PAÍS RELATO

Autores

alfredo bryce echenique

un poco a la limeña

Me gusta la gente, me gusta su compañía, conversar con ella, que alguien me cuente cosas y fume y haya una botella de algo ahí con nosotros. Por eso me imagino que estaba destinado a caerme muy bien, a hacer de mí un espectador de sus largas noches conversadas, sinceramente debo decir que lo que logró es convertirme en un gran admirador suyo porque había hecho un género, un estilo de vida de aquello que a mí tanto me gustaba.
Vivía conversando, vivía rodeado de todas aquellas personas que le interesaban y utilizaba el diálogo como una manera de atravesar la noche y desembocar en las lánguidas madrugadas de Lima. Cuando yo lo conocí acababan de cerrar un pequeño local donde él solía comer pollo antes de irse a dormir. Era un pequeño negocio y había quebrado. Fue entonces que hizo la primera cosa que me encantó: compró el pequeño negocio a riesgo de perder una fuerte suma mensual, pero desde entonces supo que, a dos cuadras del Ed’s Bar, encontraría siempre su pollo listo a cualquier hora de la madrugada.
Coleccionaba conversaciones como se coleccionan estampillas o bichos raros. A quién no conocí gracias a él. Hubo, por ejemplo, tres bomberos que hablaron de incendios famosos y explicaron todo sobre los riesgos de ese oficio y lo mucho de noble que había en él. A Mauro Mina lo trajo una noche cuando acababa de clasificarse campeón sudamericano de box. Cantinflas y William Holden fueron los actores de cine más famosos que conocí gracias a él. Uno a uno fueron dejando su biografía sobre la barra del Ed’s Bar. Tenía un estilo de hacerlo, una manera de interesar a su interlocutor de esa noche que poco a poco fui descubriendo. No que fuera muy difícil, pero había que saberlo hacer. A un catchascanista chileno, por ejemplo, le contaba del Inca peruano, famoso por sus hazañas en los cuadriláteros parisinos (también había estado en París, sentado en un bar y conversando). Sabía mucho de toros, y a Antonio Ordóñez lo tuvo una vez horas hablando de por qué Paco Camino podía ser su único sucesor. Era bestial. Había siempre una pequeña atmósfera que era la de nuestro grupo, algo que nos pertenecía ahí en el Ed’s Bar. Nosotros nada teníamos que hacer con la música ni con la gente que bailaba ni con la gente que se emborrachaba. Nosotros nos sentábamos siempre en un rincón, de espaldas al resto de la barra y hablábamos horas y horas. El bar cerraba y el barman nos dejaba seguir conversando. Pepe era también un gran conversador. Con él aprendimos todo sobre los cócteles afrodisíacos.
Una mujer era un elemento importantísimo de su estilo. De ella no se esperaba mucha conversación sino tan sólo una presencia que sirviera casi de adorno. No exactamente de adorno. Algo más. Tenía que ser muy bella pero también tenía que interesarse por cada persona que venía a conversar y sobre todo no debía tener ningún prejuicio, ya que el entrevistado de la noche podía ser maricón o negro o bailarina cubana, una noche tuvimos a Tongolele con nosotros.
Por supuesto que nunca logré graduarme de abogado. En los años que conozco a Ezequiel nunca he logrado llegar a tiempo a la Facultad de Derecho. Nos acostábamos tardísimo puesto que las noches conversadas se prolongaban hasta las mil y quinientas y todavía después había que acompañar a Ezequiel a comer su pollo y a dejar a su novia, probablemente una de las pocas niñas bien de Lima que sus padres dejaban salir hasta tan tarde. La verdad es que ya no era tan niña y estoy completamente seguro de que si sus padres le daban mucha libertad era porque Ezequiel de la Torre es de los pocos descendientes de virrey que conservan una de esas fortunas que han hecho célebres a la oligarquía limeña. Nosotros la llamábamos Terry y recuerdo que yo me sentí muy contento cuando Ezequiel empezó a traerla noche tras noche al Ed’s Bar. Una noche pidieron champán y se besaron y ella nos explicó que Ezequiel acababa de pedir su mano. Me paré detrás de un campeón argentino de cien metros libres y de Pelé y esperé mi turno para felicitarlos.
Luego siguieron años felices en que conocí a medio mundo y no logré avanzar mucho en mi carrera. Para Ezequiel, en cambio, no había mayor problema. Trabajaba por las tardes en un banco de su familia y, según lo que decía, había ido reduciendo esta labor cada vez más hasta convertirse en una especie de jefe de Relaciones Públicas, título que él utilizaba para esconder su única actividad: organizar cócteles y recibir a hombres de negocios que, más de una vez, trajo al Ed’s Bar.
Pero una noche sucedió algo que mi sexto sentido captó como muy mal signo. Ezequiel pasó a buscarme en su Alfa Romeo y me dijo que lo acompañara a casa de Terry porque iban a celebrar el cuarto aniversario de la pedida de mano. Clarito escuché que el padre de Terry decía «van cuatro y serán diez», cuando estábamos por tocar el timbre, pero Ezequiel, en todo caso, no parecía haber oído nada. Yo, por mi parte, capté por primera vez que cuatro años habían transcurrido ya desde que brindamos con champán en el Ed’s Bar, y cuando entramos lo primero que vi fue una patita de gallo junto al ojo izquierdo de Terry y una sonrisa que no era la sonrisa de Ezequiel, cuando le entregó el ramo de flores. No sé por qué pero inmediatamente empecé a pensar que la pobre Terry, con lo bonita que era, estaba predestinada.
Y bien que lo estaba. Dos semanas más tarde fuimos a una fiesta y yo me pasé la noche entera comprendiéndolo todo como si estuviese mirando por los ojos de Ezequiel. He visto estas crueldades antes pero esa noche no sé por qué me sentía especialmente sensible a cada detalle, la manera en que se vieron por primera vez, por ejemplo: la condesita Francesca bailando con su enamorado de diecisiete años con cara de perro, era el gran amor de la fiesta, todo el asunto del primer amor pero giraron y bastó un segundo para que Ezequiel la viera, para que ella lo viera, le quitó la mirada inmediatamente, quería mucho a su enamorado con cara de perro pero probablemente había sentido curiosidad al ver a ese hombre que bailaba con una chica mayor y tan bonita. Ezequiel ya no giró más, se quedó mirándola al mismo tiempo que conversaba animadamente con Terry y cada vez que la condesita Francesca volteaba, otra vez los ojos fijos de Ezequiel y ella le quitaba la mirada inmediatamente porque quería mucho a su enamorado con cara de perro…
Yo nunca bailaba. Me limitaba a conversar con ellos cada vez que una pieza terminaba y esa vez recuerdo que me acerqué en el instante en que Terry le señalaba a la condesita y le decía que era hija de los embajadores de Italia. «Contessina Francesca», dijo Ezequiel, mirándola como si la viera por primera vez, ahora estoy seguro de que en ese instante concibió todo un plan para terminar con cuatro años de noviazgo.
Lo cierto es que, a la mañana siguiente, Terry me llamó casi llorando para decirme que Ezequiel estaba muy enfermo, había tenido algo como un infarto y no se debía ni mover. Corrí a su casa y lo encontré tirado en un diván. Lo vi muy pálido. «No he tenido fuerzas ni para peinarme», me dijo. Sí, era el corazón, y la semana siguiente hubo una reunión privada en casa de los padres de Terry. Fue entonces que se supo todo, a la madre de Ezequiel le tocó dar la triste y desagradable noticia: su hijo no podía casarse; dada la lesión que tenía en el corazón, la vida matrimonial podía matarlo. Por el bien de Terry había que romper el compromiso. Pero Terry lloró y gritó y dijo que seguiría siendo la compañera de Ezequiel toda la vida, ella siempre lo había querido y nada podría separarla de él. La madre de Ezequiel abrazó a Terry y Terry lloró más y quedó como una mujer sacrificada. Su madre también lloraba y su padre no sabía exactamente qué hacer, en el fondo deseaba tal vez que Ezequiel se muriera, no había esperado cuatro años para eso.
Allí fue cuando mi carrera de Derecho se fue al diablo. Ezequiel abandonó el trabajo y me pidió que lo acompañara también por las tardes o sea que ya no volví a pisar la facultad después del almuerzo. Pensé, sin embargo, que ya no habría más salidas al Ed’s Bar por las noches, lo cual me permitiría levantarme temprano e ir a la facultad: para mi asombro, tres noches después de la reunión privada, Ezequiel me pidió que lo acompañara al Ed’s Bar y nos quedamos conversando hasta las cinco de la mañana. A esa hora fue y se comió un pollo con tal hambre que me dio miedo. Hablamos un poco de su enfermedad y me dijo que le habían prohibido los lugares de mucho humo. No me atreví a replicar porque uno no le replica a una persona que está gravemente enferma, pero más humo que en el Ed’s Bar difícilmente, y más cigarrillos que los que se fumó Ezequiel esa noche, casi nadie. En nombre de la amistad, decidí no volver a acompañar a Ezequiel por las noches, para ver si así salía menos. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al día siguiente, su madre me llamó y me pidió por favor que le manejara el auto a su hijo porque manejar le podía hacer mucho daño.
O sea que dejó de trabajar por las tardes y yo dejé de asistir a mis cursos mañana y tarde. Pasábamos horas enteras paseando por todo Lima en su automóvil y Ezequiel continuaba comprando flores y enviándoselas a alguien que yo, por entonces, no dudaba era Terry. Seguía viendo a Terry todos los días y continuaba llevándola al Ed’s Bar y Terry salía cada noche más elegante y se portaba como toda una mujer, no daba la menor muestra de sufrimiento ni de preocupación. Un día, mientras Ezequiel conversaba con Didí, ella me cogió la mano y me dijo que tenía grandes esperanzas. La besé y volteé a mirar a mi amigo con alegría, pero algo amarillento en sus uñas me dio la impresión de que estaba sufriendo un agudo proceso de envenenamiento. Volví a besar a Terry y pedí otro whisky para los dos.
Terry era una muchacha encantadora. Había rezado, se había puesto un hábito del Señor de los Milagros y había escrito mil cartas a Boston. Finalmente encontró al médico que se necesitaba y apareció feliz con la noticia y todos bebimos champán en el Ed’s Bar, aunque el color amarillento que yo veía ahora en el rostro de Ezequiel me preocupaba más y más.
Hubo otra reunión privada y el resultado fue que Ezequiel partía lo más pronto posible a los Estados Unidos. Todos fuimos al aeropuerto, hasta Pepe el barman vino a despedirlo. Miré fijamente a Ezequiel y lo encontré muy mal, pero Pepe hizo una serie de bromas y finalmente se logró crear un ambiente bastante alegre antes de la despedida. La última cosa que le dije, antes de subir al avión, fue si quería que le continuara enviando las flores a Terry, en su nombre. Ezequiel me puso cara de pena.
—No… no —dijo, abrazándome—. Yo mismo se las enviaré desde los Estados Unidos… Así sabrá que estoy vivo.
Volvió muy mal, y Terry lloró en el aeropuerto. Había poco o nada que hacer. La única esperanza era que se pusiese en uso una droga cuyas posibilidades recién se estaban investigando. Eso lo explicó Ezequiel mismo con asombrosa tranquilidad. Yo lo vi pésimo. Tenía los dedos y las uñas más amarillos que nunca, estaba flaco y algo gibado. Pero su ánimo era el mismo de siempre: después de abrazar sonriente a su madre, pidió que lo llevaran a una florería porque tenía que enviarle un ramo a una señora que había sido muy amable durante el viaje. Traté de decirle que yo lo haría, que se fuera a descansar, pero insistió diciendo que era cosa de cinco minutos y a mí y a todos su madre nos había encargado que no le diéramos la contra en nada.
Nunca vi a Terry tan bonita y tan alegre como en esos días. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por mostrarse natural y había noches en que nuestro ambiente de siempre volvía a reinar y en las que uno se olvidaba que Ezequiel, riéndose y conversando con un codo apoyado en la barra, era un hombre que podía morirse en cualquier momento. Terry misma parecía olvidarlo y reía con su risa inconfundible y conversaba y hasta interrumpía a Ezequiel para corregirlo en algún detalle sobre la vida de algún personaje. Una noche, mientras Ezequiel conversaba con Pepe, Terry me besó y me dijo que había una nueva y muy grande esperanza. Pero esta vez no brindamos porque al besarla yo sentí algo de pena, sentí como que la iba a perder. Si esta vez las cosas salían mal, Ezequiel quedaría desahuciado y lo más probable es que Terry se casara pronto con otro. Sentí como que yo había sido demasiado amigo de ella y de él para empezar de pronto a sentir que mi compasión se transformaba en otra cosa.
Pero todas estas preocupaciones las dejé de lado cuando Terry anunció que había un Congreso Mundial de Cardiología en México y que, con enormes influencias, había logrado que Ezequiel fuera el caso a tratarse. Eso quería decir que Ezequiel iba a ser examinado por los mejores especialistas del mundo. Terry se volvió a poner su hábito del Señor de los Milagros y hubo otra reunión privada con la madre de Ezequiel. La señora aceptó y yo pensé que por lo menos tenían la suerte de ser inmensamente ricos. Dos días después todo estaba listo y fui yo mismo quien manejó el carro hasta el aeropuerto. Allí Terry rió y abrazó a Ezequiel hasta que subió al avión. Luego se arrojó a llorar en los brazos de la madre de Ezequiel y yo me sentí algo frustrado e inútil. Ese llanto me correspondía a mí.
Todos estaban rezando, me imagino. Yo no; yo seguía sentado cada noche bebiendo en el Ed’s Bar y conversando con Pepe. Por las tardes iba a visitar a Terry y me instalaba a ver televisión con ella y con su familia. Su madre parecía quererme pero no su padre. Siempre que lo saludaba me parecía escuchar esa frase que una noche, con seguridad, le oí pronunciar: «Van cuatro y serán diez». Estoy seguro de que había llegado a odiarnos a Ezequiel y a mí, pero qué podía hacer el pobre señor, definitivamente no podía acusar de nada a un hombre que no se casaba con su hija porque estaba gravemente enfermo. Pero se veía que estaba malhumorado, malhumorado y no triste como los demás, malhumorado como si no aceptara la verdad de lo que le estaba ocurriendo a Ezequiel. Fue entonces que mi sexto sentido empezó a actuar nuevamente, algo extraño había en el ambiente. Por qué, por ejemplo, si Ezequiel era tan amigo de mandarle flores a Terry, nunca mientras estuvo en México llegó un ramo; tarde tras tarde iba a acompañar a Terry y a sus padres a ver televisión y nunca llegó un ramo de flores.
La noche en que escuchamos la noticia del accidente en Acapulco, comprendí que estaba destinado a cumplir un triste rol secundario en toda la historia. Me largaron de la casa como si fuera Ezequiel y yo no hice nada por evitarlo. Terry misma me largó gritando al mismo tiempo que su padre, hasta trató de abofetearme como si yo tuviera alguna culpa. Hoy comprendo muy bien por qué decidió tan rápido que yo siempre estaría del lado de Ezequiel, pero esa noche sentí que había sido terriblemente injusta conmigo y hasta me quedé sentado en el automóvil delante de su puerta, esperando que saliera a pedirme disculpas, a llorar en mis brazos, le hubiera dicho que creía estar enamorado de ella, qué no le habría dicho. Pero no salió y yo estuve ahí sentado como media hora reviviendo toda la escena del noticiero de las ocho: «El ciudadano peruano Ezequiel de la Torre se estrelló en Acapulco, en un jeep rosado, pocos minutos después de abandonar una fiesta en la residencia de Mario Moreno Cantinflas. Viajaba acompañado de la actriz Catita Morelos y del actor Javier Rotondo…». La madre de Terry saltó de su asiento para apagar el televisor pero el señor se lo impidió gritando ¡no!, ¡vamos a enterarnos de todo de una vez por todas! Ezequiel y sus amigos habían resultado ilesos pero habían sido trasladados a una comisaría por hallarse en completo estado etílico. Felicité a mi sexto sentido y puse el Alfa Romeo de Ezequiel en marcha.
Dos semanas más tarde acompañé a la madre de Ezequiel a recogerlo al aeropuerto. Bajó la escalinata del avión sonriente y nos hizo adiós desde allá abajo. Luego salió por la puerta de los pasajeros y nos abrazó afectuosamente. Mientras lo acompañábamos a recoger su equipaje noté que tenía los dedos y las uñas bastante amarillentos y que estaba algo flaco y gibado. Sí, estaba algo flaco y un poquito gibado, como había sido siempre, y completamente sano. Lo demás había sido sugestión mía. No dijimos ni una sola palabra sobre lo de Acapulco mientras regresábamos a la ciudad. Tampoco mencionamos a Terry para nada, pero me imagino que la madre de Ezequiel quería que la ayudara a divulgar la versión oficial de lo que había ocurrido en el Congreso Mundial de Cardiología. ¿Qué había pasado, Ezequiel?, ¿qué habían dicho los médicos? Puse gran atención porque no quería que se me escapara ningún detalle. Esa misma noche se lo iba a contar todo a Pepe, Pepe a otras personas, y la señora, por su lado, a sus amigas. Nada había ocurrido. Todo había sido un error. Ezequiel no tenía absolutamente nada serio: al segundo día del Congreso un médico sueco le había dicho que su corazón funcionaba normalmente y que podía casarse con siete mujeres si quería. En Miraflores nos detuvimos para que Ezequiel enviara unas flores. Como ya estaba al tanto de todo, me bajé a acompañarlo para decirle qué tal sinvergüenza había sido, y, al mismo tiempo, darle una palmada en la espalda y reírme. O sea que todas esas flores desde Estados Unidos y probablemente también desde México habían sido para la condesita Francesca… Un ramo cada día… Aun hoy… ¡Qué tal sexto sentido el mío! Pero esta vez mi sexto sentido falló: para mi asombro, Ezequiel compró un precioso ramo de flores y, cuando yo creía que iba a dar el nombre de la condesita, dio el nombre de Terry.
Estoy sentado en la entrada de la casa de Francesca. Ezequiel y yo la llamamos contessina Francesca y debo decir que en mi vida he conocido una muchacha tan dulce y tan bella. Lleva la inteligencia puesta, habla con un delicioso acento italiano y se entusiasma por la menor cosa, sobre todo si tiene algo que ver con Ezequiel. Debe haber sido muy cruel con su enamorado, el de la cara de perro, pero en sus rasgos no ha quedado la menor huella de esa crueldad. Simplemente parece haber pasado de una etapa en que se quiere a otro muchacho de la misma edad, a una etapa en que se ama a un hombre mayor (Ezequiel la lleva quince años), y se lucha porque fume menos y porque se acueste un poco más temprano y no sea tan bohemio, como dice contessina Francesca. Ella quisiera que Ezequiel trabajara como todos los hombres y que no se pasara las noches conversando conmigo y con Pepe hasta las mil y quinientas. Pero al mismo tiempo sueña con el mes de mayo porque en mayo cumple dieciocho años y sus padres la van a dejar salir por las noches con nosotros. Va a ser macanudo cuando llevemos a contessina Francesca a la barra del Ed’s Bar. Pepe va a estar feliz y estoy seguro que con el entusiasmo de ella por todo le van a encantar los personajes que, noche a noche, Ezequiel sigue invitando. Va a ser macanudo.
Sé dónde está Ezequiel y contessina Francesca también lo sabe o, cuando menos, lo sospecha. No está muy lejos, está en el barrio, ya que contessina Francesca vive también en San Isidro, como Terry. Ezequiel está parado bajo el balcón de Terry con el trío criollo, y me imagino que va a seguir con lo mismo hasta mayo, cuando pida la mano de la contessina y cuando también podamos salir de noche. Va a seguir con lo mismo y nosotros dos aquí sentados, esperándolo siempre. Cada noche llega más tarde porque cada noche insiste más bajo el balcón de Terry. Me parece estar oyendo el vals que le está cantando. Tiene que ser ése porque lo silba todo el día sin parar…
Llora guitarra porque eres mi voz de dolor
grita su nombre de nuevo si no te escuchó
y dile que aún la quiero que aún espero que vuelva
que si no viene mi amor no tiene consuelo
que solitario sin su cariño me muero…
¿Qué necesidad tiene de que Terry crea que sufre por ella? No lo comprendo. Ni siquiera su madre, que lo ha ayudado tanto, debe comprenderlo. Claro que la señora debe estar feliz de que se case con una noble, pero no creo que esté de acuerdo con que se gaste una fortuna en contratar al trío criollo ése todas las noches. Y lo único que va a lograr es que contessina Francesca se enferme de tanta pena. Pobrecita, por fin acaba de recostar su cabeza en mi hombro y se ha puesto a llorar como una niña. Por lo menos ahora no me siento ni inútil ni frustrado. Este llanto me corresponde a mí.