PAÍS RELATO

Autores

francisco garcía pavón

desde el balcón

Cuando volvía mi padre del trabajo a eso de la una, si hacía buen tiempo, nos asomábamos al balcón del comedor. Él se ponía de brazos sobre la baranda, y mi hermano y yo, a su lado, metíamos la cara entre los barrotes. Si el sol venía muy derecho, mi padre se bajaba un poco el sombrero sobre las cejas, y a lo mejor ponía un pie sobre los hierros, como si fuese a montar en bicicleta.
La gente que pasaba por la acera del sol, que caía debajo de nuestro balcón, no nos veía. Pero nosotros sí que les veíamos el cogote, o el pliegue del sombrero, o el pañuelo de la cabeza, o el redondel negro de charol si eran guardias civiles o carabineros de aquellos que llevaban una gorra alta, llamada «ros», y les ponían una pluma muy alta los días de fiesta nacional. Daba gusto ver a los sujetos acercarse por la acera del sol hasta que se ponían bien debajo de nuestro balcón, y entonces mirarles a lo alto de sus cabezas. A lo mejor algunos se paraban a hablar allí debajo y los veíamos mover las manos. Y una vez uno sacó un reloj y, desde arriba, recuerdo la esfera blanca y la cadena.
En la acera de enfrente daba la sombra y muchos de los que pasaban saludaban a mi padre:
—¿Qué, tomando el sol un poquito?
—Ea.
Desde nuestro balcón, hacia la derecha, se veía la plaza como un escenario lleno de sol, moteado de figurillas, es decir, de hombres que parecían muy pequeños desde donde estábamos. Al fondo, la fachada del Ayuntamiento y la fuente de cemento con sus chorros cansinos, de los que bebían los pobres forasteros que venían por las vendimias.
Hacia esta hora salían los empleados del Banco Central, que estaba un poco más allá, en la acera de la sombra. Y se les notaban ganas de estirar las piernas y a lo mejor de tomar una caña. También cerraban el comercio de Belda a aquellas horas, y un dependiente que parecía gordo, se quedaba siempre en la puerta como no sabiendo para dónde tirar. El hombre, luego, sin venir a cuenta, se sacudía los bordes de los pantalones y, claro, echaba a andar como siempre, hacia la plaza.
En la casa de enfrente vivía Miguel Bolós, y a través de los cristales de su mirador lo veíamos ir y venir, paseando. A lo mejor se paraba ante los cristales y echaba una ojeada a la calle, pero en seguida volvía a sus paseos. Seguro que no se asomaba a su mirador porque aquellas horas no daba el sol.
Yo no sabía lo que pensaba mi padre con el sombrero sobre las cejas y el cigarro en la boca. A lo mejor no pensaba en cosa fija y se limitaba a saludar a los que pasaban y nada más. Aunque algunas veces se descuidaba y decía alguna frase para él solo, a media voz.
Había momentos en los que se quedaba la calle completamente desierta. Entonces se oía más el bullir de las golondrinas que tenían el nido en nuestro tejado, justo encima del balcón. Y algunas veces alzábamos los ojos mi hermano y yo por si les veíamos asomar las cabecillas… Sí; había momentos en los que se quedaba la calle completamente sola, pero pocos, porque en seguida aparecía alguien que venía de la plaza hacia la glorieta, o al revés. Si mi padre estaba de humor, nos contaba algo de cuando él era chico. Y otras veces canturreaba unos compases de zarzuela que siempre repetía.
Desde el balcón oíamos que la Chon ponía la mesa, siempre dando golpes con los platos, los vasos y los cubiertos. Mi madre se quedaba sola en la cocina, allí, en la otra punta de la larga galería.
A la una y media mi padre entraba y ponía la radio de pilas. Y así que sonaba lo suficiente —primero hacía muchos pitidos— y decían aquello de: «E. A. J. 7. Unión Radio Madrid» y empezaban a explicar noticias del Gobierno, mi padre se volvía al balcón, y como estaba abierto de par en par, se oía muy bien lo que le pasaba al general Primo de Rivera. O aquel anuncio tan gracioso que decía: «Junto a Segarra, todo el mundo callao».
Hasta que por fin, a eso de las dos, cuando ya le habían hecho la entrevista a Carmen Díaz y todo, llegaba la Chon con la fuente de la comida y mamá detrás. Lo notábamos muy bien por el son de los dobles pasos y el olor de los vapores del guiso, que llegaba hasta las mismas barras del balcón.
—Cuando queráis —decía mamá.
—Ha llegado la «comedia» —decía papá.
Y casi siempre ocurría esto en el momento en que Vicente Pacheco, que también vivía enfrente, pero en el piso de abajo y tenía un comercio de tejidos, salía a la puerta de su casa, y después de encender un cigarro y guiñar los ojos un par de veces, se iba hacia el casino con pasos muy tranquilos por la acera del sol, si era día fresco.
Al entrar en el comedor, mi padre se quitaba el sombrero y lo dejaba sobre una silla.
Comíamos con el balcón entornado. Mamá contaba cosas de la mañana. A ratos no hablaba nadie y sólo se oía la radio, que, como digo, de vez en cuando hacía unos pitidos suaves. Y luego, cuando no hablaba nadie y la radio se terminaba, sólo se percibía el ruidete de las golondrinas del nido que estaba encima del balcón.
Poco antes de las tres, papá se volvía a poner el sombrero para ir al casino. Mi hermano y yo, con los cartapacios colgados del hombro, lo acompañábamos hasta la esquina de la confitería de la Mariana. Allí torcíamos por la calle de Belén hacia las escuelas del Pósito, y papá seguía solo por la acera del sol, camino de la plaza.