PAÍS RELATO

Autores

aniceto ruiz

la hija del médico

Arturo Robles se negaba a admitir que huía de algo tan intangible como una premonición. Tenía que reposar del exceso de trabajo. Esta era su excusa.
El campo, donde el sol se oculta, donde nunca ocurre nada, era el punto de destino de Arturo Robles. Como de costumbre, tenía prisa, y emprendió el viaje en avión; pero no pudo llegar más allá de Santa Fe. Al aterrizar, ya de noche, en la vieja ciudad, el vuelo fue interrumpido a causa de la tempestad. La compañía de aviación le proporcionó un billete para el primer tren que debía pasar, tren que, casualmente, llevaba un vagón especial en el cual viajaban unos representantes del Congreso en viaje de inspección de las bases navales.
Robles era un hombre delgado, tenso como una cuerda de violín, con la nariz aguileña y los ojos inquietos que incesantemente miraban un objeto u otro. Al llegar a su vagón, colgó el húmedo abrigo y se sentó junto a un fornido hombretón.
El calor, el ruido que producían los demás pasajeros al acomodarse, le produjeron cierta sensación de paz. Pero en su interior continuó la idea de que había sido un estúpido.
Un olor característico a hospital atrajo su atención hacia el hombre al lado del cual estaba sentado. El sujeto vestía con bastante elegancia; tenía los labios carnosos, los hombros anchos y representaba unos cincuenta años. Sus manos eran fuertes, como las de un granjero; pero estaban bien cuidadas y, además, había algo en los ojos de aquel hombre que era familiar a Robles.
Al fin lo reconoció. Era el cirujano más famoso del país. En aquellos instantes estaba entretenido en la contemplación del paisaje a través del vidrio chorreante de agua.
Obedeciendo a un impulso, Robles se presentó.
—Soy el director de La Última Noticia —dijo—. ¿Cómo es que no ha querido hablar con los reporteros acerca del caso Vélez?
El cirujano frunció el ceño.
—El pequeño Vélez saldrá bien —contestó—. Fue una operación muy sencilla... No hicimos más que aliviar la presión sobre el cerebro. No creo que vuelvan a darle ataques epilépticos.
—Eso es una revolución en la cirugía, ¿no? —insistió el director.
—Es posible. Ya se pensó antes en ello. Lo único que requería era el desarrollo de una técnica. Mire —dijo, bruscamente—. Voy a decirle por qué me marcho tan inesperadamente de la ciudad. Estoy... —su voz se convirtió en un susurro—. Llevo a mi hija junto a su madre, a nuestra ciudad.
Aquello parecía referirse a asuntos domésticos y Robles no insistió.
—¿Cree usted en las premoniciones? —preguntó, de pronto.
Algo en su voz hizo que el cirujano le mirase curiosamente.
—Hay muchas pruebas históricas —contestó—. Brujas, hechiceras...
—No, me refiero a personas normales.
—He leído acerca de bastantes casos; pero no conozco ninguno concreto.
—Claro, claro. Yo tampoco. Sin embargo, me ocurre algo raro. Siempre que va a haber una noticia importante... horas antes de que ocurra, noto una tensión muy curiosa en todo mi cuerpo.
El cirujano reflexionó un momento.
—Los sucesos precedentes de un caso de gran importancia, movimiento de tropas hacia una frontera, por ejemplo, podrían hacer presentir el suceso mismo, ¿no es eso?
—No —replicó Robles—. Jamás tengo la menor idea de lo que va a ocurrir ni dónde. Esto es lo malo de ello. A mi pesar he llegado a confiar en esas premoniciones. Nunca me han fallado; pero cada vez la tensión a que se ve sometido mi organismo me deja como un guiñapo.
Robles se sentía más agitado a medida que transcurría el tiempo. Otros pasajeros le dirigían miradas. El cirujano buscó con la mirada otro asiento donde poder aislarse; pero, no encontrándolo, tuvo que permanecer allí.
—Esta mañana, al salir de Buenos Aires, he tenido una de esas premoniciones —prosiguió Robles—. Creo que ese es el verdadero motivo de mi marcha. Pensé que podría escapar de ella. Pero no puedo; es cada vez más fuerte.
El agudo silbido del pito de la máquina señaló el cruce de un paso a nivel. Viéronse las luces de un pueblecito montañés. Robles echó una mirada a su reloj de pulsera.
—Vamos a detenernos —dijo, en voz baja—. Voy a enviar un telegrama.
Llamó al empleado del coche y le pidió impresos para telegramas. En cuanto los tuvo en su poder, escribió rápidamente este mensaje:
Pedro a Gómez —«La Última Noticia» —Buenos Aires—. Prepare todo para edición EXTRAORDINARIA.
Esto era todo. El lápiz de Robles rasgó un poco de papel al firmar apresuradamente.
—Me va usted a hacer creer en sus premoniciones —sonrió el cirujano.
Gruesas gotas de sudor aparecieron en la frente de Robles.
—En momentos así me vuelvo como loco —dijo el director—. Estoy deseando redactar el reportaje, las noticias, todo; pero lo que ha de suceder aún no ha sucedido.
El tren aminoró la marcha al pasar por la estación, y Robles vio cómo el empleado se alejaba con el telegrama. Jugueteó con el lápiz durante los breves minutos que duró la parada. Luego el tren reanudó la marcha.
Por entonces, Robles no podía ya luchar contra la sensación de una terrible e inminente catástrofe. No tenía nada que ver con la lógica. Era para volverse loco, como cuando uno trata en vano de captar un recuerdo. Y el presentimiento tenía la misma fuerza de lo que ya ha sucedido. Era el Destino implacable que no se detendría ante nada. Tenía que aceptar aquel aviso de su naturaleza como algo que no podía dejar de suceder. Y, sin embargo, no sabía ni adivinaba qué sería. De nuevo miró su reloj.
—¡Hace media hora que he enviado el telegrama! —gritó, en voz alta.
Su voz arrancó al cirujano de un profundo sueño.
—¡Está usted temblando como una hoja! —dijo el hombretón.
—¡Tengo que detener este tren! —replicó Robles.
Iba a levantarse, pero el cirujano le contuvo.
—Necesita usted un sedante —dijo el médico—. Está en el borde del histerismo.
Robles no resistió. Como el que teme la mesa de operaciones, se dispuso a aceptar la droga que le daría la insensibilidad. El cirujano apartó la mano con que aún contenía al periodista y rebuscó en su maletín. Sacó un vaso de papel, lo llenó de agua y, junto con una pastilla blanca, lo tendió a Robles.
—Con esto se encontrará mejor —dijo.
Robles se tragó la pastilla.
El traqueteo de las ruedas y el sedante sumieron a Robles en una agradable somnolencia. El cirujano lanzó un suspiro y se recostó contra el respaldo de su asiento. Durante algún tiempo el director del periódico conservó la impresión, cada vez menos fuerte, de que se acercaba a un terrible desastre. Pero al fin la droga alejó el último temor y el sueño total empezó a apoderarse de Robles.
De pronto abrió los ojos y creyó ver una joven que, inclinada sobre él, hablaba al cirujano. Tal vez fuera una fantasía de sus ojos. No estaba seguro. Sin embargo notó que las facciones de aquella joven eran agradables, los labios sensuales, el cutis marmóreo. Se trataba de una verdadera belleza. Su voz sonaba con la claridad de una campana. Robles se esforzó en concentrar su atención en lo que decía.
—¡Papá, papá! ¡Escucha!
La muchacha parecía suplicar. Era extraño que el cirujano no le hiciera caso o no la oyese. Estaba adormilado, con la cabeza caída sobre el pecho. La muchacha parecía estar frenética.
—¿Por qué no le sacude un poco? —preguntó Robles.
Desesperada, la joven miró a su alrededor. De pronto, como por vez primera, se fijó en Robles. En sus ojos brillaba el terror.
—Ya lo he intentado —dijo, llena de desesperación—. No he conseguido nada. Y es necesario que le diga algo... ¡Es preciso! Tal vez usted...
Y en aquel momento Robles se dio cuenta de una cosa. Era como el que está soñando y que no puede hacer las cosas más sencillas que haría estando despierto. El cirujano estaba más allá del reino de su sueño.
—Me temo que no podré hacer nada —dijo—. Pero, espere un momento. A ver si con esto conseguimos algo.
Sacó su libro de notas y un lápiz y ofreció ambas cosas a la muchacha.
—Escriba aquí lo que desea.
La joven cogió rápidamente la libreta y el lápiz y escribió algo.
—¡Por favor, hágale leer esto enseguida! —pidió.
En el momento en que Robles arrancaba la hoja escrita, leyó su contenido:
Detenga el tren. El puente roto.
Alicia
Levantó la cabeza. La joven no estaba allí. Con un súbito estremecimiento la inminente catástrofe apareció ante sus ojos. Aquella era la realidad de la premonición. Se puso torpemente en pie y, tambaleándose, corrió hacia la plataforma. Encontró el freno de aire comprimido de la señal de alarma y se colgó de él.
Un silbido estridente del aire al actuar sobre los frenos sonó en el vagón. La velocidad del tren se redujo instantáneamente. Robles cayó al suelo en el mismo instante en que el tren se detenía. El periodista se preguntó si habría cometido una locura al hacer aquello. Ya no sentía la menor inquietud. El inminente peligro ya no le aterraba.
Inquietos pasajeros pasaron junto a Robles. Este consiguió levantarse y, haciendo un esfuerzo, descendió del vagón. La gente corría hacia las máquinas.
Robles pasó junto a las dos locomotoras, notando el calor que despedían. A menos de quince metros de ellas había un grupo de gente bañado por el haz luminoso del reflector de la primera máquina. Se abrió paso entre los viajeros. Vio el principio de un puente. Los hierros retorcidos pendían en el vacío. El resto del puente había desaparecido en el abismo. De abajo llegaba el rugido de aguas torrenciales.
—¡Ese es el señor que tiró de la señal de alarma! —dijo alguien, con acento de profundo asombro.
La gente se reunió alrededor de Robles. Un hombre mostró una chapa metálica. Era un agente de policía, y Robles recordó entonces a los delegados del Congreso y a su vagón especial.
En el borde del grupo, el periodista vio al cirujano.
—El puente debe de haberse derrumbado hace unos minutos nada más —dijo el policía.
—¿Cómo se enteró usted del desastre?
Robles se secó unas gotas de lluvia que pendían de sus cejas.
Llamó al cirujano.
—Su hija me dio una nota —dijo—. La nota decía que el puente se había derrumbado.
El hombretón le miró, intensamente pálido. Parecía casi aterrado.
—¿De qué está usted hablando? —tartamudeó.
—De su hija, de Alicia. Me dijo que se llamaba Alicia. Mire... —rebuscó en un bolsillo, pero su mano salió vacía—. Debo de haber perdido esa nota —dijo.
El rostro del cirujano tenía un tinte terroso.
—Mi hija se llamaba Alicia —murmuró—. Pero murió hace unos días. Su cadáver está en un ataúd, en el vagón de equipajes. Lo llevo a nuestra ciudad para enterrarlo junto a su madre, en nuestro panteón. ¿Cómo, pues, pudo avisarle?