PAÍS RELATO

Autores

claude seignolle

el hombre que no podía morir

Sucede a menudo que se atribuyen demasiadas cosas al diablo.
Sí… Me parece oír todavía los comentarios de aquellos aldeanos de Besse, en Auvergne, cuando pasaba aquel anciano arrugado y agresivo, el cual, a pesar de su edad, andaba sin descanso de un lado a otro de la región.
Yo era muy joven; ha pasado mucho tiempo, pero todavía oigo los sarcasmos populares.
—¡Ah! ¡Míralo! ¿Adónde irá esta vez?
—¡Nunca estaremos tranquilos! En la época del abuelo, se dedicaba ya a espiarlo todo… El diablo no quiere soltarlo.
—¡Vaya! Nuestra abuela decía que en tiempos de su propia abuela ya andaba por ahí, tan viejo y tan curioso como ahora… ¡Cualquiera adivina su edad! ¿Qué clase de pacto habrá firmado? Y ¡quién sabe si en perjuicio de todos nosotros!…
Eso era lo que la gente pensaba y decía.
Pero él, indiferente, sin duda inmunizado contra la agria ruindad colectiva, pasaba silencioso, se detenía, refunfuñaba y observaba severamente el menor detalle de las cosas y de las gentes. ¿Su edad? Indefinible. Con aquella piel apergaminada, podía sobrepasar el siglo. Pero él ocultaba sus años como una vergüenza. Y tenía un aspecto triste…, muy triste.
Todo lo que se rumoreaba acerca de él y de su edad increíble, gracias a un pacto con el diablo, no me sorprendía en absoluto e incluso me atraía, porque mi curiosidad exigía que investigara hasta el fondo todos los secretos que me rozaban. Sabía, sin saberlo, que aquel hombre podía ser muy bien una especie de leyenda viviente.
El anciano dormía en una pequeña barraca construida con piedras y pegada a la pared del cementerio. Era difícil encontrarle en aquel agujero, que un perro hubiera rechazado. Pero yo tenía paciencia; y un día conseguí sorprenderle allí. Sus pies asomaban por la abertura. Estaba durmiendo.
Me arrodillé y me incliné hacia el interior para contemplarle como se contempla un milagro: el viejo Satanás momificado, acostado en un relicario de beatitud… Roncaba como un buen mortal. Unas moscas se paseaban por su rostro y por sus manos. Su fatiga era tal, que dejaba en paz a los fastidiosos animalitos y dormía todo el cansancio de la humanidad.
Inadvertidamente, tropecé con uno de sus pies. Se despertó, pero en vez de mirarme inmediatamente, se volvió hacia el fondo de su agujero e interrogó a la pared, como si fuera una persona.
—¿Qué queréis de mí ahora? —preguntó, con voz hastiada.
—¡Perdón! —murmuré entonces, atrayendo su mirada hacia mí, el culpable.
Acabó de incorporarse y, sorprendido de mi osadía al llegar hasta él, en aquella semitumba, me ordenó que me largara en seguida. Me di cuenta de que tenía miedo, no de mí, sino de alguna cosa, porque volvió a mirar la pared del cementerio, esta vez con una expresión de temor en los ojos.
—¡Márchate! ¡Márchate! —murmuró, en lugar de gritármelo—. ¡Márchate! Va a venir alguien.
Desconcertado, miré a mi vez la pared. Estaba medio abierta por una rendija de labios musgosos. A través de ella veíase todo el camposanto, lleno de cruces, pero vacío.
—¡Márchate de una vez! —gruñó de nuevo entre dientes.
Si no me había marchado ya, era porque estaba paralizado por la curiosidad. Y también porque me daba cuenta de que el anciano prestaba oído a lo que le llegaba a través de la abertura.
Entonces, a mi vez, me pareció percibir un agrio zumbido; una especie de lamento y, en mis oídos, el eco de unas sílabas articuladas con desesperado esfuerzo… Hasta el punto de que se me impuso la idea de un Infierno cercano, llenándome de espanto.
Pero escuché, a pesar de mi terror, y creí entender algo como: «Vete inmediatamente… a casa de la nieta…, de mi nieta…, y trata de averiguar si su futuro esposo aportará al matrimonio los campos de regadío… Vuelve pronto a decírmelo…»
Miré con todas las fuerzas de mis ojos. No había nadie en ninguna parte. Nadie más que el anciano y yo.
El anciano se levantó, interrumpido su descanso, y antes de marcharse me dijo:
—Ahora ya lo sabes, pequeño… Ellos no me dejarán morir nunca. Ellos han muerto, pero conservan la curiosidad de saber lo que ocurre en sus hogares… ¡Es posible que no supieras que los difuntos son así! Nunca debí aceptar su propuesta: hace dos siglos que se han hecho cargo de mis deberes de muerto, a fin de que permanezca vivo y sea su mirada sobre la tierra…
¡Cuando pienso que en la aldea decían que había hecho un pacto con el diablo!
¡Vamos!
¡Qué ignorante puede ser la gente!
¿Con el diablo?
No: con los propios hombres.