Quienes hayan leído La vida exagerada de Martín Romana o El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, recordarán tal vez que algunos personajes, entre los mencionados por Martín Romaña, desaparecen sin que el lector vuelva a tener noticia alguna de ellos. Y aunque su autor reunió ambos libros bajo un solo título. Cuadernos de navegación en un sillón Voltaire (cuaderno azul y cuaderno rojo), con excepción de Octavia de Cádiz, por supuesto, de Julio Ramón Ribeyro, y del propio Martín Romaña, muy pocos son los personajes de la primera novela de los que nos da noticia en la segunda. Paso por alto mi caso, pues creo que a Martín le basta con la sola mención del nombre Alfredo Bryce Echenique, para perder toda objetividad y empezar a escribir con el hígado antes que con la cabeza.
Dicen que la curiosidad hace al ladrón. Y, en efecto, fue la breve mención de Mauricio Martínez en El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, la que despertó en mí la malsana curiosidad que me llevó nada menos que a importunar a Octavia de Cádiz en su palaciega mansión de Milán. Mauricio Martínez, aquel actor de teatro cuyos espaguetis a la carbonara dan lugar a un divertido episodio de La vida exagerada…, en el que también está presente José Antonio Salas Caballero, alias El último dandy, reaparece en el recuerdo de Martín Romaña durante la primera visita que le hace a Octavia en Milán. El esposo de Octavia había preparado unos excelentes carbonara y Martín, en su afán de congraciarse con él, le asegura que son muy superiores a los de su amigo Mauricio Martínez. Luego, arrepentido y aprovechando la momentánea ausencia del joven príncipe Torlatto Fabbrini (primer esposo de Octavia), le escribe una postal a Mauricio, en la que se disculpa por haberlo traicionado en aquel importante asunto de los espaguetis carbonara.
Leyendo esas líneas deduje que Martín debió mantener correspondencia con alguno de los personajes que evoca en sus libros y recordé inmediatamente una carta de despedida de Carlos Salaverry, alias El filosófico filósofo, antes de abandonar el París de mayo del 68. La carta se encuentra en el capítulo titulado «And that’s me with the beautiful legs», en el que Martín vive una aventura amorosa bastante absurda con Sandra Anita Owens, una norteamericana de la que sí nos lo cuenta todo, hasta un último y ridículo reencuentro en California. Inés de Romaña (esposa de Martín), ha desaparecido en la iluminada noche de las barricadas y las antorchas, y al filosófico filósofo Carlos Salaverry lo han abandonado su esposa, Teresa, y su hija, Marisa. Martín aloja a su amigo durante algunos días, hasta que éste decide abandonar París e instalarse en Alemania. Cito aquí un fragmento de la carta que Carlos Salaverry le escribió a Martín, anunciándole su partida:
… Ten la seguridad, Martín, de que cuando no esté con Heidegger, con su hermano, o en los brazos de una mamapancha bávara apachurrando a la miseria de la filosofía (yo), mientras ésta gira pensando en su infame adolescencia, o leyendo y leyendo y leyendo (…), estaré escribiéndote las cartas que serán, gracias a tus respuestas, aquella hermosísima correspondencia entre dos amigos que nada podrá separar…
Creo que basta con las citadas líneas. A mí, en todo caso, me bastó para que mi curiosidad por conocer algo más sobre el destino final de Carlos Salaverry (¿llegó a Alemania? ¿Se quedó allá para siempre? ¿Volvió a saber de su esposa e hija?), me llevara hasta la misma puerta del Palacio Faviani, en Milán, por ser ésta la ciudad donde Martín Romaña terminó de escribir y corregir sus dos novelas y, sobre todo, porque cruzando la calle se encuentra el departamento que Octavia le alquiló para que pasara los que serían sus últimos meses de vida. Allí tenía que haber dejado Martín todas sus pertenencias, que eran muy pocas a juzgar por lo que nos dice en El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, acerca de su último y definitivo retorno a Milán: «A Milán llegué ligero de equipaje…». Si, como es de todos sabido, los manuscritos vieron la luz debido a la benevolencia de Octavia de Cádiz (las ediciones en varias lenguas de ambos libros fueron costeadas por Octavia como homenaje póstumo a quien ella consideró «el único artista artístico»), lo más probable es que también la correspondencia de Martín Romaña hubiese quedado en manos de la condesa Faviani.
«La vida no es hermosa, pero es original». Martín Romaña cita esta frase de Italo Svevo en La vida exagerada…, y lo curioso es que yo la recordé constantemente durante las horas que duró mi visita al Palacio Faviani. Increíble: por momentos, la visita se me hacía interminable, debido más que nada a los desagradables asuntos que me llevaban a Milán; por momentos, en cambio, sentía el terrible desasosiego de lo efímero e irrepetible. Me preguntaba entonces si ésta sensación casi fatal emanaba de la presencia de Octavia y de su manera tan particular de recordar a Martín Romaña. ¿Conoció Martin tan inexplicable desasosiego? ¿Fue eso lo que lo llevó a enloquecer por esa mujer que ahora, sentada con una elegancia tan extrema como ausente y desencantada, parecía la encarnación de la melancolía y al mismo tiempo una persona alegre y práctica y dispuesta a llamarle pan al pan y vino al vino? ¿Por qué, por momentos, la mujer con que hablaba parecía el recuerdo de Octavia de Cádiz? ¿Por qué, por momentos, hasta su propia estatua?
«La vida no es hermosa, pero es original». El lector recordará tal vez que el verdadero nombre de Octavia era condesa Petronila Faviani. Martín muere sin saberlo y durante la conversación con el príncipe Leopoldo de Croy Solre, posterior a la muerte de ambos, insiste en seguirle llamando Octavia de Cádiz a la condesa Petronila Faviani. Pues bien, nada pude obtener de la condesa Faviani mientras la llamé Petronila. No sólo se mostraba reacia a mostrarme documento alguno de los que conservaba, sino que además se negaba a hablar de Martín Romaña como si nada tuviera que decir o, lo que es peor, como si apenas lo hubiese conocido. Y, por último, se escudaba tras un relato de Henry James (Los papeles de áspera), en el cual, me aseguraba, se habla precisamente del derecho que tiene (o no) una persona (un biógrafo, por ejemplo), de entremeterse en la vida de un artista fallecido. Hasta qué punto tiene derecho ese presunto biógrafo a buscar y rebuscar en lo que fuera la intimidad de un escritor como Martín Romaña. Un lapsus mío le dio un vuelco total a la situación. Increíble: un simple lapsus. En vez de llamarla condesa Faviani le dije Octavia y vi cómo se producía en esa mujer una verdadera transfiguración. De ser casi la estatua de Octavia de Cádiz, su ausencia, o su más pura abstracción, la condesa Faviani se convirtió en el ser más real y concreto y hablantín y alegre que he visto en mi vida. Mención aparte merece la increíble ternura con que se refería a Martín Romaña y las increíbles inflexiones de la delicadeza de su voz (brasileña y no argentina, según Martín), al pronunciar su nombre. «La vida no es bella, pero es original».
Y, en efecto, Martín Romaña había mantenido una larga correspondencia con su amigo Carlos Salaverry y éste se había reconciliado con su esposa, y con ella y su hija había regresado de Alemania al Peni. Pero lo increíble es que, según la condesa Petronila Faviani, Martín jamás sufrió aquel tormento hemorroidal que nos relata en el capítulo titulado «El vía crucis rectal de Martín Romaña», de su La vida exagerada…, sino que lo inventó «gracias a su increíble imaginación y talento» (cito las palabras empleadas por la condesa Faviani convertida en Octavia de Cádiz, por arte de magia o, mejor dicho, por arte de lapsus —el mío—), sí, lo inventó, y a partir de la siguiente carta de Carlos Salaverry, en la que éste le cuenta sus problemas con una próstata que Martín convertiría en hemorroides, deformando la historia y aplicándosela a sí mismo, por decirlo de alguna manera, gracias a ese enorme talento para la ficción y la desbordante imaginación que le atribuye Octavia-Petronila. Aquí la carta:
Mi querido Martín,
recién hace unos días que se normalizó el correo y casi de inmediato recibí tu carta del 19 de junio. Antes de la huelga había recibido dos cartas tuyas (una del 9 de abril y la otra del 12 de mayo), que puedo contestar ahora confiando en que el laberinto postal no se haga cargo de ésta y vaya a parar a la sórdida oficina de algún triste Bartleby criollo o tal vez francés…
Dejo pasar, por mor de brevedad, un largo trozo en el que Carlos Salaverry hace referencia a un intercambio de paquetes postales que contienen libros y revistas. No menciona títulos, desgraciadamente, pues habría sido interesante saber qué libros leía Martín Romaña en 1980, por coincidir este período con la redacción del primero de sus cuadernos, o sea La vida exagerada… La carta contiene, en cambio, una preciosa referencia a José Antonio Salas Caballero, a quien Martín abandona en su novela en un capítulo en que su madre y El último dandy se embarcan en Cannes, rumbo a Buenos Aires, para seguir luego viaje a Lima, siempre en barco. Las siguientes líneas nos presentan a El último dandy, fuera de temporada, en el balneario de Ancón:
… Tropecé rápidamente con El último dandy, una mañana otoñal en Ancón. Yo caminaba desolado por el desolado malecón y él hacía una aparición somnolienta. Tiene noticias tuyas y anda en bata y sosegado…
Probablemente las páginas anteriores al epílogo de El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, en la que Martín Romaña nos da una visión bastante negra de la realidad peruana, sean un lejano eco de estas palabras de Carlos Salaverry (siempre y cuando nos atengamos a la insistencia con que Octavia-Petronila defendía la enorme capacidad de imaginar de Martín):
… De un lado el Perú se desangra y, de otro, los peruanos ya nos desangramos. Pero lo peor es que Femando Belaúnde Terry (un hombre con pretensiones de pasar a la Historia, pero que, estoy seguro, no pasará de nuestros manuales escolares de historia), puede ganar las elecciones con una virreinal lampa de oro que está usando en su campaña como quien usa una varita mágica de fabricación norteamericana y postindustrial. En este país hasta los comentarios hacen huelga, o sea que huelgan comentarios.
La verdadera sorpresa viene ahora, si nos atenemos a la versión de Octavia-Petronila:
… De mí te diré que, desde hace meses, soy un solo de próstata. Después de un largo, costoso, e inútil tratamiento con un urólogo tan buena persona como ineficiente, decidí cambiar de médico, ya que se me estaba yendo una fortuna por el culo. Ahora me está tratando (y tratando de curar), el doctor Del Águila, rey de las próstatas resentidas y príncipe de los meatos entusiastas. El doctor Del Águila, como su nombre lo indica, es urólogo, y todos sabemos que la urología es una rama de la ornitología, razón por la cual lo llaman también rey no coronado de los pájaros. Debo reconocer que me recibió con mucho afecto, pues yo iba recomendado por un ejército de prostáticos ilustres y militantes, cuyos batallones están íntegramente conformados por personas con un curriculum prostatae envidiable.
Le expliqué que yo era un viejo prostático y que mi primera crisis la había tenido en 1970, en Heidelberg, habiendo sido curado por el célebre doctor Von Stauffenberg. Al oír ese nombre, el doctor Del Águila se incorporó, sus ojos se llenaron de lágrimas, y me abrazó emocionado. «Señor Salaverry —me dijo—, en la historia de las próstatas universales o, mejor dicho, en la historia universal de la próstata, el doctor Von Stauffenberg ocupa un lugar privilegiado. Fue él quien en su próstata número cinco mil dos, descubrió que el lóbulo derecho estaba a la derecha y que la próstata solía inflamarse por quítame estas pajas. Su artículo Sobre la necesidad de curar la próstata cuando ésta se enferma, lo hizo famosísimo. Se paseó por el mundo entero tocando próstatas de reyes, intelectuales, deportistas, mecánicos, niños, japoneses, ejecutivos, mormones, magnates, paralíticos, colombianos, sacerdotes y hasta gente sin empleo conocido. Después de su largo periplo próstato-mundial, se radicó en Heidelberg, donde usted lo vio».
Le conté que el doctor Von Stauffenberg tenía un castillo adaptado a clínica en las afueras de Heidelberg, en cuyo descomunal jardín había un letrero luminoso: PROSTATICOS DEL MUNDO, UNÍOS. En el centro del jardín había un monumento a la próstata: un pedestal de mármol negro y encima una próstata gigantesca que se encendía al atardecer, iluminando el jardín con una intensa luz roja. El doctor Von Stauffenberg llegaba en su automóvil «BMW», hecho especialmente para él, y según un diseño suyo pues el auto no era otra cosa que una próstata sobre cuatro ruedas. El doctor Von Stauffenberg salía por su célebre lóbulo derecho y una multitud de frenéticos prostáticos lo recibían cantando el himno ¡Salve, oh próstata!, con música de Pergolesi (célebre prostático), y letra del desesperado poeta prostético alemán Herbert von Chamisso.
El doctor Del Águila lloraba emocionado y me decía que me envidiaba muchísimo porque el célebre doctor Von Stauffenberg me había introducido el dedo y me había tocado (to-ca-do) mi próstata, la próstata que él dentro de unos instantes iba a tener (no sabía si el honor o el placer) que tocar.
Del doctor Von Stauffenberg pasamos a mi próstata. Se la describí de una manera tan convincente que, en un momento dado, miró con tal atención la mesa que nos separaba, que vio (vimos) mi próstata ahí, entre un secante, un bolígrafo, y las hojas de papel que utiliza para sus recetas. A fin de que no hubiera el más mínimo error y para que viera (viéramos) mi próstata, en un arranque de entusiasmo me la saqué y la puse donde antes había estado mi próstata descrita. El doctor Del Águila volvió a abrazarme, gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas al ver que yo delicadamente la acomodaba sobre un pedazo de papel que tenía el membrete del doctor Von Stauffenberg, pues para que estuviera enterado le había llevado todos y cada uno de los documentos que conforman la biografía de mi próstata. El rey de las próstatas habidas y por haber se emocionó aún más y dulcemente, tiernamente, científicamente, tocó con un dedo y con un aire de admiración mi próstata que, tímida y ruborizada, no logró abrir ninguno de sus lóbulos y sólo pestañeó imperceptiblemente. El doctor Del Águila daba de saltos alrededor de ella y lanzaba unos penetrantes chillidos.
A los pocos instantes llamó a su secretaria y a su enfermera. Aparecieron dos lánguidas y amarillentas mujeres que al mirar mi próstata (que se había acomodado, dándoles la espalda), me pidieron de inmediato mi autógrafo. Cuando se fueron, el doctor Del Águila se puso sus anteojos y miró larga y detenidamente mi próstata (que, intuí, ya tenía frío). La volvió a tocar murmurando: «Qué maravilla, qué maravilla, una próstata que ha sido tocada (to-ca-da) por el doctor Von Stauffenberg de Heidelberg, Alemania».
Al poco rato, me la devolvió diciéndome que podía ponérmela, que todavía servía, y que no tomara ninguna medicina sino que tomara las cosas con calma tres veces al día después de las comidas. Que no dejara de suspirar los jueves a las 4 de la tarde, y que cada vez que sintiera una punzada en la próstata me aguantara. Si el meato se ponía rojo no era su culpa pues la consulta la estaba pagando en moneda nacional y además no incluía el meato ni los huevos. Si tenía indulgencias (aunque no fueran plenarias), podía pagar con ellas. La consulta costaba 1.875 indulgencias (de las que se pueden canjear en cualquier agencia del Banco Continental). Si quería pagar en dólares, que lo pensara mejor.
Cuando estaba saliendo, me pidió que regresara una tarde para tomarle una foto a mi próstata, pues quería tenerla en su colección fotográfica de prostéticos peruanos. Me advirtió además que no le hiciera caso a su secretaria si ésta me pedía tocar mi próstata un ratito. Que no aceptara así me lo suplicara, ya que esa mujer era una depravada, una corrompida, una prostadicta de la peor especie. Que no le hiciera caso tampoco si me decía que ella, por una especie de milagro conjunto de la Naturaleza y la medicina, tenía próstata y que si quería podía tocársela, prometiendo únicamente no meter uno sino dos dedos y mantenerlos allí veinticinco minutos. No, no debía hacerle caso pues esa desgraciada le estaba haciendo una competencia desleal. Ya había varios prostéticos que consultaban con ella, que además no cobraba.
Salí decidido a que la secretaria me metiera lo que quisiera pues yo estaba dispuesto a meterle hasta los dedos de los pies a tan pervertida como buenísima zamba que, además, según el doctor Del Águila, no cobraba, lo cual tal como están las cosas en este país…
La buena mujer ni me miró cuando me acerqué con el ademán de pagar la consulta. O sea que tuve que pagar la consulta y el dinero lo recibió como si nada, y cuando me iba me dijo que mejores próstatas había visto y que sin ir muy lejos un primo suyo tenía una de diecisiete lóbulos, todos izquierdos, y que lo del autógrafo lo había hecho para no perder el trabajo.
Comprenderás, mi querido Martín, que me fui con la próstata entre las piernas. En fin, ya te contaré cómo me va con el tratamiento del doctor Del Águila. Creo que es tiempo de despedirme, pero antes quiero decirte que no dejes de pedirme cualquier libro o revista que necesites del Perú. Ahora que el correo se ha normalizado nuestra correspondencia podrá volver a su normalidad, por lo menos hasta que Belaúnde asuma la presidencia de la República en nuestros manuales escolares.
Me despido enviándote los recuerdos de Teresa y Marisa. Recibe un fuerte abrazo de tu amigo de siempre.
CARLOS SALAVERRY
¿Dijo la verdad la condesa Petronila Faviani en aquellos momentos en que, debido a mi lapsus, sucumbió a una trampa de la nostalgia que la convirtió en Octavia de Cádiz, quizá por última vez en su vida y cuando menos se lo esperaba? ¿Fue Martín quien transformó estas aventuras prostáticas de Carlos Salaverry en unas hemorroides, en un Vía crucis rectal? ¿O fue por el contrario Carlos Salaverry, quien, enterado de los padecimientos de su amigo, decidió solidarizarse con él y contarle los suyos como una manera de hacerle sentir hasta qué punto lo comprendía? Esos cinco bultitos que Martín Romaña se descubre en el cuello al enterarse del maligno bultito que su amigo Enrique Álvarez de Manzaneda, el de Oviedo, tiene en el cuello, ¿no son también fruto de la necesidad profunda de compartir las dolencias de un amigo? ¿No podría haberse inspirado la solidaridad de Martín con su amigo Enrique en la solidaridad que, en la citada carta, le demuestra Carlos Salaverry? Aunque claro, también podríamos ponernos en el caso de que la próstata de Carlos Salaverry hubiese sido anterior —y también la carta en que habla de ella— al momento en que Martín Romaña redactó su Vía crucis rectal. En este caso, volveríamos a la versión de Petronila-Octavia y, además, reforzada por la idea de una solidaridad de Martín con su amigo Carlos Salaverry, semejante a la que antes mostrara con el trágicamente fallecido Enrique Álvarez de Manzaneda. Esta interpretación se vería reforzada, por consiguiente, con el precedente de los cinco bultitos como rasgo importante de la personalidad y el carácter de Martín Romaña. Y Petronila-Octavia tendría doblemente razón. Pero Petronila-Octavia es sólo un nombre que yo he usado para sintetizar la nostálgica actitud de la condesa Petronila Faviani, a quien sólo el azar y la necesidad, unidos a la pasión desbordante de Martín Romaña, convirtieron en la Octavia de Cádiz de una larga ficción.
Dicen que la razón la tenemos entre todos. El lector juzgará.