Seguíamos discutiendo cuando Alfredo detuvo su auto a la sombra de las oficinas del aeropuerto. Lo hacíamos sin violencia. Nada en Alfredo era violento, ni cuando se enfadaba. Durante unos minutos permanecimos sentados a la luz interior del coche. Las enguantadas manos de Alfredo permanecían sobre el volante y sus dulces ojos me miraban pensativos.
—Ya hemos llegado, Laura —dijo—. Pero sigo teniendo la impresión de que ese viaje aéreo es peligroso. Por última vez te suplico que me dejes llevarte a la estación del ferrocarril.
—Y por última vez te repito que quiero pasar todos los días posibles con mi hermano, no viajando.
Solo podía tomarme una semana de vacaciones y mi hermano Felipe se iba a casar a mil quinientos kilómetros de distancia, en Santa Cruz de Tenerife. El único medio de llegar a tiempo era hacer el viaje en avión. Alfredo inclinó al fin la cabeza, dándose por vencido. Nos levantamos y cruzamos la puerta del aeródromo, en dirección a un gran hangar débilmente iluminado. Solo se veía a dos o tres hombres, sin duda mecánicos.
Era yo la única pasajera del aeroplano, que debía trasladarme a Sevilla, donde tomaría el avión de transporte hasta Canarias.
Alfredo me abrazó.
—Telegrafíame en cuanto llegues —me pidió, besándome—. Y ahora, adiós. No me gusta ver cómo marcha hacia el cielo la mujer a quién quiero.
Un empleado se hizo cargo de mi equipaje y lo trasladó al aeroplano, cuyo motor zumbaba como un enorme moscardón, dispuesto a elevarse hacia las nubes.
En aquel momento recordé a Arturo Alba, el primer hombre que se apoderó de mi amor y con quien debía casarme hacía un año, cuando cayó del cielo envuelto en llamas.
Aunque su cuerpo estaba convertido en cenizas, su recuerdo me hacía detener el corazón. A pesar del tiempo transcurrido, no había logrado escapar a su férrea garra; ni siquiera después de habernos encontrado Alfredo y yo, convirtiendo nuestras vidas en una dulce, apacible y comprensiva felicidad.
El piloto estaba ante mí, saludándome como si yo fuera un superior.
—¿Es usted la pasajera para Sevilla, señorita? —preguntó con voz profunda—. Cuando usted guste podemos partir.
—Muchas gracias —contesté.
¿Quién ha dicho que todos los pilotos se parecen, con sus ojos penetrantes y estrechos y sus cuadrados mentones? Aquel aviador era un hombre delgado, cargado de hombros y tan deseoso de complacer a su cliente como podría estarlo un jefe de comedor.
—¿Qué tal viaje tendremos? —inquirí. Movió dubitativo la cabeza.
—Muchas nubes —contestó.
Y, por vez primera, me di cuenta de que la luna debería estar brillando.
Me ayudó a subir a la cabina. Parecía el interior de un vagón de ferrocarril, con sus ventanillas con cristales y sus cómodos asientos. Pero solo había sitio para tres viajeros. Me acomodé detrás del piloto, que se apresuró a asegurarme con el cinturón de seguridad.
—Tal vez tengamos mucho movimiento —explicó.
En un momento despegamos y fuimos ascendiendo. Una mirada lateral me reveló las luces del aeródromo esfumándose en la distancia. Era curioso que jamás hasta entonces hubiera volado, a pesar de haber sido novia de Alba. Y, de haber seguido los consejos de Alfredo, tampoco estaría volando en aquellos momentos. Sin embargo, no experimentaba ninguna emoción; mejor dicho, eran tantos los amigos y amigas que me habían hablado de los placeres de navegar por el aire, que me sentía un poco defraudada.
La luz en el interior de la cabina era demasiado débil para poder leer. Además la vibración de la nave haría incómoda la lectura. Me recosté en mi asiento y empecé a pensar en Felipe y en su próxima felicidad; en el regalo que había comprado para su esposa, una capa de armiño que hubiera deseado conservar para mí. Iba en una de mis maletas. Seguramente le gustaría. Acudió luego a mi memoria el recuerdo de cuando mi matrimonio también estaba próximo. La noticia de la muerte de Alba había sido como una puerta que se cerrase en el momento en que me disponía a cruzarla. Al fin me dormí, soñando que caía el avión.
Me desperté sobresaltada y lancé un grito. El piloto se volvió.
—¿Le ocurre algo, señorita? —preguntó.
—He tenido una pesadilla —repliqué.
—No se asuste. No hay ningún peligro. Son los baches de aire. Voy a remontarme por encima de las nubes.
Indudablemente debía de estar lloviendo, pues las ventanillas aparecían empañadas. El piloto hizo algo con los complicados aparatos que tenía delante y el aeroplano se levantó como si estuviera subiendo una empinada escalera. Pude ver las manos del aviador sobre sus instrumentos. Por lo menos aquella parte de su cuerpo era típica en todos los de su profesión: grandes, fuertes, seguras. Las de Arturo Alba habían sido finas, de dedos largos, más parecidas a las de un cirujano o violinista, y sobre la derecha se dibujaba una cicatriz en forma de Z. De nuevo alejé su recuerdo de mi mente y, poco a poco, me dejé vencer por el sueño que parecía dispuesto a apoderarse de mí.
Mi despertar fue tranquilo. El aeroplano deslizábase suavemente y la luz de la luna brillaba con todo su esplendor. Con un pañuelo limpié el empañado cristal y contemplé el mar de nubes, sobre el cual volábamos, bañado por la plateada luz del astro nocturno. Ahogué una exclamación, tanto de asombro por la belleza del espectáculo, como de terror al pensar en la enorme altitud a qué nos encontrábamos.
—¿A qué altura volamos? —pregunté al piloto.
Empezó a volver la cabeza, lenta, muy lentamente. Y, de pronto, creí que me había vuelto loca.
No fue su delgado rostro el que contemplé, sino la cara de otro hombre a quién conocía muy bien. Mentón cuadrado, labios carnosos, nariz aguileña, ojos oscuros y brillantes; pálido, erguido; en fin, la imagen perfecta de Arturo Alba. Y, sin embargo, no podía ser.
Agudas aristas de hielo fueron clavadas en mi carne por el miedo. Traté de convencerme estúpidamente, como uno trata de convencer a un niño asustado. Aquel hombre no era Alba, cuyas cenizas habían sido enterradas doce meses antes. Era una máscara, una máscara perfectamente hecha, pero no tanto que no se notara su falsedad.
Me incliné hacia el piloto.
—Es una broma demasiado pesada —dije.
El aviador lanzó una breve carcajada, la misma con que Arturo me exasperaba unas veces y me conquistaba otras. Su rostro se mostró lleno de vida y los ojos brillaron con más intensidad.
—¿Broma? —repitió la metálica voz de Arturo—. No bromeo contigo, Laura.
Solo su mano izquierda descansaba sobre los mandos. La derecha apareció ante mi vista. Era una mano delgada, de dedos afilados; ¡y en su dorso veíase una cicatriz en forma de Z!
Todos estos detalles vacilaron ante mis ojos como si se tratase de una cinta cinematográfica muy vieja. Sin embargo, su realidad era innegable. El piloto había cambiado, habíase convertido en una máscara de Arturo. Mi cerebro intentó dominar a mis nervios, con tan poco éxito, como el jefe contra quien se sublevan sus tropas veteranas.
De súbito comprendí la verdad. No recuerdo dónde había leído algo acerca del ectoplasma, acaso en los libros de mi novio actual. Ectoplasma, el aura dirigida por el espíritu que puede tomar forma valiéndose del cuerpo de un ser vivo. Esta debía de ser la respuesta a aquel misterio.
—¿Quién es usted? —pregunté, sabiendo perfectamente quién era.
—¿Por qué dices eso, Laura? —preguntó, burlón—. No veo por qué preguntas.
—Pero, ¿qué quieres? —grité, asombrándome yo misma de la nota histérica de mi voz.
—A ti —contestó—. A ti, desde luego. ¿Creíste que podrías separarte de mí? Morí aquí arriba, Laura. Y desde entonces he aguardado. Tú has subido y ahora volvemos a estar juntos.
Me eché hacia atrás, como si él hubiera hecho algún movimiento para cogerme.
—Pero tú estás muerto —protesté—. Y yo... y yo estoy viva.
—Sí, es verdad —asintió, como quien, discutiendo con otro, reconoce la razón de determinado argumento. Sus labios curváronse en una amplia sonrisa—. Es una lástima que Alfredo no esté aquí. Por cierto que no le quieres tanto como supones.
—Estás en un error, Arturo; amo a Alfredo —dije, haciendo esfuerzos por conservar la serenidad.
—Y a mí no, ¿verdad? —preguntó con acento plañidero, aquel acento que tantas veces había fundido mis enfados.
—No puedo amarte, Arturo. Ahora ya no puedo amarte. Los muertos no pueden amar...
—¿Eso crees? —Su mano izquierda se cerró sobre los mandos, haciendo algo que no comprendí—. Estoy muerto, pero te amo. Te poseeré, Laura. Ahora lo verás.
El avión inclinóse hacia delante y yo me sentí suspendida sobre el abismo, colgada del cinturón de seguridad.
—¿Qué ocurre? —chillé.
El zumbido del motor alcanzó una intensidad indescriptible, trocándose en un silbido terrorífico.
—Estamos cayendo —explicó Arturo, cuya voz seguía dominando al motor—. Dejo que el aeroplano se estrelle.
—¡No! ¡No! —supliqué.
—No notarás nada —dijo, como para tranquilizarme—. La velocidad de nuestra caída aumenta... aumenta... tú pierdes el sentido... te duermes... te duermes... y cuando despiertes...
Aquel silbido lo producían las alas al rasgar el aire. Poco a poco cesó; o acaso era que mis oídos ya no oían. El rostro de Arturo Alba fuese alejando, borrado por la niebla.
—Estaremos juntos allá, encima de las nubes. Laura.
Y la promesa llegaba a mí muy lejana, como desde otro mundo.
De pronto me sentí precipitada hacia atrás, chocando con violencia contra el respaldo del asiento; mil lucecillas se encendieron ante mis ojos. El zumbido del motor volvió a sonar dominante. Y una voz ansiosa preguntó:
—¡Señorita! ¡Señorita! ¿Se encuentra usted bien?
Abrí los ojos. El avión volaba otra vez normalmente. Y el piloto, con las fornidas manos sobre los mandos, me miraba inquieto.
—¿Qué nos ha ocurrido? —pregunté, medio idiotizada.
—No lo sé, señorita. Subí por encima de las nubes y, al llegar a una altura adecuada, quise enderezar el aeroplano; pero no pude. Siguió subiendo. No comprendo cómo sucedió, pues todo está en orden y por lo tanto no pudo ser causado por una avería. Lo cierto es que el aparato subía como si alguien tirase de él.
—¿Y luego?
—Luego me parece que me desmayé, tal vez a causa de la excesiva altitud. Aunque me extraña, porque nada me advirtió el peligro. Fue como si me quedara tranquilamente dormido. Parece estúpido, ¿eh?
—No —afirmé—. Y ¿no recuerda lo que ocurrió?
—En absoluto. No me di cuenta de nada hasta que desperté y vi que estábamos cayendo. Recobré a tiempo el sentido y logré dominar el aeroplano.
Le miré escrutadora.
—¿Cómo se llama usted? —pregunté.
—Miguel Gómez —carraspeó—. Si piensa usted presentar una queja, tiene derecho a hacerlo, señorita; pero mi mujer y mis dos hijos viven de mi sueldo y...
—No pienso presentar ninguna queja —prometí—. Estaba preguntándome, señor Gómez, si conoce usted, por casualidad, a un aviador llamado Alba, Arturo Alba.
—¿Alba? No, me parece que no... ¡Espere! Sí, sí —movió con violencia la cabeza—. Conocí un tal Alba que trabajaba pera las Líneas Aéreas. Tenía la nariz aguileña y una cicatriz en la mano derecha.
—Ese es —asentí.
La luna, en aquel momento, se abrió paso por entre las nubes.
—El tiempo despeja —informó, satisfecho, el piloto—. Esas luces que ve usted ahí son las de Sevilla... Pero ¿qué tiene que ver Arturo Alba con el asunto de esta noche? Murió hace un año.
—¿De veras? —pregunté.
Y, sin poderme contener, solté una carcajada.
El hombre me miró extrañado; pero yo no podía explicarle a él ni a mi hermano ni a Alfredo lo ocurrido allá, sobre las nubes.
Solo sé que jamás volveré a viajar en aeroplano por miedo a que Arturo Alba siga esperándome en el abismo del firmamento.