El veterinario don Jerónimo Manzano fue tío carnal mío hasta el día de su muerte. Mientras vivió y alcancé a verlo —aunque yo era muy niño— le tuve en mucho aprecio y hasta soñaba en imitarlo paso a paso cuando Dios me diese más años. Hoy, lejos ya de aquella deslumbrante admiración, lo recuerdo con mucho cariño, y al pensar en sus cosas, una sonrisa de muy tierna comprensión me rebaña los labios.
Otra cosa no tendría mi tío Jerónimo, pero madrugador sí que era. Antes que se viese un pelo de sol sobre los tejados del pueblo, ya estaba el hombre en la plaza… tosiendo, carraspeando, fumando y hablando a voces con unos y con otros. Las beatas que iban a la primera misa, bien que veían a don Jerónimo con su prieto bigote borgoñés, su «queso» de paja amarilla, su cuello duro de picos redondos, corbata verde con alfiler de rubí y botas enterizas de color corinto… Era más bien alto, ágil de miembros y de naturaleza nerviosa… Para todo el mundo tenía su requiebro y su cháchara…; para el que iba de lejos, su despellejamiento, porque en tocante a lengua no tenía parejo.
Al cuajar la mañana, cuando sus dependientes abrían el banco de herrar y clínica veterinaria, que estaba en un rincón de la misma plaza, don Jerónimo entraba en su despacho, que estaba sucio y destartalado, y entre el microscopio, probetas y palanganillas, se tomaba el café y los churros que le traía su moza en una lechera de porcelana desconchada. Después de la colación, solía don Jerónimo enganchar en el tílburi de mimbre a su caballo «Lucero» y hacer con él las animalescas visitas que hubiese menester, o simplemente paseaba arriba y abajo el pueblo unas cuantas veces, hasta que, aburrido, volvía de nuevo a la plaza, estación más constante de su vida, y donde permanecía el resto del día, habla que te habla, sobre todo lo humano y divino que pasase por aquel corazón del pueblo… Y es que no es explicable la vida de mi tío sin la plaza como escenario… ni el caballo «Lucero» como animal de fondo.
El día que enterraron a don Jerónimo, cuando pasaban su cuerpo por la plaza de la Constitución, a eso del anochecer, yo, que aunque muchacho iba en el duelo, sentí una grandísima congoja por él, que nunca más volvería a aquel redondel municipal, donde había pasado lo mejor y más de su vida… «Éste es el gobierno del pueblo», solía decir él de su plaza.
Pero lo del caballo «Lucero» es otro cantar. Don Jerónimo siempre tuvo caballo y blanco. Lo tuvo para hacer las visitas, según él; pero lo tuvo, y esto sobre todo —los demás veterinarios del pueblo hacían las visitas a pie—, porque después de desayunarse le entraban tales ganas de pasear arriba y abajo, que no podía remediar el enganchar su «arre» —como dije antes— y estarse un par de horas por calles y carreteras hasta que maduraba el día… Siempre tuvo caballo y blanco, y siempre le llamó «Lucero». Tres «Luceros» le conocí yo, pues aunque el gitano que le vendía la bestia le jurase que su mercancía nunca atendería por otro nombre que no fuese «Brillante» o «Corbeto», después de cruzadas las manos, «Lucero» se llamaba el jaco, mal de su grado y el del gitano, que así era de suyo mi tío Jerónimo.
El peor «Lucero» que yo le conocí fue el tercero y, ¡ay!, el último que gozó mi pobre tío. Era alto de marca, duro de perfil, «escurrío» de nalgas y largo de cuartillas. No resultaba caballo muy fino ni muy simpático; sin embargo, el veterinario gustaba de él, porque era «un caballo serio y muy poco amigo de confianzas»… Y este tercer «Lucero» fue el que le secuestraron una mañana de verano.
Cuando aquel día mi tío fue a abrir el herradero a los oficiales, se encontró con la cerradura saltada y el postiguillo de la portada entreabierto. Oliéndose la tostá, entró en la cuadra venteando a su «Lucero» y se la encontró vacía.
Unos minutos después el teniente comandante del puesto de la Guardia Civil y el cabo de segunda, se «personaron» en mi casa con el tío. Sacaron de la cochera el Forinche color aceituna y sin capota, que tenía mi padre, y montamos en él. Conducía mi primo, y yo no sé por qué me llevaron a mí.
El cabo, pelirrojo y con ojos de gorrino, iba sentado delante con mi primo. Yo iba detrás, entre el teniente y mi tío, que enrabiscado por el robo, no dejaba de soltar tacos a media lengua y amenazar con la mano a yo no sabía quién. Por cierto que, refiriéndose al ladrón, decíale, entre otras cosas de más monta, «gentuza», y lo decía con el mismo tono y rabia con que solía increpar a los socialistas, que eran sus peores enemigos. Pues bueno es saber que mi tío fue toda su vida un carca a machamartillo. Por lo menos así lo decía él, aunque su «carquez» era muy especial, ya que no tragaba a los monárquicos, se reía de los carlistas, insultaba a los curas con muy puercas razones y en su vida fue a más misa que a la de casarse… Así es que sus sentimientos, que no ideas políticas, eran personalísimos y anárquicos, como los de todo buen ibero.
El teniente Corrochano, que así se apellidaba el comandante, era bajito, casi negro, y con menos chichas que un punzón. Tanto que el tricornio no se lo colaba hasta la nuca gracias a las gárgolas de las orejas. Las piernecillas —no muy derechas— le bailaban en los rollos de los leguis, como bastón en bastonero. Por lo demás, el teniente Corrochano era feo y siempre estaba haciendo guiños y meneos, como si una docena de sanguijuelas le estuviesen chupando por todo el cuerpo.
Nos asomamos a las tres carreteras del pueblo y preguntamos a las gentes que por ellas venían si habían visto un caballo de tales y cuales trazas. Como en ninguna nos dieron razón, nos metimos vereda adelante.
Íbamos a buen paso de Ford. Corría un vientecillo que levantaba los pelos, y además, como íbamos contra saliente, apenas podíamos abrir los ojos, por lo muy tendido que nos llegaba el sol. Mi primo tenía que empantallarse la cara con la mano izquierda para ver las revueltas y trías de la vereda… El teniente, con los ojos cerrados, seguía haciendo guiños. Y yo pensaba si haría igual dormido.
El Forinche sonaba bastante y echaba de cuando en cuando unas pedorretas por el tubo de escape, que asustaban a los pájaros del camino. El sol rebrillaba sobre el charol de los tricornios como sobre cristales. El llano se veía verdoso y fresco, cuajado de primavera todavía.
Sí llevaríamos media hora de vereda cuando un hombre que venía adormilado sobre un carrillo con toldo, nos dio razón de que a cosa de media legua habíase encontrado con un mozo alto, subido en un caballo blanco con las señas del «Lucero». Aseguramos la marcha, y ya con aquel aviso marchamos más confiados.
Yo iba deseando que acabase la excursión, porque mi tío, con tanto blasfemar entre muelas, y el teniente, con aquel no estarse quieto, me llevaban muy soliviantado, amén del cierto temor que yo tenía de que hubiese tiros en la captura del caballo.
De pronto el cabo señaló hacia la derecha. En efecto, atado a la ventana de una casilla que había en medio de una viña, a cosa de cien metros de la vereda, estaba un caballo blanco. Metieron el Forinche por la linde que dejaba una anchura regular y, antes que se apercibiese nadie, habíamos parado en la puerta de la quintería, con el teniente Corrochano a la cabeza, que se precipitó en la cocinilla, o primera pieza de la casa, con mucho empuje y osadía… Mi tío, que había conocido a su «Lucero» al primer golpe de vista, quedóse fuera con él haciéndole caricias y comprobando su integridad.
Nada más entrar en la cocinilla nos dimos de manos con el cuatrero, que estaba sentado junto a la chimenea de campana tostando un trozo de pan que tenía pinchado con una navaja. Al vernos entrar, y particularmente a los guardias, se quedó lelo, temblón y más blanco que una cebolla. Así, de primeras, no le dijeron nada; todos nos quedamos de pie mirándolo. Él, con la navaja y el pan pinchado en la mano, nos miraba también como si fuéramos apariciones. Mi tío, que entró en aquel trance contemplativo, rompió, al verlo, con estas voces:
—¡Si es el gentuza del «Pernales»!
El «Pernales» era un mozo más bien alto, fuerte, despeinado, con los ojos muy saltones, la boca torcida por un parálisis y sin pulgar en la mano derecha. Estaba en mangas de camisa.
Acudió el casero, y el teniente Corrochano, sin decirle todavía al «Pernales» esta boca es mía, pidió sillas para todos. El casero las arrimó, bastante medroso de que fuese a tocarle algo de lo que allí se estaba cerniendo.
Nos sentamos. Mirábamos todos al teniente con cierta expectación, aguardando algo muy teatral después de tanto silencio. Él lo sabía y daba largas al negocio. Se puso luego a hacer un pitillo, sin pararse poco ni mucho en el «Pernales». Se veía que Corrochano estaba meditando un golpe de efecto que no le llegaba tan aína. Por fin, el cabo, más impaciente, preguntó:
—Mi teniente, ¿lo caliento algo?
El teniente meneó la cabeza muy serio, sin dejar de hacer guiños y mientras encendía el cigarro.
Después de las primeras bocanadas de humo, Corrochano se dignó dirigirse al cuatrero:
—La verdad, «Pernales», es que no vas a aprender en la vida a ser ladrón. ¡Mira que venirte por la vereda! Eso no se le ocurre a nadie.
Todos callábamos. El «Pernales» resollaba de miedo. El casero trajo una bota de vino y unos cortadillos de queso. Comenzamos a pinchar. El cabo le cogió el pan tostado al «Pernales» de un manotón. Picábamos y goteábamos en silencio. Mi tío, de cuando en cuando, le echaba un vistazo a su «Lucero», pues le preocupaba mucho el que sudando estuviese parado en la sombra. El «Pernales», sin dejar de mirarnos con sus ojos turbios y cobardes, resollaba como un perro cansado. Al cabo de un rato, el teniente volvió a su cantinela:
—Muy mal ladrón eres, «Pernales»; eso de venirte por la vereda no se le ocurre a nadie.
Al cabo de un buen rato, cuando consumido el queso y floja la bota todos empezamos a decir cosas y a olvidarnos un poco de la situación, pues hasta el «Pernales» parecía querer hablar, el teniente, con la bota vacía, se levantó de la silla y le dio tres o cuatro botinazos en la cara al «Pernales», que más por el susto que por el dolor, chilló como un gato.
Luego de esto volvió un silencio negro a la cocina. Al «Pernales» le salía mucha sangre de la nariz y de puro miedo no se determinaba a pasarse la mano por ella. Fue en medio de este silencio y susto de todos cuando el teniente, con voz de hallazgo, dijo al casero:
—¿Tendrás por ahí una cuerda de cáñamo?
—Sí, mi «tiniente».
—Pues échala en remojo.
A ello se fue el casero y volvió al poco:
—Ya está, mi «tiniente».
Estuvimos todavía hablando un buen rato sobre la «canalla», los «malhechores» y los socialistas. Y el pobre «Pernales», mientras estas pláticas de entremés y espera, nos miraba receloso, apenas sentado en el borde de la silla, sorbiendo de las narices, que le manaban muchas gotas de sangre, como un perro acorralado, y con todo el miedo del mundo en sus ojos. Todavía le dijo el teniente Corrochano otra vez aquello de:
—Parece mentira, «Pernales», y qué mal ladrón eres…, etc.
Luego mandó el teniente que le trajesen la cuerda. Así lo hizo el casero. Era bastante larga y delgada, casi guita. El teniente, después de mirarle bien, se la dio al cabo:
—Átele las manos, pero a conciencia.
El cabo, que ya tenía ganas de acción desde que llegamos, le juntó las manos al «Pernales» en forma de cruz, y ayudándose de las rodillas, le arriató las muñecas hasta saltarle sangre por varios sitios. El demonio del cabo, con sus manazas rojas y pecosas, no se daba paz a atar. Estirando, estirando, se ponía colorado como cangrejo.
Cuando estuvo todo hecho, el teniente se levantó con mucha prisa y dijo que nos íbamos. Montaron al «Pernales» en el auto a fuerza de empujones. Y el cabo se subió en el caballo. Emprendimos el regreso. La mañana estaba ya más que en sazón. El auto levantaba mucha polvareda, y bastante detrás, entre una nube muy cerrada de polvo, se entreveía al cabo sobre el caballo, con las piernas desmayadas por falta de estribos, y un lunar de reflejo en el tricornio. El «Pernales» venía con la barbilla clavada en el pecho, la greña sobre la frente y retorciéndose por el mucho dolor que debía darle la guita mojada.
Mi tío seguía blasfemando a media voz y al viento, ora contra esto, ora contra lo otro. Corrochano dormitaba al compás del traqueteo del auto y yo miraba de reojo las sanguinolentas muñecas del «Pernales».
Muy detrás, muy detrás, como un punto envuelto en sol y polvo, quedaba el cabo pelirrojo, montado sobre «Lucero», sobre la reseca mesa de la llanura.
… Al entrar en el pueblo, la gente nos miraba de reojo, no sabría decir si con respeto o con miedo…