PAÍS RELATO

Autores

alfredo bryce echenique

yo soy el rey

Escuchaba la música que venía desde el salón. Bailaban y el piso de madera crujía bajo sus pies, mientras Manolo trataba de imitar los pasos de un bolero: «Dos hacia la derecha; dos hacia la izquierda». Vestía un viejo saco de corduroy marrón, y sentía que bajo su pantalón de franela gris, las cosas no marchaban como era de esperarse. Se esforzaba por recordar, por ver las fotografías de unas artistas desnudas, en una revista pornográfica que le habían prestado. Tenía que verlas. Pero la Nylon se lo impedía: lo apretaba: sobaba su barriga contra la suya, y le imponía su ritmo de bolero arrabalero, burdelero, chuchumequero.
«Agua pal cuatro», chilló la Nylon. El cuatro era un pequeño cuarto íntegramente pintado de celeste. En un rincón estaba la cama, vieja, usada, con una mesa de noche al lado, vieja, descharolada. Del techo muy alto de casa antigua, colgaba una bombilla eléctrica que iluminaba a medias la habitación. En la pared, sobre la cama, alguien había pegado la fotografía de una Miss Universo de tres años atrás. Había también una pequeña estampa, pero Manolo no sabía qué santo era.
«El agua», chilló una voz histérica, desde el corredor. La Nylon abrió la puerta, y un ser increíble le entregó una vasija blanca y desportillada. «Toma la toalla y el jabón», agregó, mientras Manolo lo miraba asombrado. Un ser increíble. La caricatura de un bailarín de flamenco. Grotesca, goyesca. El más cadavérico de todos los bailarines de flamenco. Vestía íntegramente de negro, y tenía los dientes superiores inmensos y salidos. Jamás podría cerrar la boca. Jamás podría quitarse los pantalones, tan apretados los llevaba. No tenía caderas, y quería tener caderas. El cuello de la camisa abierto, dejaba entrever una piel excesivamente blanca, excesivamente seca; un pellejo que anunciaba los huesos. Hubiera querido tener senos. Pálido como si se fuera a morir, y con los ojos tan inmensos, tan saltados, y con una expresión tal de angustia, que parecía que se iba a volver loco en cualquier momento. «Búscate un zambo», le dijo la Nylon, riéndose histéricamente a carcajadas. Cerró la puerta, pero a Manolo le parecía que aún estuviera allí. «Otro boleracho», dijo la Nylon, y Manolo se esforzó por recordar a las artistas desnudas de la revista pornográfica.
Bailaban. Lo había cogido por el cuello, y lo besaba sin cesar. Cada beso era como si le aplicara una ventosa. Luego, le metía la lengua entre la boca, y la sacudía rápidamente hacia ambos lados. Manolo sentía un extraño cosquilleo cerca de los oídos. La Nylon sacaba la lengua, pasaba saliva, y le aplicaba otra ventosa. Manolo le amasaba las nalgas (lo había visto hacer en el salón, al entrar al burdel). La pellizcaba, subía las manos para cogerle los senos, y las bajaba suavemente para amasarle las nalgas. Repetía este movimiento con regularidad. No veía a las artistas desnudas. No lo dejaba. Giraban, vientre contra vientre, fuertemente apretados. No lograba ver a las artistas. Giraban. Trataba de concentrarse. No la miraba. Las paredes celestes, casi desnudas, parecían girar lentamente alrededor suyo. «Las artistas», pensó. Miss Universo y la estampa era todo lo que lograba ver.
—¿Qué te pasa? —preguntó la Nylon—. ¿La tienes muy chiquita? —soltó una carcajada histérica.
—Tengo suspensorio —respondió Manolo, creyendo que se había salvado.
—Se te va a quebrar, ja ja ja ja… Te va a salir un callo, ja ja ja ja ja ja.
—Ja ja —pero se sentía perdido.
—Al catre.
—Al catre.
Se desvestían. Manolo no sabía a cuál de los dos mirar: al santo desconocido, o a Miss Universo. Cada uno, a su manera, podía ayudarlo. «El infierno», pensó, mientras se bajaba el pantalón y veía cómo temblaban sus piernas. Había colgado el saco de corduroy en una percha de madera. «Ya pues carajo», dijo la Nylon, «termina de calatearte. Es sábado, y no pienso pasarme la noche contigo. Hoy me como kilómetros de pinga ja ja ja ja ja…».
Era muy tarde para escaparse. Volteó. «Cecilia» (era su enamorada) pensó, mientras golpeaban sus ojos las dos telas de la Nylon que colgaban inmensas. Fue cosa de un instante. «Pezones. Chupones». Se había afeitado el sexo, pero tenía pelos como cerdas en los sobacos. Perfume de chuchumeca. Perfume y sobaco, y la Nylon avanzaba lentamente hacia la cama, se dejaba caer, y se incorporaba nuevamente: «Nada de cojudeces, conmigo pinga muerta», dijo. «¿No tendrás chancro? Déjame ver». Y Manolo sentía mientras la dejaba ver, y todo le temblaba porque las piernas le temblaban, y Miss Universo ya no podía ayudarlo, ni tampoco el santo. Quería robarse la estampa, pero las putas también rezan y tienen su corazoncito. «¿Qué pensarán los curas de las putas? Dios». Era un muñeco, y ya no pensaba encontrar una excusa. Escuchaba la música que venía desde el salón.
No. No podría quejarse de la Nylon. Era, probablemente, una buena puta. Lo había bailado bonito, pero él no se la había punteado. Y allí estaba bajo su cuerpo, como una máquina recién enchufada que empieza a funcionar. Y él no hacía nada por no aplastarla torpemente. Él no existía. «Auuu», gimió la mujer, y Manolo tuvo su pequeña satisfacción. «Si en vez de zamparme el codo…», y Manolo empezaba a subir y a bajar. Miraba a Miss Universo, y recordaba los sucesos que acompañaron a ese concurso, y miraba al santo, y sentía un poco de miedo porque el santo lo estaba mirando, y la Nylon trabajaba bien, y él la sentía removerse como una culebra y la cama crujía y él subía, y sentía que le sobaba el pene con ambas manos, y ahora con una, así, así, más rápido assíi, asssíiii, assssíiiii, y casi asssssíiiiiii, pero nada en el mundo, ni Miss Universo, ni nada en el mundo esa noche, ese sábado por la noche, y la Nylon empezaba a hartarse, y era como una batidora recién desenchufada, y se movía cada vez menos, y Manolo subía y bajaba cada vez más lentamente, hasta que ya no volvió a sentir que se elevaba, y la cama dejó de crujir…
—Más muerta que mi abuelita que en paz descanse dijo la Nylon, echándole el aliento en la cara.
—Vamos a lavarnos.
—Eso de lavar muertos, ja ja ja ja ja ja… ¿Estás enfermo?
—No pasa nada —respondió Manolo, pero era como si estuviera viendo chupones, navajas, sobacos de ésos, cordones umbilicales, sangre. Pensaba en su enamorada, y se crispaba. Resonaban en sus oídos «calatear, cojudeces, chancro, gonorrea, seborrea, diarrea», y otras palabras como apellidos vascos, que le habían clavado el puntillazo. «No pasa nada», repitió, mientras sentía el agua tibia que le salpicaba entre las piernas.
Se vestían. Observaba cómo todo en el cuerpo de la Nylon regresaba a su lugar, conforme se iba vistiendo. Nuevamente parecía una mujer y hasta podría pasearse por la calle. «Por donde se pasearían las putas». Se equivocó de pierna al ponerse el pantalón, y estuvo a punto de caerse. Trataba de apresurarse, pues veía que la Nylon iba a terminar antes que él. «Qué tal práctica», pensó. Se ponía la corbata, mientras ella sacaba un pequeño espejo de su cartera, y empezaba a pintarse los labios. Instintivamente, Manolo se pasó el brazo por la boca. Lo miró: se le había manchado de rojo. Lo volvió a pasar, dos y tres veces, mientras ella continuaba pintándose los labios, y la habitación empezaba a oler a rouge barato. Y ahora, con gran habilidad, la Nylon se arreglaba las cejas, mientras Manolo no lograba hacerse el nudo de la corbata. «¿Y si le pido el espejo?», se preguntó, pero hacía demasiado rato que estaban en silencio. La Nylon lo miró: «Ja ja ja… Toma el espejo». «Gracias», pero no sabía dónde colgarlo, y seguía sin hacerse el nudo, hasta que ella cogió el espejo riéndose histéricamente, y pudo amarrarse muy mal la corbata. «La lana», le dijo, mientras Manolo se ponía el saco. Introdujo la mano en uno de los bolsillos, y extrajo un billete de cincuenta soles que traía preparado. Estaban listos. Le hubiera gustado conversar un poco, ahora que ya estaba vestida. Le hubiera gustado conversar un poco, pero la Nylon abrió la puerta que daba a uno de los corredores: «Vamos», dijo.
Avanzaban por el corredor que llevaba hasta el salón. Un negro pasó inmenso a su lado, y la Nylon trató de cogerlo por el brazo, pero el negro, sin mirarla, hizo un quite y siguió de largo. Entraron en el salón, Manolo se detuvo, y la vio perderse entre las parejas que bailaban a media luz.
Era una habitación bastante grande, y cuadrada. Al frente, estaba la puerta que daba a la avenida Colonial. Un hombre miraba por una pequeña ventanilla, cada vez que alguien tocaba, y según eso, abría o no la puerta. Al lado derecho del salón, estaba la radiola tragamonedas, y al lado izquierdo, el bar. Rudy, un inmenso rubio, dueño o encargado del burdel, servía el licor. Las llamaba. Las putas venían. Les decía algo al oído. Lo obedecían. Se acercaban a las mesas pegadas a las paredes, y se sentaban a beber con los hombres. Los hombres encendían un cigarrillo, brindaban, y las jalaban a bailar. A ambos lados del salón, estaban los corredores con numerosas puertas: eran los cuartos. Todo esto teñido de un color rojizo, deprimente, decadente. Impregnado de un olor nuevo para Manolo. No apestaba. La gente soportaba ese olor. Parecían estar acostumbrados a ese olor. Olía a placeres rebajados. A mezclas viejas de placeres. A años de placeres. A excesos. Olía a vicio y a humedad. Era como si alguien hubiera vomitado, pero no olía a vómito. No daba con el olor. En un desvencijado sofá de terciopelo azul, un hombre manoseaba a una prostituta, somnolienta. El hombre miraba a otra prostituta, y la mujer no miraba a ninguna parte.
El negro inmenso introdujo una moneda en la radiola, y dio media vuelta para dirigirse al bar. Caminaba entre las parejas que bailaban, sin topar con ninguna, y Manolo veía cómo su cabeza sobresalía entre todos. Se detuvo frente al mostrador, y Rudy le puso una cerveza delante, sin que se la pidiera. Luego le alcanzó un vaso. No se hablaban, pero parecía que entre ellos hubiera un silencioso acuerdo. «¿A qué hora saldrán?», se preguntaba Manolo, pensando en sus dos amigos. Habían venido con él; lo habían traído y luego se habían marchado con dos mujeres. Los esperaba impaciente, y no sabía qué hacer. Veía a los hombres pasar a su lado, y caminar por los corredores. «Buscan una a su gusto», se dijo, y decidió mirar un poco. Iba de puerta en puerta. Algunas estaban cerradas, y adentro se escuchaban risas y gemidos. Otras, abiertas, pero la habitación vacía y a oscuras. Al fondo del corredor, un hombre miraba sonriente hacia una de las habitaciones. Manolo se acercó. Miró. Iba a dar media vuelta, pero alguien le estaba hablando:
—Es una institución —dijo el desconocido.
—Humm…
—Fue la puta más famosa del burdel, en sus tiempos.
—¿Y ahora? —preguntó Manolo con desgano y con asco. Quería marcharse.
—Está vieja —respondió—. Tiene una cicatriz en la cara. Sólo le queda el culo. Deja la puerta entreabierta, y exhibe el culo. Siempre está de espaldas. Háblale.
—Acabo de salir —dijo Manolo. La conversación se le hacía intolerable. Tenía que marcharse.
—Fue un gran culo —dijo el desconocido, palpándolo como si no fuera de nadie.
Pero Manolo se alejaba y no volteó a contestarle. Pensaba que podía ser un degenerado, y que era mejor regresar al bar. Frente al mostrador, el negro continuaba inmenso y bebiendo su cerveza. Permanecía mudo. La Nylon se le acercó, y trató nuevamente de llevarlo del brazo, pero el negro, imperturbable, repitió el quite y la Nylon se marchó en silencio. Hubiera querido invitarla a una cerveza, pero no se atrevió a llamarla: «¿Y si les cuenta a Leonidas y a Sixto?». Nada podía hacer. Tenía que dejarlo a la suerte. Lo mejor era pedir una cerveza, y esperar tranquilamente a sus amigos. «Una cerveza», dijo. No se atrevió a decir por favor. Rudy destapó la botella, y la puso delante suyo, sobre el mostrador. Le alcanzó un vaso. Manolo lo llenó. Escuchaba una voz conocida en la radiola: «Claro. Es Carlos Gardel. Leonidas le llama Carlitos. Ya es hora de que salgan». Y en la radiola:
Deliciosas criaturas perfumadas
Quiero el beso de sus boquitas pintadas…
Era Gardel. Inconfundible. Volteó a mirar al negro: inmenso, imperturbable, iba ya por su segunda cerveza, y el vaso desaparecía en su mano cada vez que lo cogía. Llevaba puesta una camisa blanca, impecable, y se la había remangado. Ese brazo le hacía recordar al brazo de una escultura; una de esas inmensas esculturas de bronce que uno ve en los museos, y que nunca se explica cómo pudieron cargarla hasta allí. Cada vez que el negro llevaba el vaso a sus labios, Manolo veía cómo se movían sus músculos. No lograba verle el otro brazo. Nuevamente un tango en la radiola, y dio media vuelta para mirar a los que bailaban. Una sola pareja. Sabían bailar. Seguía con sus ojos los arabescos que dibujaban en el piso. Se enlazaban, parecía que se iban a tropezar, pero un quite del hombre, un movimiento de la mujer, y nuevamente dibujaban un arabesco. Perfecto. Se llevaban perfectamente, y en sus ojos se veía que ése era el último baile; esos ojos buscaban al animal detrás del baile. El negro no había volteado a mirarlos.
Llenó nuevamente su vaso, pero aún le quedaba media botella y hubiera preferido compartirla con sus amigos. Detrás suyo, las parejas bailaban nuevamente, y Manolo escuchaba las carcajadas histéricas de las prostitutas. «A qué hora saldrán». Volteó. En la radiola, la voz de Bienvenido Granda:
Ooyeeméee mammáa
Taran pam pam
Qué sabroso estáa
para ra ra ra ra ra ra ra ra
Este nuevo ritmo
Que se llama cha cha chaaa…
Y cada vez que pronunciaba «mammáa», los hombres que bailaban ponían cara de arrechos. Volteó nuevamente para beber un trago, y vio que Rudy le servía la tercera botella al negro. Era como si hubiera telepatía entre ambos: no se hablaban, el negro nunca pedía nada, pero tenía siempre su cerveza a tiempo. Manolo observaba a Rudy: muy grande, tan grande como el negro inmenso, llevaba puesta una camisa verde de manga corta, y sus brazos, un poco gordos, y demasiado blancos, eran los brazos de un hombre muy fuerte pero no muy ágil.
—¡Negro ladrón! —gritó una mujer. Manolo volteó rápidamente. No había visto moverse al negro, y, sin embargo, lo encontró de espaldas al mostrador, y mirando fijamente a la mujer.
—¡Negro ladrón! —volvió a gritar la mujer.
—¡Cállate, China! —ordenó Rudy—. Estás borracha.
—¡Negro hijo de puta! Anda a robarle a tu madre.
—… (El negro imperturbable).
—¡Cállate! —gritó Rudy.
—¡Mi plata! —chilló la mujer—. Ha querido robarme mi plata.
—¡Hijo de puta!
—La plata se te ha caído del escote, y ha rodado hasta sus pies —dijo Rudy, con voz serena.
—¡Mentira! ¡Negro, concha tu madre!
—¡Cállate, borracha! ¡Llévesela! —ordenó Rudy—. ¡Vete!
Pero nadie intervenía. Nadie quería intervenir, y todos miraban al negro como si esperaran una reacción. El negro, inmenso, continuaba imperturbable, y Manolo observó que mantenía la mano izquierda en el bolsillo del pantalón. La puta seguía gritando, pero no se le acercaba, y el negro la miraba fijamente, sin que Manolo lograra captar la expresión de sus ojos.
—¡Mi cabrón te va a sacar la mierda, negro mano muerta!
—…
—¡Rosquete, contesta!
—…
—¡Contesta, concha tu madre!
—…
—¡Habla, mierda! ¡Ladrón!
—…
—¡Mano muerta! —chilló, con voz llorosa.
—…
—¡Haaaablaaaaaa! —Fue un alarido que se convirtió en llanto.
El negro no le quitaba los ojos de encima, y la puta había escondido la cara entre sus manos. Lloraba a gritos. Nadie se había movido, hasta que Rudy se acercó, y la cogió por la espalda: «Vamos, China», dijo, conduciéndola hacia uno de los corredores. Desaparecieron, pero aún se escuchaban los sollozos. «¡Negro mano muerta!», gritó desde el fondo del corredor. Luego, un portazo. Y en la radiola:
Cuatro puertas hay abiertas
pal que no tiene dinero:
el hospital y la cárcel,
la iglesia y el cementerio
Era Daniel Santos, y se bailaba nuevamente. Manolo observó al negro dar media vuelta y coger su vaso. El brazo izquierdo no era como el brazo de una escultura, y la mano izquierda la llevaba siempre en el bolsillo. Bebía imperturbable cuando Rudy regresó, y le ofreció otra cerveza, sin decir una sola palabra. Sus rostros permanecían inalterables, y todo era como si nada hubiera pasado.
Manolo llenó nuevamente su vaso. Pensaba que si Leonidas y Sixto no terminaban pronto, tendría que pedir otra cerveza. Estaba cansado de esperarlos, y no se explicaba por qué se demoraban tanto. «Son unos burdeleros», se dijo. Y en la radiola, Bienvenido Granda:
Esas palabras tan duuuulllcess
que brotan de un corazón sin fe…
Cada vez eran menos los que bailaban. En las mesas, los hombres que no tenían una mujer, cabeceaban semiborrachos frente a las botellas de cerveza. Un hombre dormía en el sofá. En los corredores, casi todos los cuartos estaban ocupados. La música era música lenta.
—¿Quién la dejó abierta? —preguntó Rudy, mirando hacia la puerta de entrada.
Manolo volteó. La puerta estaba abierta de par en par, y un cholo borracho se tambaleaba en la entrada del salón. Su corbata colgaba de una de sus manos, y al moverse la arrastraba por el suelo. Unas cerdas negras, brillantes, y grasientas, le chorreaban sobre la frente. La mirada extraviada. Rudy lo observaba.
—¡La Nylon! —gritó el cholo—. ¿Dónde está la puta ésa?
—Te callas, cholo —dijo Rudy, midiendo sus palabras.
—¡Es mi mujer!
—Ya te he dicho que no vengas por aquí. ¿Quién lo dejó entrar?
—¡Es mi mujer! ¡Carajo! —gritó el cholo, alzando el brazo con el puño cerrado, y tambaleándose como si el peso de ese puño lo arrastrara consigo.
—Mejor te callas, cholo —dijo Rudy, imperturbable. Cogió unos vasos, y empezó a secarlos.
—¡Esa chuchumeca va a ver quién soy yo! —gritó el cholo. Cruzó el salón, y se detuvo al llegar a uno de los corredores. «En el cuatro está la Nylon», pensó Manolo, mientras lo observaba tambalearse.
—¡Soy tu patrón! —gritó, a punto de caerse. Rudy lo seguía con la mirada, pero continuaba secando tranquilamente los vasos.
—¡Sal pa’ que veas a tu patrón!
En ese instante se abrió una puerta al fondo del corredor, y se escuchó la voz de la Nylon. Rudy dejó de secar.
—¡Cholo rosquete! —gritó—. ¡Ven pa’ que conozcas a mi cabrón!
—Ya vas a ver quién es tu cabrón —gritó el cholo, mientras avanzaba apoyándose en las paredes del corredor. Rudy dejó caer el secador. Manolo miró al negro: bebía su cerveza imperturbable.
—¡Carajo! ¡Ya vas a ver que en este burdel yo soy el rey! —gritó el cholo. Se había detenido a unos tres metros de la Nylon.
—¡Calla, cholo rosquete!
—¡Soy el rey, carajo! —gritó abalanzándose sobre la Nylon.
Rodaron por el suelo, y Manolo no alcanzaba a ver lo que estaba pasando. Escuchó un gemido, pero luego Rudy se le interpuso. «¡Yo soy el rey!», gritaba el cholo. «¡Rosquete!», gritaba la Nylon, y Manolo escuchó una voz que no era la de Rudy: «Te vas a joder conmigo, cholo de mierda». Era el hombre que había estado en el cuarto con la Nylon. «¡Soy el rey!», gritaba el cholo, mientras Rudy lo arrastraba por el corredor. «¡Rosquete!», chillaba la Nylon. «¡Yo soy el rey! ¡Soy el rey, carajo!». Manolo alcanzó a verle la cara mientras Rudy lo arrastraba a través del salón, con dirección a la puerta. Era la cara de un loco, y sus cerdas brillantes y grasientas colgaban hasta el suelo. En ese momento, el negro dejó su vaso sobre el mostrador y volteó ligeramente para mirar al cholo. Fue una mirada de desprecio. Cosa de segundos. Luego cogió nuevamente su vaso, y bebió un sorbo. Rudy regresaba al mostrador. Había arrojado al rey a la calle, pero aún se escuchaban sus gritos: «¡Soy el rey! ¡Soy el rey!». Y se iban perdiendo: «¡Soy rey…, carajo, rey!», mientras el negro bebía inmenso su cerveza. Y en la radiola:
Por siempre se me ve
Tomando en esta barra
Tratando de olvidarla
Por mucho que la amé…
Manolo sintió que le palmeaban el hombro.
—¡Al fin!, hombre.
—¿Cuántas te has tomado? —preguntó Leonidas.
—Una. Pero ya era hora.
—Y ¿qué tal la Nylon?
—Bien. Bien.
—¿Se dio cuenta?
—No lo creo.
—¿Le dijiste que habías estado en otros burdeles?
—No le dije nada, pero no se dio cuenta.
—Ya viene Sixto. Lo vi despidiéndose.
—Voy a pagar —dijo Manolo, extrayendo el dinero de uno de sus bolsillos—. ¿Quieres terminar la botella?
—Bueno, gracias —dijo Leonidas. Y añadió en voz muy baja—: Qué tal brazo el del negro.
—Rudy también es una bestia —dijo Manolo, cuidando de que sólo lo oyera su amigo.
—Es uno de los pocos rosquetes a quien nadie puede darse el lujo de decírselo —añadió Leonidas—. Te parte en cuatro.
Pero Manolo no le creyó lo de rosquete. Nuevamente sintió que le palpaban el hombro.
—Mira el brazo del negro, Sixto.
—Ya lo conozco. Pero tiene la otra mano muerta.
—Vamos —dijo Manolo.
—Vamos.
Salieron. Lloviznaba. Serían las tres de la madrugada, y la avenida Colonial estaba desierta. Sixto había parqueado el automóvil de su padre dos cuadras más allá del burdel, por temor a que alguien lo viera.
—Apúrense —dijo Leonidas—. Hace frío.
—¿Y, Manolo? —preguntó Sixto.
—Bien —respondió, echándose a correr con dirección al automóvil.
—Tenía miedo de que me hubieran robado los vasos —dijo Sixto, que había corrido detrás—. Me hubiera jodido con mi padre.
—Vas a tener que pasarle una franela —añadió Manolo, mientras abría una de las puertas—. Se ha mojado con la lluvia.
—Sí, hombre. Y me caigo de sueño, pero si no, mi padre se va a dar cuenta de que me lo he tirado. Saca los limpiabrisas de la guantera.
—No es necesario —dijo Leonidas—. Ya casi no llueve. ¿Nunca se ha dado cuenta?
—Hace años que me lo robo todos los sábados —respondió Sixto, mientras encendía los faros.
—Mira ese borracho tirado en la tierra —dijo Leonidas—. Está todo buitreado.
—Es el rey —dijo Manolo.
—¿Qué?
—Nada. Vamos…