PAÍS RELATO

Autores

aniceto ruiz

la partida de ajedrez

De mala gana, Méndez movió hacia delante un peón. Su posición era realmente desesperada, y los síntomas familiares de disgusto y malestar empezaron a notarse en él. Esta era la parte mala de ser campeón de la provincia. Tenía que jugar con todos los campeoncitos que pasaban por la ciudad.
El delgado jovenzuelo que se sentaba al otro lado de la mesa hizo entrar en juego al hábilmente oculto alfil.
—Jaque —anunció.
Méndez fingió estudiar el tablero. Aunque no fuese más que por la tradición de la Peña Blanca, tenía que hacer ver que se preocupaba mucho. Parecía haber algo familiar en la posición de las piezas. De pronto su interés se agudizó.; Se estaban acercando al Juego de Albalat.
—Es la primera vez que he visto que las piezas se colocaran así en un juego no preparado —murmuró.
—¿Dice usted...? —inquirió su contrincante.
—Nada, nada; perdone —replicó Méndez—. Recordaba algo.
En un armario de aquella misma sala, y en un estante, veíase una partida sin terminar. Las piezas, de hueso, estaban pegadas con barniz al tablero desde hacía un siglo, y dispuestas de la misma manera que en el partido que Méndez y el joven jugaban, con la sola diferencia de la posición del caballo blanco y el rey negro. Se contaba una historia acerca de aquella partida tan bien conservada.
El primero y más grande de los campeones de la Peña Blanca fue Carlos Albalat, quien, durante su viaje por Europa, asombró a les maestros de ajedrez del Viejo Mundo con el genio de su juego.
Cuando era niño, Méndez oyó la historia de labios de uno que estuvo presente la mañana en que Carlos Albalat, por descuido, se encontró al borde del jaque mate al jugar con un novato de Cadir. Tal vez no fue solo el descuido, pues mientras Albalat estaba sentado, tabaleando con los dedos encima de la mesa, su más íntimo amigo sacó un enorme reloj de un floreado chaleco y, tocando en el hombro a Albalat, le dijo:
—Vamos a llegar tarde, Carlos.
Este se puso en pie de mala gana.
—Según las leyes del ajedrez, al abandonar el cuarto, pierdo esta partida. Pero ¿queréis concederme el honor, caballero, de permitirme terminarla más tarde? Si tuviese tiempo, creo que encontraría una solución.
Su contrincante sonrió ampliamente, complacido de su juego, que había colocado al gran Albalat en un aprieto.
—Pondremos a un lado el tablero hasta que regreséis, señor Albalat —accedió.
—Muchas gracias. Os prometo volver a acabar esta partida.
Pero cuando Carlos Albalat regresó de su viaje hasta una solitaria pradera de las afueras, no podía jugar al ajedrez; en su cerebro había una onza de plomo. Su adversario escapó a Francia, pues los asuntos de honor no eran ya legales.
Como homenaje a su campeón, los directivos de la Peña hicieron barnizar las piezas y las colocaron pegadas al tablero, en aquel armario. A través de los años los socios del club trataban de solucionar el problema, y aunque algunos lograron retrasar más que otros la derrota, al fin todos reconocieron que las blancas no podían perder.
Méndez copió muchas veces el problema y trató de solucionarlo a favor de Albalat; pero en cuanto lo intentaba, invadíale un dolor de cabeza tan intenso que le obligaba a abandonar el juego.
* * *
Méndez, vuelto a la realidad presente, apartó al rey de jaque. Estaba seguro de que el joven movería el caballo. Una especie de sopor, acompañado de la sensación de que ya otra vez se había encontrado en aquel mismo lugar y en las mismas circunstancias, se apoderó de él. El joven movió el caballo blanco.
¡Ya estaba! Después de cien años, y a través de las infinitas combinaciones posibles en el ajedrez, había reaparecido el Juego de Albalat.
A Méndez no le gustaba, en absoluto, lo que pasaba con su cerebro.
—Te estás volviendo tan loco como el viejo Pérez —se dijo.
El viejo Pérez era el guardián del local, un hombre muy viejo que a todos los ruidos que oía les daba un origen ultraterreno. Tanto llegó a molestarle aquella manía, que el día antes Méndez preparó una trampa con sus propias manos, la cebó con un trozo de queso y demostró, con lo cazado, que las culpables de aquellos ruidos eran las innumerables ratas que corrían por los desvanes. El señor Méndez no hubiera querido que alguien supiese que sacrificó un trozo de queso estupendo, porque también él necesitaba convencerse de la verdad.
Méndez observó ahora, con cierto asombro, que su mano movía un peón. No estaba muy seguro de por qué hizo precisamente aquel movimiento. Su contrincante se pellizcó los labios, respiró a través de los dientes, profundamente abstraído y movió una torre. De nuevo Méndez replicó, moviendo una pieza sin aparente necesidad de hacerlo. Esta vez, el joven le miró con fijeza y, antes de replicar, estudió durante varios minutos el tablero.
Los habituales de la Peña, que observaban la partida, empezaron a hacer comentarios en voz baja. Muy deprisa, como si se hubiese ensayado infinidad de veces, Méndez fue moviendo las piezas. El joven hundió la cabeza entre las manos y reflexionó cada vez con mayor ahínco antes de hacer ningún movimiento. Pero, increíblemente, las negras habían pasado a la ofensiva, y las blancas se retiraban.
Cosa de una hora más tarde Méndez hizo el último movimiento.
—Jaque mate —dijo.
Sus amigos le palmearon alegremente la espalda. Su contrincante evidenciaba un profundo asombro.
—Ha jugado usted de una manera increíble —dijo—. ¿Cómo lo ha hecho?
—No lo sé... —empezó el señor Méndez, confuso, pasándose una mano por los ojos.
Un ahogado estrépito llegó del cerrado armario. El viejo Pérez fue el primero en abrir la puerta. El tablero con el juego de Albalat había caído del estante y las piezas se habían desparramado.
—Tenía usted razón, señor Méndez —admitió el viejo Pérez—. Era una rata la que producía los ruidos. Y ha terminado también la partida...
El cerebro del señor Méndez estaba aún confuso por su extraña victoria.
—¿Debo decirle a Pérez que la rata que habitaba en el armario ha sido cogida por mí esta mañana? —se preguntó.