PAÍS RELATO

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august derleth

el huésped invisible

El coche que le trajera hacía ya rato que habíase desvanecido tras la cresta de la lejana montaña. Sin embargo, Gerald Paxton seguía contemplando la casa estilo inglés, rodeada por un rocoso y encantador jardín. La puerta de la residencia estaba parcialmente abierta. A través de una de las vidrieras de la terraza podía ver a Michael Sanbury, escribiendo afanosamente. Por el jardín avanzó el hombre de confianza de Michael que, según recordaba Paxton, se llamaba Jenkins.
—Buenas tardes —saludó—. Es usted el señor Paxton, ¿no? El señor Sanbury le está esperando. Tenga la bondad de pasar.
—Muchas gracias, Jenkins.
—Será mejor que pase por la puerta vidriera, señor. Creo que el señor Sanbury está en la biblioteca.
Paxton dirigióse lentamente hacia la terraza, a la cual daban las encristaladas puertas de distintas habitaciones. Jenkins dirigió una mirada a la pala que sostenía entre sus manos y regresó al jardín, donde había estado trabajando. Paxton vaciló un momento antes de entrar en la biblioteca. Tuvo que dar varios pasos dentro de la estancia antes de que su presencia fuera notada por Sanbury, que estaba rodeado de papeles y volúmenes.
—¡Mi querido Gerald! ¡Qué sorpresa!
—Tengo una gran satisfacción de volver a verte, Michael.
—Siéntate donde puedas.
—Creí que debía venir a saber qué era de tu vida y a enterarme de por qué te habías encerrado en este edificio.
—Estoy gozando de la vida tranquila, Gerald.
—Pero esta casa no es tuya, ¿verdad?
—Lo es. Te sorprende, ¿eh? Mucho más me sorprendió a mí cuando me enteré de que era mía.
—¿Y cómo fue?
—La heredé de mi abuelo. Deberías haber visto cómo estaba cuando la vi por primera vez. Una verdadera ruina. Con ayuda de Jenkins la he convertido en un lugar habitable.
—Ya lo he notado. Sobre todo tu jardín rocoso.
—Insistí mucho en que me hicieran un buen jardín. Las rocas abundaban mucho aquí.
—¿Es muy vieja la casa?
—No sé. Creo que la mandó construir mi abuelo.
—No recuerdo haber oído hablar nunca de tu abuelo.
—No es fácil que hayas oído hablar de él. Desapareció de este lugar cuando yo era niño. Por cierto, que su desaparición dio origen a un rumor según el cual esta casa tiene un huésped invisible. Realmente, las circunstancias de la desaparición de mi abuelo fueron muy extrañas. Desvanecióse de este edificio mientras todas las salidas estaban vigiladas. No quiero decir que hubiera centinelas en ellas, sino que todos los huéspedes y criados se hallaban repartidos por casualidad cerca de las puertas. Jamás volvió a saberse nada de él.
—Una historia muy curiosa. Me recuerda la de Roxy Gamburn, el falso científico.
—Debo recordarte que Roxy Gamburn era mi abuelo. El padre de mi madre.
—¡Perdón, Gerald!
—De nada. Ya sé que no gozaba de muy buena fama.
—Creo que circularon rumores bastante desagradables acerca de él. Que yo sepa, jamás pudo probarse nada.
—No, nada se probó; es verdad. Su nombre estuvo unido a la desaparición de varios muchachitos de la región.
—Fue cuando se armó aquel revuelo tan grande acerca de los vampiros, ¿verdad?
—Creo que sí.
Michael Sanbury levantóse lentamente, ahogando un bostezo.
—Deja que te acompañe a tu habitación. Creo que Jenkins está fuera en el jardín.
—Sí, le vi al llegar. Fue él quien me dirigió aquí.
Los dos hombres salieron lentamente de la biblioteca.
No era aquel el edificio que Gerald Paxton se había imaginado. No quiere decir eso que sufriera ninguna decepción. En absoluto. Pero a pesar del gusto con que todo había sido arreglado y los hermosos alrededores, había algo que repelía instintivamente. Michael le destinó una amplia habitación que en un tiempo había sido el estudio de su excéntrico abuelo. Estaba amueblada de nuevo, con perfecto gusto y armonía en los detalles. A pesar de la aparente dureza del lecho, Paxton durmió de un tirón, y así lo anunció a su huésped a la mañana siguiente.
—Me alegro de que te haya gustado —dijo Michael—. Pensé que tal vez te despertarías durante la noche. No has oído ningún ruido, ¿verdad?
—Creo que jamás había dormido mejor. No he oído el menor ruido. Siempre duermo como un tronco. ¿Por qué me lo preguntas?
—Jenkins tiene la desagradable costumbre de vagar por la casa durante la noche. Me ha despertado infinidad de veces y le he reñido; pero él no se ha inquietado por ello. Sabe que no le despediré, pues es un hombre inapreciable.
—Hace años que está a tu servicio, ¿eh?
—Doce. Mi hermana ha intentado arrebatármelo un par de veces; aprecia mucho su valor.
Los dos hombres salieron al pedregoso jardín.
—Una de las pocas cosas que tengo contra Jenkins es que cree la estúpida leyenda de que la casa tiene un huésped invisible.
—¡Qué cosa más extraña! Jenkins parece un hombre sensato.
—Lo es, Gerald; demasiado sensato. Pero tiene la manía de que hay alguien en la casa. No alguien, sino algo. Por ello se pasa las noches en blanco, yendo de un lado a otro; está empeñado en descubrir al huésped.
—¿Hay algún motivo que explique su actitud?
—He estado reflexionando y creo que mi abuelo tiene algo que ver con esto. Jenkins trabajó dos años a sus órdenes. Es curioso que jamás quiera hablarme de mi pariente.
—Vaya; tu Jenkins se está convirtiendo en un ser misterioso.
—¡Y tanto! Hace dos años que vivimos juntos y no sé de él más de lo que supe el primer día que yo quisiera rejuvenecer la casa; pero cuando vio que estaba decidido a realizar las obras, se rindió sin pronunciar otra palabra. Desde entonces no ha vuelto a protestar.
—¿Crees que me contestaría si yo le interrogase?
—Prueba a hacerlo.
—Lo haré. No creo que resulte nada malo.
Dos días más tarde, el inimitable Jenkins empezó a ser permanentemente molestado por Gerald Paxton, que tomó sobre sí la tarea de desentrañar el misterio. Los dos hombres se hallaban en el jardín. Jenkins arrancando las hojas secas de un rosal. Paxton de pie junto a él.
—¿Es verdad que el viejo dueño de todo esto raptaba los niños para sus experimentos?
—Mentira señor; el señor Camburn no era malo. Si podía evitarlo era incapaz de hacer daño a nadie. Claro que a veces le era imposible evitarlo.
—¿Qué quiere decir?
—En ocasiones me decía que necesitaba seres vivos para alimentar a su favorito.
—¿Qué clase de favorito era ese? ¿Algún perro o gato?
—Lo ignoro señor. En secreto le diré que el señor Camburn estaba un poco chiflado. Jamás vi a ese favorito de quien él hablaba; pero durante la noche oía rumores muy extraños. Y cuando interrogaba acerca de ellos al señor, me contentaba riendo que había estado alimentando a su favorito.
Jenkins inclinóse, dirigiendo una nerviosa mirada hacia la casa Enseguida volvióse hacia Patxon.
—Es muy raro, señor. Desde que murió el viejo y el señor Sanbury vino a vivir aquí he oído constantemente ruidos en el edificio.
—¿Qué clase de ruidos?
—De distintas clases y muy difíciles de describir. Uno de ellos, el más continuo, es semejante al que produce una esponja empapada de agua al ser tirada con fuerza al suelo.
—¿Ha registrado la casa, Jenkins?
—La he registrado tanto que podría recorrerla con los ojos vendados. Me he levantado más de una vez durante la noche y he ido desde el ático a la bodega; lo único que he conseguido ha sido irritar al señor Sanbury.
—¿Y de dónde previenen los ruidos?
—Es difícil asegurarlo, pero creo que vienen del sótano o de debajo del sótano, si es posible.
Michael Sanbury apareció en la terraza y dirigióse hacia el jardín. Jenkins inclinóse sobre el rosal. Paxton le dijo al oído:
—¿Qué le parecería Jenkins, si mañana, aprovechando que Sanbury se va al pueblo, registrásemos los dos?
—El señor le dirá que le acompañe.
—Fingiré que no me encuentro bien.
—Perfectamente, pues, señor.
Michael Sanbury se acercó y, cogiendo del brazo a Paxton, lo arrastró hacia el otro extremo del jardín.
—¿Has descubierto algo? —preguntó.
—No. Es curioso; no quiere hablar en absoluto del viejo.
—Lo que me figuraba.
—A propósito, Michael. ¿A qué se dedicaba tu abuelo?
—Creo recordar que al cultivo de bacterias.
—¡Oh, sí! Fue él quien escribió aquel artículo que echaba por tierra las teorías de sir Crischton Cookes.
—No recuerdo.
—Sí, indudablemente era él.
A última hora de la tarde siguiente, Paxton y Jenkins terminaron su metódica búsqueda en la bodega de la casa de Michael Sanbury. No habían descubierto nada. Paxton empezaba a burlarse interiormente de Jenkins. Pero este continuaba firme en su creencia, y en aquellos momentos examinaba la pared final del sótano. Tenía los ojos entornados y movía la cabeza de un lado para otro.
—Me parece que esta bodega era mayor cuando yo trabajaba a las órdenes del señor Camburn.
—Esa pared parece más reciente que las otras. ¿Por qué no la golpea para ver si suena a hueco?
Jenkins obedeció enseguida. Sus golpes resonaron fuertemente. Era indudable que se trataba de un tabique, no de una pared maestra.
—Es indudable que detrás hay un hueco —dijo Jenkins—. ¿Qué hacemos?
—Supongo que Sanbury aun tardará bastante rato. Creo que podemos quitar un par de ladrillos y enterarnos de lo que hay al otro lado. Luego los colocamos otra vez.
—Perfectamente. Empecemos, pues.
Jenkins corrió en busca de un pico y regresó a los pocos minutos con él y un martillo. Los dos hombres atacaron el tabique, abriendo en cinco minutos un agujero lo bastante grande para dar paso a un hombre. Unos segundos después ambos se habían deslizado por la abertura y se detenían al borde de un ancho y profundo pozo.
—Enfoque su linterna dentro del pozo, Jenkins.
Un rayo de luz iluminó el cenagoso fondo del pozo.
—¡Barro! —exclamó Jenkins.
—Parece gelatina negra.
—¡Hum!
—Esta es la fuente de los ruidos. En el barro deben formarse burbujas, o acaso la succión.
—Es posible que sea eso, señor.
—Escuche. Parece que alguien anda por arriba. Sanbury debe de haber vuelto. Subiré a reunirme con él. Coloque los ladrillos tapando la abertura. Más tarde la tapiaremos.
Gerald Paxton subió a la biblioteca donde Michael Sanbury, de pie junto a la mesa, se quitaba los guantes.
—He vendido mi novela, Gerald —anunció—. A Sadler, por quinientas libras.
—Te felicito. Por mi parte, no he estado inactivo. Jenkins y yo hemos descubierto el misterioso huésped de esta casa.
—¡No!
—Se trata solamente de un pozo, con fondo de barro, abierto detrás de un tabique del sótano. Jenkins había oído el ruido de las burbujas que forman los gases en el barro. Por eso creía en la historia del huésped.
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—Vaya, menos mal. Por cierto que he hecho preguntas en el pueblo acerca de mi abuelo. Según parece, allí aun le odian. Un viejo profesor me ha dicho que estaba loco de remate. Según él, el viejo tenía la idea de que las bacterias podían ser alimentadas y convertidas en un ente que crecería proporcionalmente a la comida que se le administrara. Se dice que estaba convencido de que una vianda viva aumentaría el desarrollo de la bacteria; y cuando desaparecía algún niño en la localidad (seguramente raptado por algunos zíngaros), se decía que mi loco antepasado era el culpable de su desaparición. Llegó a intervenir la policía, pero jamás pudo probar nada contra él.
—Eso ayuda a aclarar un poco nuestro misterio. Al fin y al cabo no era muy profundo.
* * *
Las campanadas de un reloj situado en algún lugar de la casa llegaron claramente a Gerald Paxton, que estaba medio adormilado en su cama. Fuera oyó el canto de un búho, contestado al poco rato por otro.
Hacía mucho calor y Gerald intentó en vano dormirse. Era ya medianoche. Débilmente llegó hasta sus oídos un sonido parecido al de una esponja chorreando agua tirada contra el suelo. Escuchó. El ruido creció en intensidad; parecía dirigirse hacia él. Entre las nieblas del sueño recordó el descubrimiento del día; la succión de barro en el pozo. De súbito oyó otro rumor, como si alguien caminara por el vestíbulo, desvelado inmediatamente, pensó en Jenkins y en sus nocturnas exploraciones. Preguntóse si Michael le oiría. Otro pensamiento apartó aquel. El ruido sonaba muy próximo. Se incorporó en la cama y escuchó atentamente. De pronto, con toda claridad sonó un disparo y, enseguida, un estruendo semejante al que produciría una enorme masa de gelatina rodando por la escalera del sótano.
Gerald Paxton se levantó, calzóse las zapatillas y cogió su bata. Encendió la luz del vestíbulo y corrió al cuarto de Michael. Este, pálido y con los ojos desorbitados, salió de su aposento con una linterna en una mano y una pistola en la otra.
—Ha sido Jenkins—, dijo señalando hacia la habitación del criado.
A través de la abierta puerta podía verse la cama vacía.
—Pero ¿qué diablos está haciendo ese hombre a estas horas de la noche?
—Estoy acostumbrado a oírle hacer el fantasma, pero nunca había disparado. Ni siquiera sabía que tuviese un arma.
—Parece haber bajado a la bodega.
—Creo que no podemos hacer otra cosa que seguirle.
Michael y Paxton descendieron a la bodega. Michael paseó por ella el haz luminoso de su linterna hasta detenerlo sobre una ominosa abertura en la pared del fondo, y un montón de ladrillos rotos al pie de ella.
Paxton arrancó la linterna de manos de su amigo y corrió hacia el pozo. En el borde de este veíase un revólver. El cañón del arma estaba manchado de una materia gelatinosa, exactamente igual a la del fondo del pozo. Paxton la miró incrédulo. Con la linterna alumbró el barro, de cuya inmóvil superficie llegaba un ruido de potente succión.
Ciego de horror, Paxton huyó, cayendo en brazos de su amigo, que estaba junto al agujero del tabique.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! Necesitamos cemento, Michael; necesitamos cemento para tapar enseguida este agujero.
—Pero ¿y Jenkins? ¿Dónde está?
—Tenemos que abandonar enseguida este lugar, Michael.
—¿Sin...?
—Sí, sí; enseguida. ¡Dios mío! ¡La criatura creada por tu abuelo se ha apoderado de Jenkins!