Me lo propuso muchas veces, pero me daba vergüenza, y hasta aquel sábado no dije que sí. Y siempre me lo decía el mismo chico: uno de la boina con el rabo largo, que no me acuerdo cómo se llama, y arroncaba mucho la voz para contar lo que enseñaba la Bernarda por una perra gorda.
Quedamos en ir con él, Jesusito, Marcelino, Salvadorcito y Villena. Comí muy nervioso y distraído, mirándole las faldas a la chacha cada vez que entraba a servir la mesa e intentando recordar a la hermana Eustaquia, cuando una siesta la vi hacer aguas en la mitad del corral.
Hasta las cuatro de la tarde que quedamos junto a la gasolinera de la plaza, anduve como culillo de mal asiento y sin ligar conversación con ninguno de casa.
Para disimular mejor nuestra aventura no nos fuimos por la calle del Campo y el paseo del Cementerio, que era el camino derecho, sino por la de San Luis, y luego, a cruza eras, hasta bien detrás del camposanto, que es donde estaba el cuartillejo de la Bernarda. Pero no llegamos derechos al cuartillejo como yo pensaba; que nos apostamos detrás de una parcilla, como a doscientos pasos de él.
Desde allí se veía al Calichero, o sea, al marido de la Bernarda, a un lado de la puerta, sentado en un serijo y haciendo pleita. Y al otro, en una silla bastantico alta, a la propia Bernarda tejiendo calceta. Delante de las cales y la cortina de saco de la puerta, los dos estaban en lo suyo, como si no se conocieran de toda la vida.
Aunque no hacía frío, el cielo estaba nublasco y el campo sin colorines.
Pasamos un buen rato en cuclillas, tras la parcilla, como si estuviéramos en la guerra, oteando el campo y esperando el momento de atacar, que tenía que decirlo el chico de la boina con el rabillo largo, que era nuestro capitán y había hecho aquella descubierta otras veces.
Cuando vio que no pasaba nadie por las eras y ni siquiera por la carretera de Argamasilla, nos hizo una señal con la mano, y poniéndonos en pie, saltamos la trinchera y fuimos derechos hacia la puerta de cuartillejo.
Yo me notaba sofocado por todas mis partes. Así que estuvimos a ocho o diez metros, el capitán nos dijo que nos detuviésemos y él siguió hasta plantarse mismamente delante del Calichero. Éste lo miró haciéndose de nuevas, aunque bien que nos columbró desde que asomamos por aquellos linderos. Dejó la pleita, se puso de pie, puso la mano para que le echase la perra gorda, y lo acercó hasta la Bernarda. Ésta, sin levantar los ojos de su labor, empujó con la espalda el respaldo de la silla hasta quedar recostada en la pared. En seguida el chico de la boina del rabo largo se puso de rodillas, justamente enfrentico de ella. Y el Calichero, después de echar una mirada rápida por todo el contorno, levantó las faldas de su mujer, como si fuese el paño negro de una máquina de retratos al minuto. Y lo dejó mirar un ratillo… Mientras, ella seguía con su labor, tan recostadilla en la pared, como si la cosa fuese ajena.
Cuando acabó su contemplación el amiguete de la boina del rabo largo, el Calichero bajó las faldas de la Bernarda, y quedó junto a ella en espera del segundo mirón, que fue Salvadorcito.
A mí me tocó el último. Salté la parcilla temblando, entre las miradas de los veteranos. El Calichero, siempre inspeccionando el campo, me puso la mano. Le eché el patacón. Como notó que era nuevo en el miradero, me apretó el hombro para que me arrodillase. Y tomando las sayas con las dos manos, alzó suave las cortinas del teatrillo, hasta dejarme encarado con la cuña de los muslos —tenía los cenojiles muy bajos— que acababa en un hondo oscurísimo… Apenas empecé a acomodar los ojos a aquel Montesinos, bajó el telón y me dijo:
—¡Espabila!
Volví colorado, no muy cierto de haber visto algo contable. Los amigos me miraban con la risa maliciosa.
—Hale, vamos —dijo el de la boina del rabillo largo.
Cuando pasada la parcilla volví la cabeza, el cuartillejero ya estaba otra vez en el serijo, haciendo su pleita. Y la Bernarda, con la silla vertical, dándole a las agujas en espera de nuevos miradores.
Para acabar la tarde, detrás de un bombo nos contamos lo que vimos, y Jesusín, que era el más desarrollado, a petición del chico de la boina con el rabo largo, haciendo grandes esfuerzos y poniéndose muy colorado —él de pie y nosotros sentados— entre la envidia de todos, consiguió enseñarnos una gota blanca de su hombría.
… Ya digo que, aunque no hacía frío, el cielo estaba nublasco y el campo sin colorines.