «sí» y el «no» de una mujer no cabe un soplo de aire… Y lo que yo sacaba de todo esto es que las mujeres no son hombres, ni chicos, ni gatos, sino como las nubes, que no son nada y toman la forma de todo.
Mi hermanillo, al Ford le llamaba el «pabú», y es que lo que más le chocaba era la bocina. Muchas veces me preguntaba yo cómo le habría llamado al Ford si no tuviese bocina.
Mi hermanillo, siempre que iban a subirlo al Ford temblaba, yo no sé si de gusto o de miedo, pero luego, durante el viaje, ya no temblaba, aunque sí iba como soliviantado, con los ojos muy abiertos mirando a todos sitios y fijándose mucho en las trajines de mi tío, que conducía. Pero cuando se paraba el Ford, mi hermanillo parecía descansar y se bajaba de él con ojos más confiados…, pero al regreso, vuelta a temblar y vuelta a soliviantarse. Nunca conseguimos que se durmiese en un viaje.
Mamá montaba en el auto tranquila, pero con una cara de resignación, como diciendo: «¡Que sea lo que Dios quiera!»…, y cuando veía otro auto venir de frente, aunque disimulando muy bien, miraba hacia delante con un pelillo de miedo en sus ojos azules.
Mi tía y sus amigas, en cambio, iban en el Ford como en su casa: moviéndose mucho, riéndose y hablando a voces con mi tío… Hasta sacaban la cabeza por las ventanillas, miraban hacia atrás, cambiaban de sitio, se hacían cosquillas, o decían: «Venga, Pepe, más deprisa»… Mi abuelo iba en el auto muy serio y satisfecho y sin guiar —eso sí—, pero pensando para sus adentros que por aquel invento el hombre era el mayor animal de la creación, como él decía (o cosa así).
Años después, en casa compraron otro coche más moderno, y el Ford lo vendieron a un alpargatero, que hizo de él una camioneta, porque «era un motor muy bueno». Pero yo, aunque el auto nuevo era mejor, cada vez que veía por la calle a nuestro medio Ford —pues el otro medio era carrocería— sentía bastante tristeza y se me despertaban muchos recuerdos buenos… Y entonces caí yo en la cuenta de que las personas mayores son menos cariñosas que los niños y que toda su ansia es tener cosas mejores.